Incapaces de regresar a su país, incapaces de continuar su viaje,
miles de centroamericanos se encuentran atrapados en México
FOTOS: Joseph Sorrentino © |
Jorge y Kevin, dos amigos, trabajaban en equipo en un autobús en La Ceiba, la tercera ciudad más grande de Honduras, conduciendo Jorge y Kevin recibiendo las monedas de los pasajeros. Al igual que prácticamente todos los conductores de autobuses y taxis en Honduras, tenían que pagar “derecho de piso”; en su caso fue a la Mara Salvatrucha, una de las bandas más brutales en las Américas. El dinero no les compraba ningún tipo de protección; era simple extorsión. La tarifa era de 500 lempiras (aproximadamente 20 dólares) a la semana; ellos cubrieron la cuota al principio, pero al final ya les resultó muy difícil pagar.
Sabían que no pagar a la pandilla era una sentencia de muerte, por lo que huyeron a México, abriéndose camino en La 72, un lugar para refugiados e inmigrantes en Tenosique, Tabasco (La 72 es nombrado así en honor a los 72 centroamericanos asesinados en Tamaulipas en 2010). Según la legislación mexicana de inmigración, cualquier persona que huya de la “violencia generalizada” es candidata al asilo, por lo que Jorge y Kevin presentaron su solicitud. El proceso de revisión de tales solicitudes dura tres o cuatro meses pero, al cabo de un tiempo, Jorge decidió abandonar el refugio porque estaba desesperado por llegar a Estados Unidos (EU). Fue capturado por el Instituto Nacional de Migración (INM) en Monterrey. Aunque estaba en proceso su solicitud de asilo, fue deportado. Sólo estuvo en Honduras unos días y, según Kevin, había conseguido suficiente dinero para regresar a México. Antes de salir nuevamente de su país, fue asesinado mientras descendía de un taxi. Tenía 18 años.
Al menos indirectamente, Estados Unidos es responsable de ésta, entre otras muertes.
Un número sin precedentes de centroamericanos –en su mayoría mujeres y niños– llegaron a la frontera entre EU y México durante la primavera y el verano de 2014. Muchos, si no la mayoría, huían de la violencia extrema perpetrada por pandillas como la Mara Salvatrucha y Mara 18 en los países del Triángulo del Norte de Centroamérica: Guatemala, Honduras y El Salvador. Estados Unidos clasificó la llegada de tantos centroamericanos a su frontera sur como una “crisis humanitaria”. En junio de 2014, el presidente Barack Obama se reunió con su homólogo mexicano, Enrique Peña Nieto, específicamente para discutir formas en que México podría retener el flujo de migrantes y refugiados y, sobre todo, para evitar su arribo al cruce de México a Estados Unidos. La respuesta de México fue lanzar el Programa Frontera Sur (PFS) en agosto de 2014. Aunque Peña Nieto declaró que éste protegería a los refugiados y migrantes, su objetivo principal ha sido impedir que se suban a los trenes de carga llamados colectivamente La Bestia.
Además de ejercer presión, Estados Unidos otorga a México decenas de millones de dólares por medio de programas como Plan Mérida, una estrategia amplia cuyo objetivo principal es combatir el crimen organizado, en parte para asegurar su frontera sur. México ha recibido dos mil 300 millones de dólares en ayuda desde que comenzó el Plan Mérida en 2008, con una porción significativa de ese dinero destinada a equipos para ayudar a asegurar su frontera sur, para capacitar a agentes del INM y para establecer retenes móviles en las carreteras. En el año fiscal 2015, el Congreso de EU asignó hasta 79 millones de dólares adicionales para ayudar a México a reforzar tal frontera.
La presión y el dinero han hecho poco, si es que han hecho algo, para sellar la frontera sur de México. La gente y los productos cruzan todavía sin obstáculos el Río Suchiate, que separa a México de Guatemala. Dos visitas al río y entrevistas a 50 inmigrantes y solicitantes de asilo, casi todos los cuales cruzaron el río hacia México en balsas, confirmaron que la frontera sur de México es tan porosa como siempre. “Nunca he visto a un agente [del INM] en el río”, dice Perrine Leclerc, jefa del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) para la oficina de Tapachula, Chiapas.
Y la migración centroamericana a través de México continúa. De hecho, está aumentando.
“El Programa Frontera Sur (PFS) ha logrado su objetivo de impedir que los migrantes suban al tren”, dice la hermana religiosa Lety Gutiérrez Valderrama, directora de Scalabrinianas: Misión para Migrantes y Refugiados, de la Ciudad de México, “pero no ha logrado su objetivo de detener la migración porque la violencia continúa en los países del Triángulo del Norte de América Central”. En general se reconoce que 400 mil centroamericanos entran a México “irregularmente” cada año, pero Francesca Fontanini, directora de Comunicaciones de ACNUR en América Latina, piensa que ese número podría duplicarse, llegar a 800 mil, este año.
Entre julio de 2014, cuando se anunció el PFS, y junio de 2015, las aprehensiones mexicanas de centroamericanos aumentaron en 71 por ciento. Al mismo tiempo, las detenciones hechas por EU en su frontera sur disminuyeron alrededor de 40 por ciento, en gran medida como resultado de los esfuerzos de México. El presidente Obama, en una conferencia de prensa conjunta con Peña Nieto en julio de este año, una vez más elogió a México por sus esfuerzos para detener la migración a través de ese país. “Si no fuera por el duro trabajo de México al tratar de asegurar su frontera sur... tendríamos un problema mucho más importante”.
Pero el verdadero problema es que la inmensa mayoría de los centroamericanos aprehendidos son deportados.
Utilizando datos de la Secretaría de Gobernación de México, Univisión, el conglomerado de medios de comunicación inglés-español con sede en Nueva York, encontró que México deportó al 90 por ciento de todos los centroamericanos detenidos en los primeros cuatro meses de 2016; 43 mil 506 de ellos de los países del Triángulo del Norte. Los defensores de migrantes no tienen duda del papel de EU en esto. “Estados Unidos pidió a México que aumentara las detenciones y las deportaciones de migrantes como una manera de evitar que llegaran a nuestra frontera, cosa que claramente hizo”, dice Maureen Meyer, asociada senior para México y Derechos de los Migrantes en la Oficina de Washington para América Latina (WOLA, por sus siglas en inglés). “México no se aseguró de que estas personas estuvieran adecuadamente protegidas y deportó a muchos de regreso a las situaciones peligrosas de las que huían en Centroamérica”.
México está ignorando el hecho de que, junto con varios países de Centro y Sudamérica, firmó la Declaración de Cartagena sobre los Refugiados de 1984. En ese documento, un refugiado se define como cualquier persona que huye de la “violencia generalizada”, situación que ciertamente se aplica a los países del Triángulo del Norte. “Hay violencia casi generalizada en los países centroamericanos”, dice Perrine Leclerc, de ACNUR. “Sabemos que es una crisis de refugiados porque la mayoría de ellos están huyendo de la violencia [y] son refugiados”.
Muchas personas que huyen de la violencia extrema de los países del Triángulo del Norte no saben que pueden pedir asilo y los agentes del INM –supuestamente entrenados con dinero estadounidense– rara vez proporcionan esa información. (El INM rechazó que se le hiciera una entrevista y tampoco aceptó varias solicitudes para enviarle preguntas por correo electrónico).
En entrevistas con 50 solicitantes de asilo en cinco refugios, ninguno dijo haber recibido información acerca de pedir asilo si eran detenidos por el INM; seis directores de refugio confirmaron esto. Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reveló que casi 70 por ciento de las personas detenidas en Siglo XXI, el mayor centro de detención de México en Tapachula, Chiapas, no tenía conocimiento de su derecho a solicitar asilo. Leclerc, de ACNUR, expresó su frustración al respecto. “Trabajamos con las autoridades de migración para asegurarnos de que cuando haya contacto […] las personas tengan acceso a la información”, dice. Su personal visita Siglo XXI tres veces a la semana. “Vamos porque sabemos que […] no tienen conocimiento de su derecho a solicitar asilo”, añade. Esta falta de información ha dado como resultado que menos del uno por ciento de los centroamericanos soliciten asilo, aunque la mayoría de ellos calificaría.
Por lo general, los agentes del INM están implicados en el abuso a refugiados y migrantes. Aunque las víctimas son a menudo reacias a denunciar tales abusos, el Centro Nacional de Derechos Humanos de México reportó mil 617 denuncias de violaciones de derechos humanos contra refugiados y migrantes entre el uno de diciembre de 2012 y el 15 de junio de 2015. De esas, mil 220 fueron contra el INM. Sólo cuatro resultaron en una recomendación formal de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Pero puede haber una manera segura de evitar el abuso y la detención si son capturados por las autoridades mexicanas: un soborno. Según el Servicio Jesuita a los Migrantes (SJM), el 37 por ciento de los centroamericanos encuestados que habían sido detenidos por la policía o el INM pagaron extorsión. “Son mil pesos para la Policía Federal”, dice Arturo González González, director de la organización. “Cien dólares para el INM”.
Leclerc dijo que en Siglo XXI las familias están separadas: mujeres y niños pequeños en un área, hombres adultos en otra y adolescentes en otra. Los solicitantes de asilo son detenidos por al menos tres meses. Durante ese tiempo, dice, la gente no tiene permiso a salir del centro y las familias sólo pueden verse “de vez en cuando pero no pueden estar juntas. Esta es una de las principales razones por las que la gente no quiere pedir asilo en el centro de detención“.
Según la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (Comar), instancia mexicana encargada de determinar la condición de refugiado de una persona, casi 40 por ciento de todas las solicitudes de asilo en 2015 fueron retiradas o abandonadas. “[Es] una espera demasiado larga”, dice Fontanini de la ACNUR. “Ellos no tienen un trabajo, no tienen un techo, la mayoría vienen sin dinero”. La gente toma medidas drásticas cuando la espera se hace demasiado larga. “Lo que hacen”, dice Leclerc, “es firmar los papeles de deportación y, una vez que están en su país de origen, intentan volver a entrar […] evitan puntos de control e intentan llegar a la Comar”.
A pesar de los peligros de regresar a sus países de origen, muchas personas toman esa decisión.
Víctor, su esposa y sus cuatro hijos, refugiados de El Salvador, pasaron cinco meses en un centro de detención. “Estábamos en la misma estación”, dice, “pero estábamos separados. Mis hijos ya no querían comer. Era la misma comida cada día. Tuve que decidir: la salud de mis hijos o quedarme en México. Así que decidí regresar a El Salvador. “Esto era extremadamente peligroso para Víctor, un ex miembro de una pandilla que está tratando de cambiar su vida. “A los miembros activos de pandillas no les gustan los ex miembros”, dice. “Ellos sacan un 187: cualquiera puede matarte”. El 187 es el código penal de California para el asesinato. Varios ex miembros de pandillas que entrevisté habían ocultado sus tatuajes de pandillas cubriéndolos con nuevos tatuajes. Víctor y otro ex pandillero trataron eliminarlos por su cuenta. Ambos tenían cicatrices que cubrían sus tatuajes; al parecer intentaron quitarlos con una pistola para soldar.
Para los solicitantes de asilo que viven en un refugio o de forma independiente, un viaje a una oficina de la Comar –o a cualquier otro lugar– puede ser riesgoso. Según Leclerc, si los agentes del INM piden a los solicitantes de asilo que se identifiquen cuando se dirigen a la oficina de la Comar o, tal vez, sentados en un parque, los agentes pueden, legalmente, llevarlos a un centro de detención y con ello esas personas caen en riesgo de ser deportadas. “[Una] persona puede no traer consigo su certificado de asilo. O a veces tiene su documento, pero los funcionarios del centro desconocen qué tipo de documento es”, dice Leclerc. “Tuvimos un caso de una persona que no dijo que era refugiada; es difícil para ellos conocer sus derechos. Ella fue detenida y no dijo ‘soy refugiada’. Y fue deportada”. El último domingo de junio, Leclerc dijo que los agentes del INM pasaban por el parque principal de Tapachula revisando los documentos de alguien de quien se sospechaba que era de Centroamérica. “Tapachula está tratando de mostrar que es una buena ciudad para los negocios”, dice, “y debido a la alta afluencia de migrantes, los parques públicos eran utilizados para dormir. Había habido algunas quejas y peticiones para limpiarla y darle a la ciudad una mejor imagen“.
Al anochecer, muchas de las casi 200 personas que se alojan en Hermanos en el Camino sacan sus delgados colchones de espuma de los dormitorios y los depositan en la pasarela de hormigón. Ixtepec se encuentra en el Istmo mexicano, donde las temperaturas de verano superan los 40 grados centígrados con alta humedad. La noche trae algo de alivio, pero los dormitorios tienen poca ventilación, por lo que mucha gente prefiere dormir afuera. Las parejas, que se alojan en diferentes edificios, se reúnen y se acurrucan en los colchones. Los niños patean una pelota de fútbol hasta que es demasiado oscuro para ver. Por la mañana, la gente guarda sus colchones, se lavan en un baño común y comienzan su día. Unos cuantos hombres comienzan a cortar madera para la cocina. Un par de mujeres barren los pasillos. El resto aguarda para el desayuno. La mayoría de las personas que permanecen en este refugio –y en otros refugios en todo México– están esperando un visado humanitario o que se les concede asilo. Una visa humanitaria se da cuando una persona ha sido víctima de un crimen y está dispuesta a presentar un informe. Una vez concedida, permite a la persona viajar por México durante un año. Prácticamente todos en el refugio estaban pidiendo esta visa.
Durante el tiempo en que las solicitudes son procesadas –y ambas toman de tres a cuatro meses–los viajes son restringidos y la persona no puede trabajar. Vive en refugios que ofrecen, en el mejor de los casos, alojamiento rudimentario. “No hay privacidad”, dice Orlin, un refugiado hondureño de 32 años que permanece en Hermanos en el Camino y que está esperando una visa, “tenemos que dormir en el piso […] no tienen cobertores para que pueda uno cubrirse cuando hace frío. Tienes que acostumbrarte. No me siento feliz, pero así son las cosas. Sólo necesito un mes más […] y [luego] a despegar. “Como no puedes viajar”, es como si estuvieras encerrado“, dice Óscar, el refugiado guatemalteco. “Algunos días estoy estresado y quisiera volver a casa”, agrega. Sin embargo, comenta que el personal del refugio “nos trata bien”.
Cuando visité Hermanos en el Camino en 2012, la gente todavía estaba montando en La Bestia. Se detenía en ese refugio, y en otros en todo México, por un corto tiempo, quizás sólo para tomar una comida o para descansar un día o dos cuando mucho antes de continuar su viaje al Norte. Ahora, los refugios diseñados para alojar a la gente por unos días son a menudo la vivienda de la gente durante meses (algunos refugios todavía restringen la duración de la estancia a algunos días y luego la gente tiene que encontrar otros alojamientos). En 2012, el grueso de los viajeros eran hombres solteros y la mayoría se dirigían a Estados Unidos para encontrar trabajo. La población es diferente ahora. “Hay una mayor presencia de mujeres y niños”, dice la hermana Lety; Otros directores de refugios y el ACNUR informaron también de un gran aumento en el número de familias. La mayoría de la gente está saliendo de los países del Triángulo del Norte debido a la violencia extrema. “En la mayoría de las familias que vemos, uno de sus miembros ha sido asesinado”, agregó Leclerc. También ha habido un gran aumento en el número de miembros de la comunidad de lesbianas, gays, bisexuales y personas transgénero (LGBTI) que huyen de los países del Triángulo del Norte.
Los refugios están al tope y cada día llega más gente. Los refugios más grandes como Hermanos en el Camino, aunque generalmente llenos, encuentran una manera de absorber más gente. “Nunca cerraremos”, dice el director del refugio, Donis Rodríguez. “Podemos tener gente durmiendo afuera y siempre podemos darles comida”. Esto no siempre es posible en refugios más pequeños. En un par de ocasiones, cuando estuve en Menores en el Camino, no se sirvió una comida; o nadie la preparó o tal vez no había insumos para prepararla. Pero a los residentes no les importó. “Prefiero tener hambre aquí –dijo Marcos, un ex miembro de la Mara Salvatrucha– que allá, donde me matarán”.
Juan Alberto tiene una mirada cansada pero determinada en sus ojos. Vive en un apartamento de dos dormitorios con su esposa, dos hijos y dos nietos. Huyeron de Honduras después de que la Mara Salvatrucha le matara a otro hijo y a un nieto. Su apartamento está en las afueras de Tapachula, donde los caminos están llenos de tierra. Un puente corto se extiende hacia un cuerpo de agua estancada a poca distancia de donde viven. El apartamento tiene una gran sala vacía al frente. A la derecha hay dos habitaciones pequeñas con colchones viejos o bolsas de dormir en el piso. La cocina está en la parte trasera; allí hay una pequeña mesa de plástico, otra más de madera y unas cuantas sillas de plástico como único mobiliario. Una placa eléctrica de dos quemadores eléctricos es todo lo que tienen para cocinar. No recuerdo haber visto ninguna lámpara. “La ACNUR está ayudando con el alquiler y un poco de comida”, dice Juan Alberto. “No a todos, pero sí a algunos. Si no tuviéramos su ayuda, no sé dónde estaríamos“. Para complementar sus ingresos, un hijo trabaja como albañil, aunque no legalmente, se supone, y gana 170 pesos al día con una jornada de diez horas.
La vida en un país extraño es difícil. “Me siento triste porque no tengo nada aquí. Hay muchas diferencias: diferentes costumbres, diferentes alimentos. Pides algo por el nombre que usamos en mi país y no te entienden”. Cuando se le pregunta si extraña su casa, dice: “¡Oh, mucho! Si no hubiera Mara, estaríamos allí”. Me muestra algunas fotos de la familia en su teléfono móvil, incluyendo las del hijo que fue asesinado. Cuando le pregunté qué pasaría si la familia regresara a Honduras, lentamente pasó su dedo por su cuello. Él y Chara, su nieta de ocho años, caminan conmigo a donde puedo tomar un taxi de regreso a la ciudad. Tengo que insistir en que me dejen comprar algo para beber. Chara elige una botella grande de Sprite. Juan Alberto se la entrega y la envía a casa. “Vamos a beber eso esta noche”, dice.
A pesar de políticas como el Programa Frontera Sur, el aumento de las deportaciones de México y la presión y el dinero de Estados Unidos, el número de centroamericanos que ingresan a México continúa aumentando y, como dijo el Fontanini del ACNUR, podría llegar a 800 mil este año. El ACNUR cree que México ya no es sólo un país de tránsito, sino un país de destino, pero no está claro que la gente esté eligiendo a México como un lugar para vivir.
Aunque es difícil determinar exactamente cuántas camas de refugio hay en México, está claro que en este momento no son suficientes. El ACNUR está financiando más y construyendo unidades familiares tan rápido como le es posible, pero están agregando, en el mejor de los casos, unos pocos cientos de espacios, mientras que el número de personas que califican para el asilo podría sumar decenas de miles si lo vemos en términos realistas. Cuando no hay espacio en los albergues, “la gente alquila habitaciones pequeñas o vive en parques y puentes”, dice González González. Alquilar una habitación, sin embargo, puede resultar imposible si una persona no puede trabajar, señala.
Si se considera a México como un país de destino, generalmente no es por elección. México y otros países de América Latina son elegidos porque no hay opción. “Vemos un cambio radical”, dice Leclerc, “porque la mayoría de los que se quedan ahora [piensan] “no me importa“. No todos los defensores están de acuerdo en que México es un país de destino y muchas personas que entrevisté dijeron que todavía querían cruzar a Estados Unidos. Y, señala la hermana Lety: México tiene sus propios problemas migratorios. “Al ACNUR [y a otros] se les olvida el hecho de que los mexicanos también están tratando de alejarse de la violencia”, dice. “Están diciendo que México es un país de destino, pero no hablan acerca de los mexicanos que también están huyendo. Fontanini, la directora de Comunicaciones del ACNUR, señala que, además de México, otros países latinoamericanos, como Nicaragua, Panamá y Costa Rica están recibiendo cada vez más solicitudes de asilo. Pero, como dice Maureen Meyer, de WOLA, “no vas a Nicaragua a buscar un trabajo mejor pagado”. La gente va a México porque es al menos marginalmente más seguro que sus países de origen.
Cada calle principal de cada gran ciudad mexicana está llena de gente –muchas de ellas que han sido desplazadas dentro del propio país –; venden todo lo que pueden para ganar algo de dinero. Pasé varios días hablando con vendedores ambulantes-y trabajadores que se contratan por jornada en la Ciudad de México.
Marta estaba parada en una esquina de la avenida Insurgentes, tenía una pequeña cesta con productos horneados a sus pies. “Gano unos 100 o 150 pesos al día”, dice y agrega que su esposo gana aproximadamente lo mismo en otro lugar. “Necesitamos unos 300 pesos al día para vivir”. Les consulto cómo sobreviven y ella responde: “Vivimos de forma modesta, alimentos básicos y nada más”. La historia es la misma en otros ambulantes. Albañiles en el barrio San Ángel de la Ciudad de México ganan unos 300 pesos al día trabajando en la construcción. Todos los trabajadores dijeron que no había empleo mejor remunerado para ellos en México.
Parece poco realista pensar que los refugiados podrían encontrar trabajo con mejores salarios, cuando los mexicanos están luchando por eso mismo. “La gente puede vivir [con salarios tan bajos]”, dice Ramón Verdugo, director de refugios en Tapachula, “pero vivirá como muchos mexicanos: en una cultura de pobreza”. Un rayo de esperanza es Arcoiris, en Tapachula, que ofrece capacitación laboral a solicitantes de asilo, garantizando la certificación en refrigeración, horneado y confección de ropa, entre otras cosas. Cada clase tiene alrededor de 50 estudiantes.
Estos programas son positivos, pero hay varias preocupaciones. Los nuevos programas requieren que las personas sean entrevistadas “en el país” y es difícil imaginar a alguien amenazado por la Mara Salvatrucha en espera de ver si califica para el asilo en otro país. Costa Rica, por medio del PTA, se ha comprometido a “acoger a 200 personas a la vez por un período de seis meses”, y eso es un número insignificante. Por último, sólo las personas pre-seleccionadas en sus países de origen serán elegibles. Si no ingresan a Costa Rica por medio del PTA, no podrán obtener el asilo temporal.
vía:http://www.jornada.unam.mx/2016/11/19/cam-abandonados.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario