El
antiguo colaborador del Premio Nobel reveló que al escritor se le
aplicó una extraña inyección en la Clínica Santa María, en medio de un
acoso represivo días después del golpe de Estado de 1973.
El 31 de mayo pasado el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Mario Carroza, acogió a trámite la querella presentada por el Partido Comunista de Chile (PCCh) con el fin de clarificar responsabilidades respecto de la muerte del poeta Pablo Neruda, surgida la sospecha de que el Premio Nobel de Literatura pudo ser asesinado.
Carroza ordenó realizar las diligencias solicitadas por el PCCh, entre ellas, que se cite a declarar a Manuel Araya Osorio, secretario y chofer de Neruda, quien en un relato –publicado originalmente en la revista mexicana Proceso- indicó que al poeta le fue colocada una misteriosa inyección mientras estaba hospitalizado en la Clínica Santa María, pocos días después del golpe de Estado de 1973.
La investigación judicial fue rechazada por el presidente de la Fundación Neruda, Juan A. Figueroa. El director de archivos de la entidad, Darío Oses,
entregó la posición de esta institución respecto de la muerte del
poeta, queriendo salir al paso de las investigaciones que se inician.
“No hay una versión oficial que maneje la Fundación. Ésta se atiene a
los testimonios de personas cercanas a Neruda en el momento de su muerte
y de biógrafos que manejaron fuentes confiables. Hay bastantes
coincidencias entre las versiones de Matilde Urrutia en su libro ‘Mi vida junto a Pablo’, la de Jorge Edwards en ‘Adiós poeta’ y la de Volodia Teitelboim en su biografía ‘Neruda’. La causa de muerte fue el cáncer. Uno de los médicos que lo trataba, al parecer el doctor Vargas Salazar, le había advertido a Matilde que la agitación que le producía al poeta el enterarse de lo que estaba ocurriendo en Chile en
ese momento podía agravar su estado. A esta situación también
contribuyeron el allanamiento de su casa (…) y el traslado en ambulancia
(…) con controles y revisiones militares en el camino”.
Sin embargo, los datos aportados hoy por Manuel Araya recibieron el respaldo del ex embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá y del sobrino del poeta, Rodolfo Reyes. El embajador expresó en entrevista con La Jornada (México) que “en la víspera de su muerte, Neruda no estaba catatónico” como se señala en el parte oficial. Entrevistado en Clarín por Mario Casasús,
Reyes apoyó las averiguaciones y señaló que él autorizará la exhumación
del vate. Y el PC resolvió presentar la querella que podría esclarecer
lo que realmente ocurrió.
El juez Carroza, de partida, desea dilucidar el estado de salud de Neruda, para lo cual solicitó información a la Clínica Alemana,
donde el poeta realizaba el tratamiento para sanar el cáncer a la
próstata que padecía. No se descarta la exhumación del cuerpo del poeta.
RELATO DE UN CERCANO
Manuel
Araya habla de Neruda con la familiaridad de quien compartió momentos
cruciales con el escritor. Fue asistente del poeta desde noviembre de
1972 -cuando regresó de Francia– hasta su muerte el 23 de septiembre de 1973.
Concedió una entrevista el pasado 24 de abril en el puerto de San Antonio, en la casa del dirigente de los pescadores artesanales Cosme Caracciolo,
a quien le pidió ayuda para develar un secreto que lo ahogaba: “Lo
único que quiero antes de morir es que el mundo sepa la verdad, que
Pablo Neruda fue asesinado”, asegura.
Cuenta
que el 1 de mayo de 1974 le propuso a Matilde Urrutia, viuda de Neruda,
aclarar esa muerte. Ambos fueron testigos de los últimos días del
poeta. Durmieron, comieron y convivieron en la misma habitación de la
casa de Isla Negra a partir del golpe del 11 de septiembre de 1973 y se fueron con él a la Clínica Santa María varios días después.
Pero
Araya afirma que Matilde –fallecida en 1985– no quiso tomar acción
alguna. Según él, Urrutia le dijo: “Si inicio un juicio me van a quitar
todos los bienes”. Araya cuenta que en otra ocasión tuvieron una
discusión que marcó un quiebre en su relación con la viuda. “Me dijo que
lo que había pasado era cosa de ella y no mía, porque yo ya había
terminado de laborar con Pablo, ya no era trabajador y no teníamos nada
que ver”.
El ayudante confirma que el autor del Canto General
tenía cáncer de próstata, pero no cree que esa enfermedad lo matara.
Asegura que dicho padecimiento “estaba controlado” y que Neruda “gozaba
de buena salud, con los achaques propios de una persona de 69 años”.
“ABANDONADOS”
Araya
dice que después del golpe del 11 de septiembre, Neruda, su mujer y el
resto de los habitantes de la casa de Isla Negra quedaron “solos y
abandonados”. El contacto con el mundo exterior se reducía a noticias
que llegaban a través de una pequeña radio, a las esporádicas
conversaciones telefónicas y a lo que les contaban en la hostería Santa Elena, cuya dueña “era de derecha y sabía todo lo que pasaba”.
Cuenta que el 12 de septiembre llegó un jeep con
cuatro militares. “Todos llevaban los rostros pintados de negro. Yo
salí a recibirlos. El oficial me preguntó quiénes estaban en la casa. Le
tuve que decir que en ese momento estaban Cristina, la cocinera; la hermana de ésta, Ruth; Patricio, que era jardinero y mozo; Laurita (Reyes,
hermana de Neruda); la señora Matilde, Pablito (Neruda) y yo”. Agrega
que “el oficial nos señaló que en el domicilio no podía quedar nadie más
que Neruda, Matilde y yo. Entonces tuvimos que arreglárnoslas entre los
tres. Dormíamos en la recámara matrimonial que estaba en el segundo
piso. Yo dormía sentado en una silla, arropado con un chal. Lo hacía
para estar más cerca de Neruda, porque no sabíamos lo que nos iba a
pasar.”
El 13 de septiembre, cerca de
las 10 de la mañana, los militares allanaron la casa. Araya dice que
eran como 40 soldados que venían en tres camiones. Iban armados con
metralletas, con las caras pintadas de negro y uniforme de camuflaje.
Vestidos y pertrechados “como si fueran a la guerra”.
“Entraban
por todos lados: por la playa, por los costados. Salí al patio para
preguntar qué querían. Hablé con el oficial que daba las órdenes. Me
dijo que abriera todas las puertas. Mientras revisaban, destruían y
robaban, los militares preguntaban si había armamento, si teníamos gente
escondida adentro, si ocultábamos a líderes del Partido Comunista. Pero
no encontraron nada. Se fueron callados. No pidieron ni perdón. Se
sentían dueños y señores del sistema. Tenían el poder en las manos”,
rememora Araya.
Añade que como a las tres de la tarde llegó un grupo de la Armada.
“Estuvieron más de dos horas. También allanaron la casa y robaron
cosas. Registraban con detectores de metales. La señora Matilde me contó
que el mandamás de los marinos entró al dormitorio de Neruda y le dijo:
‘Perdón, señor Neruda’. Y se fue”.
Araya
recuerda que durante varios días la Armada puso un buque de guerra
frente a la casa del poeta. “Neruda decía: ‘Nos van a matar, nos van a
volar’. Y yo le decía: ‘Si nos tenemos que morir, yo voy a morir en la
ventana primero que usted’. Lo hacía para darle valor, para que se
sintiera acompañado. Entonces le dijo a la señora Matilde: ‘Patoja –que
así la nombraba–, mire el compañero, no nos va a abandonar, se va a
quedar aquí’”.
Araya cuenta que
conversaciones de ese tipo tenían lugar en la pieza del matrimonio:
Ellos acostados y él sentado a los pies de la cama. “Nos preguntábamos
qué haríamos nosotros solos. Pensábamos que a Neruda lo iban a asesinar.
Entonces, resolvimos que la única opción era salir del país”.
EL VIAJE
Manuel
Araya narra que Pablo Neruda le dijo que su plan era instalarse en
México y una vez en ese país pedir “a los intelectuales y a los
gobiernos del mundo entero ayuda para derrocar a la tiranía y
reconstruir la democracia en Chile”.
Su
recuerdo es detallado: “Desde la hostería Santa Elena –a menos de 100
metros de la casa de Isla Negra– nos comunicamos con las embajadas de
Francia y México. La de México se portó un siete. El embajador (Gonzalo
Martínez Corbalá) se movilizó para ayudarnos. Creo que el 17 de
septiembre nos llamó para decirnos que se había conseguido una
habitación en la Clínica Santa María. Allí deberíamos esperar la llegada
de un avión ofrecido por el presidente Luis Echeverría”.
El
problema era trasladar al poeta a la clínica. “Con Neruda y Matilde
pensamos que la mejor y más segura manera de llegar hasta allá era en
una ambulancia. Mi misión era conseguirla. Viajé a Santiago en nuestro Fiat
125 blanco y pude arrendar una ambulancia. Recuerdo que ofrecí como
seis veces más de lo que me cobraban para asegurar que efectivamente
fueran a buscarnos. Acordamos que fueran el 19, porque ese día la
clínica tendría todo dispuesto para recibir a Pablito”.
“Llega el 19 y solicitamos a Tejas Verdes
(el regimiento militar de la provincia de San Antonio) permiso para
trasladar a Neruda. Me dijeron: ‘No estamos dando salvoconductos, menos a
Neruda’. A pesar de la negativa decidimos partir. La ambulancia entró
hasta la puerta que daba a la escalera de su dormitorio. Al salir se
despidió de su perrita Panda, se subió a la ambulancia y
se acostó en la camilla. Neruda y Matilde se fueron en la ambulancia.
Yo los seguí muy de cerca en el Fiat.”
El
ayudante abunda en el relato. “El viaje fue triste, caótico y terrible.
Nos controlaban cada cuatro o cinco kilómetros, parecía imposible
llegar a nuestro destino. Imagínese que salimos a las 12:30 y llegamos a
las 18:30 a la clínica (distante poco más de 100 kilómetros de Isla
Negra). En Melipilla fue el control más maldito. Allí
Neruda vivió el momento más terrible. Los militares lo bajaron de la
ambulancia y le registraron el cuerpo y la ropa. Decían que buscaban
armas. Él pedía clemencia, decía que era un poeta, un premio Nobel, que
había dado todo por su país y que merecía respeto. Para ablandar sus
corazones les decía que iba muy enfermo, pero las humillaciones
continuaban. En un momento lloramos los tres tomados de la mano porque
creíamos que así iba a ser nuestro fin”.
Finalmente
la ambulancia llegó a la clínica tres horas más tarde de lo acordado.
“Como llegamos muy cerca de la hora del toque de queda, no pudimos hacer
nada más que quedarnos todos en la clínica a dormir”, precisa Araya.
“El
embajador Martínez Corbalá fue a vernos al día siguiente. Y también el
francés, que nunca supe cómo se llamaba. También recibimos la visita de Radomiro Tomic y Máximo Pacheco (dirigentes democratacristianos), de un diplomático sueco, y de nadie más”, indica.
LA INYECCIÓN MISTERIOSA
Los
primeros días en el centro hospitalario transcurrieron sin sobresaltos.
El 22 de septiembre, la embajada de México avisó que el avión dispuesto
por su gobierno tenía programado salir rumbo a la capital mexicana el
24 de septiembre. Comunicó además que el régimen militar había
autorizado la salida del poeta.
“Neruda
nos pidió a mí y a Matilde –dice Manuel Araya- que viajáramos a Isla
Negra a buscar sus cosas más importantes, entre éstas sus memorias
inconclusas. Creo que era ‘Confieso que he Vivido’. Al día siguiente –23
de septiembre– partimos temprano hacia Isla Negra. Dejamos a Neruda muy
bien en la clínica, acompañado por su hermana Laurita, que llegó ese
día”.
Asegura que el escritor estaba
“en excelente estado, tomando todos sus medicamentos. Todos eran
pastillas, no había inyecciones. Nosotros nos preocupamos de recoger
todo lo que nos indicó. Estábamos en eso cuando Neruda nos llamó como a
las cuatro de la tarde a la hostería Santa Elena, donde le dieron el
recado a Matilde, quien devolvió la llamada. Él le dijo: ‘Vénganse
rápido, porque estando durmiendo, entró un doctor y me colocó una
inyección’”.
El chofer relata que
“cuando llegamos a la clínica, Neruda estaba muy afiebrado y rojizo.
Dijo que lo habían pinchado en la guata y que ignoraba lo que le habían
inyectado. Entonces vemos que tenía un manchón rojo” en el estómago.
Araya
recuerda que momentos después, cuando se estaba lavando la cara en el
baño, entró un médico que le dijo: “Tiene que ir a comprarle urgente a
don Pablo un remedio que no está en la clínica”.
Partió
y comenta que “en el trayecto me siguieron sin que yo me diera cuenta.
El médico me había dicho que el medicamento no se encontraba sino en una
farmacia de la calle Vivaceta o Independencia. Cuando salí por Balmaceda para
entrar a Vivaceta aparecieron dos autos, uno por detrás y otro por
delante. Se bajaron unos hombres y me pegaron puñetazos y patadas. No
supe quiénes eran. Me cachetearon harto y luego me pegaron un balazo en
una pierna”, asegura Araya.
“Después de todo lo que me pegaron terminé muy mal herido en la comisaría Carrión, que está por Vivaceta con Santa María. Luego me trasladaron al Estadio Nacional donde sufrí severas torturas que me dejaron a un paso de la muerte. El cardenal Raúl Silva Henríquez logró sacarme de ese infierno. Por eso estoy vivo”.
Neruda
murió a las 22:00 horas en su habitación –la número 406– de la Clínica
Santa María. Horas después que le pusieran esa misteriosa inyección.
Manuel Araya dice no tener duda alguna: “Neruda fue asesinado”. Y sostiene que la orden vino de Augusto Pinochet: “¿De qué otra parte iba a salir?”.
Por Francisco Marín
Publicado en revista Proceso de México
El Ciudadano Nº106, segunda quincena julio 2011
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