Shaar Hagai las flores nacen entre los restos de los tanques desvencijados,
oxidados. Algunos, casi irreconocibles, más parecen esculturas
informes, hechas de hierro rojizo. Lo habitual es que descansen allí sin
molestia, viendo pasar los coches que circulan entre Jerusalén y Tel
Aviv. Pero no en esta época. Ahora, entre la genista y las kalanit, alguien ha ido acumulando coronas de rosas, de tulipanes y margaritas, unidas por leyendas en hebreo. “No te olvidamos”, “Un recuerdo para el valiente soldado“, “Gracias por defender nuestra libertad”. Tambien hay banderas, decenas de banderas azules y blancas. Todo está preparado para que los combatientes que allí cayeron en 1948, a las órdenes del teniente coronel Isaac Rabin, reciban su homenaje. Llega el 9 de mayo, el Día de la Independencia de Israel, la jornada en la que se conmemoran los 63 años de la creación del nuevo estado. Hoy esta tierra recuerda su victoria, y el día 15, en Gaza y al otro lado del muro cisjordano, recordarán el dolor, el desastre, la “catástrofe” que aquella contienda dejó entre los palestinos, la Nakba,
la mayor conmemoración de su calendario. Así que Israel conmemora su
alumbramiento mientras en Palestina pelean por una nación con plenos
derechos, autonomía y seguridad. O, al menos, por una declaración formal
por la que empezar a trabajar.
Esta doble cita de mayo, tan diferente para cada pueblo, nace de la primera guerra árabe-israelí de 1948, resultado de una resolución de Naciones Unidas, aprobada un año antes, la número 181. La comunidad internacional recomendó la partición de Palestina, que en ese momento dominaban los británicos, que se hicieron con la zona tras el hundimiento del Imperio Otomano. La orden estaba clara: había que fijar
fronteras entre dos nuevos estados, uno judío y otro árabe -entre los
que debía establecerse una colaboración franca en materia económica y
aduanera-, mientras que se debía crear una zona de control internacional para Jerusalén y parte de Belén.
La nación judía, absolutamente nueva en la historia, sería la mayor,
con 14.000 kilómetros cuadrados, 558.000 judíos y 405.000 árabes por
vecino; la árabe tendría 11.000 kilómetros cuadrados y unos 10.000
judíos entre sus 820.000 habitantes. La zona de exclusión internacional
estaría equilibrada, con 100.000 residentes de cada lado. 33 naciones dijeron sí
a este reparto -entre ellas, EEUU y la URSS-, 13 votaron en contra y 10
se abstuvieron -entre ellos, la potencia colonial, Reino Unido-. Corría
el 29 de noviembre del 47. En mayo del 48, Londres debería abandonar su
mandato y la partición tendría efecto desde su retirada, pero la
resolución no decía a las claras cómo debía aplicarse el plan, así que
los británicos alegaron la “imposibilidad de aplicar el texto” para justificar por qué no facilitaron la creación del nuevo escenario. Historiadores como Ilan Pappe sostienen
que los meses de transición “sólo sirvieron para que el personal de la
metrópoli hiciera las maletas, pero sin arreglar la casa que
dejaban”. Si el árbitro no ayudó, los contendientes tampoco. La resolución, que cristalizó de un debate intenso de casi un año, quedó en nada, nunca fue aplicada. Las naciones árabes la rechazaron
porque suponía perder un territorio mayoritariamente musulmán en los
últimos siglos, una tierra en la que el 67% de los habitantes era árabe,
además de recibir menos tierras que los judíos; los representantes israelíes se quejaban de la “pequeñez” de sus posesiones, de su discontinuidad territorial y las complejidades de su defensa, pero aceptaron: evidentemente, la resolución permitía el nacimiento del perseguido hogar para los hebreos.
Las semanas previas al adiós inglés fueron de práctica pre-guerra. La
ONU no respondía ante la sucesión de atentados, emboscadas y
escaramuzas diarias, por ambas partes. Reino Unido insistía en lo
“inaceptable” de la resolución para árabes y judíos, mientras se
retiraba de cuarteles y fortalezas. El 15 de mayo de 1948, un día antes de que expirase el mandato británico, David Ben Gurión leía en Tel Aviv la declaración de independencia israelí.
No esperó ni al plazo final, porque coincidía con el shabbat. En
aquella sesión histórica se derogaron las leyes anti-inmigración: en los
tres años siguientes llegaron 700.000 personas, una Jerusalén entera. Las naciones árabes respondieron declarando la guerra
y en la noche del 15, tropas de Egipto, Transjordania, Siria, Irak y
Líbano comenzaron a avanzar hacia Israel, el estado recién creado. La
orden era “la eliminación absoluta del estado hebreo”, en palabras de Azzam Pachá, secretario general de la Liga Árabe.
El Gobierno de Tel Aviv tenía muchos puntos a su favor: había cinco millones de judíos en EEUU -en los que Harry S. Truman suponían cinco millones de votantes-, la URSS no tenía seguidores en el Medio Oriente y necesitaba un socio en la zona, los israelíes presentaron una oposición menor a la de los árabes a la resolución 181 y, sobre todo, la persecución nazi era, por su brutalidad, la “legitimación definitiva e irrebatible” para su nación, como explica el historiador Joan B. Culla en su obra La tierra más disputada,
(Alianza Ensayo). Los árabes estaban dispersos, guerreando en tierra
ajena, con escasos medios y sin simpatías en la comunidad internacional.
Los 15 meses que siguieron fueron como todas las
guerras: de sangre, de horror, de avances y retrocesos. En diciembre ya
había una conclusión clara: el fenómeno de los refugiados palestinos era imparable y había que permitir su retorno cuando acabasen los combates. Se aprobó otra resolución en la ONU, la 194, reafirmada en 1974 con la 3236. Para nada. Nadie ha retornado a su casa.
En Israel, tras el desgaste y la batalla, tras la recuperación y la
reconstrucción, levantaron un estado, “la única democracia de Oriente
Próximo”, como remarcan todos sus mandatarios, y como es reconocida por
la comunidad internacional.
En Palestina es donde se concentraron el exilio y el sometimiento. La
Naqba. La “pérdida de la patria ancestral palestina causó la dispersión
de una tercera parte del pueblo”, explica un miembro histórico de los
gabinetes palestinos, Nabil Shaath. Según datos de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) avalados por la ONU, 726.000 personas tuvieron que dejar sus hogares,
horrorizados con la contienda y buscando un lugar más seguro,
expulsados de ellos por tropas israelíes o directamente muertos. Casi 500 aldeas y ciudades quedaron arrasadas, con la consiguiente confiscación de tierras, que pasaron a manos de Israel (logró anexionarse un 26% más de la tierra que le habían otorgado en el Consejo de Seguridad, esto es, un 80% del total). 190.000 palestinos más se refugiaron en Gaza, bajo el manto egipcio, y 280.000 más se mantuvieron en Cisjordania,
con el amparo jordano. Hay toda una corriente de historiadores
israelíes que sostienen que el éxodo árabe fue “inexplicable”, porque
“en ningún caso se les sometió”. “Salieron para dejar más espacio de
maniobra a las tropas árabes”, “se fueron para evitar las consecuencias
de los ataques”, “escaparon para huir del maltrato de sus propios
soldados”, son frases escuchadas en los documentales que estos días
emiten sin cesar las televisiones locales, incluso en los del
omnipresente Martin Gilber, británico.
Shaath insiste en que la dispersión de los palestinos no tuvo sólo
que ver con la guerra, no es una “consecuencia lógica del combate”, ya
que el Día de la Independencia israelí “habían desaparecido ya 58 aldeas árabes” en el tramo costero entre Tel Aviv y Haifa. En ese tiempo se acometieron “matanzas como las de Tantura,
donde se separó a hombres y mujeres y se fusiló a todos los varones de
13 a 30 años, con edad de hacerse soldados, unos 200. Desde el Ministerio de Exteriores de Israel se niega la mayor: un portavoz afirma que la comunidad judía “quiso integrar” a los árabes, hasta el punto de que “líderes de la comunidad se desplazaron a zonas de mayoría musulmana para atender a las personas”, que matanzas hubo “en ambos lados, como demuestran las víctimas judías, que se cuentan por cientos, en los kibbutzim
del este de Jerusalén o en la alta Galilea”, y que “ningún comité
oficial entró a valorar tierras de personas aún residentes, sólo se hizo
en terrenos deshabitados y conquistados legalmente”. Las IDF aportan sus propios datos: 22.867 israelíes han muerto en combate desde 1860, cuando llegaron los primeros colonos a Jerusalén, y 16.724 militares y civiles cayeron en guerras o por atentados
(2.443 fallecieron por ataques terroristas, exactamente) desde la
independencia. “Israel pagó y sigue pagando con su dolor la conquista de
lo que merecía tener”, se lee en el discurso ante las IDF del
presidente Simon Peres.
La dimensión del trauma palestino es cuantitativamente mayor. Aquellos más de 700.000 exiliados son hoy más de cinco millones de refugiados, concentrados sobre todo en Jordania, Siria, Líbano y los Territorios Ocupados. En el mejor de los casos, Israel aceptará el retorno de 50.000 el
día que llegue -si llega- un acuerdo de paz. Naciones Unidas tiene
reconocido el derecho al retorno de todos o, en su defecto, una
compensación. La hemorragia de desplazados no se taponó desde el inicio.
El periodista Amnon Kapeliouk
va un paso más allá afirma que Ben Gurion se opuso a que los israelíes
se involucraran en solventar el problema, pues se acabaría con el
tiempo. Y cita un documento del Ministerio de Asuntos Exteriores israelí
para constatarlo: “Los refugiados [palestinos] encontrarán su sitio en
la diáspora. Los que puedan resistir vivirán gracias a la selección
natural, los otros simplemente morirán. Algunos persistirán, pero la
mayoría se convertirá en basura humana, la escoria de la tierra y se
hundirán en los niveles más bajos del mundo árabe”.
Otros 100.000 palestinos, hoy el 17% de la población de Israel, se quedaron dentro de las fronteras del estado sionista y tardaron años en lograr la nacionalidad. Aún hoy 200.000 árabes residentes en Jerusalén Este
carecen de pasaporte, sólo tienen permiso de residencia, una
ciudadanía rebajada que les obliga a permanecer siempre en la ciudad,
sin moverse. De lo contrario, pierden su estatus. Se ven obligados a
pasar por hasta 13 controles que rodean sus barrios.
Por eso, cada 15 de mayo, siguen manifestándose para reclamar la
solución de sus problemas, arrastrados durante 63 años. Sin embargo,
este año es especial, ya que el pasado 22 de marzo la Knesset
(Parlamento) aprobó la llamada Ley Nakba, que penaliza con multas a quien organice eventos en ese día. La norma nació por iniciativa del ultranacionalista Israel Beitenu,
partido del ministro de Exteriores, el polémico Avigdor Lieberman, por
37 votos contra 25. Todas las instituciones o administraciones que
financie o monte protestas serán sancionadas. Ni las reclamaciones de la
ACRI ni el pataleo de la izquierda lograron frenar esta “afrenta antidemocrática, que restringue la libertad de pensamiento y de expresión de los árabes“, según la nota del Meretz.
Amina Bahbah está dispuesta a forzar la ley y a
reivindicar un año más la necesidad de “dignificar” a los palestinos y
“recordar al mundo” su causa. Amina reside en Jerusalén, en el barrio de
Sheikh Jarrah, y además de trabajar como dentista participa en un grupo
de teatro que, cada año, acude a algún campo de refugiados a recordar
la “catástrofe”. Esta mujer hermosísima se sabe afortunada, porque tiene
un buen empleo, goza de derechos en sanidad o educación que no tienen todos los miembros de su pueblo, pero no por ello se conforma. “No hablo con odio, Israel venció una guerra, de acuerdo, pero no fue un vencedor justo con sus derrotados. No fue generoso, no fue humano.
Ahora recuerdan a sus muertos, y no es fácil perder a gente joven y
vigorosa en el camino de la independencia y su consolidación, pero su
dolor se va mitigando y tienen ahora lo que quieren: fronteras,
seguridad, mucho dinero, buenos servicios… Esto es casi Estados Unidos.
¿Pero qué tiene mi gente?”, se pregunta. Su abuelo, pescador, tuvo que escapar de Jaffa,
un puerto inmemorial hoy integrado en Tel Aviv. 70.000 palestinos,
cristianos como los Bahbah o musulmanes, salieron por mar a Gaza, Egipto
o Líbano. “Nosotros fuimos desplazados a Khan Yunis, y vinimos
a Jerusalén en 1958, gracias a un permiso especial de estudios para mi
padre. Desde pequeña he escuchado los lamentos de mis mayores,
explicando cómo es la vida en un campo de refugiados, he visto a mi abuela Shaza enmarcar la llave de la casa donde nació en Jaffa,
soñando con volver… ¿Y ahora no puedo ni recordarlo?”, se pregunta.
¿Entiende celebraciones como la de la Independencia israelí? Dice que
sí, es que una suerte tener un estado, que es bueno homenajear a quien
peleó por ello. “Pero nosotros no lo tenemos, seguimos sufriendo como en el 48. Parece que sólo nos queda lamentarnos. En eso seguiremos, hasta tener nuestra nación, hasta dejar de sufrir. Que no haya más motivos, en ningún pueblo, para recrear la muerte o recrear el dolor, sino la vida y el futuro“.
Fuente, vìa:
http://periodismohumano.com/en-conflicto/celebrando-la-independencia-recordando-el-desastre.html
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