Por Horacio Verbitsky
El 15
de abril de 2005, los cardenales llegaban desde todo el mundo a Roma,
convocados para elegir al sucesor de Juan Pablo II como obispo de Roma.
En el canal América, los periodistas Rolando Graña, Román Lejtman y
Facundo Pastor citaron para su programa, Informe central, a la Madre de
Plaza de Mayo Marta Ocampo de Vázquez, al Premio Nobel de la Paz de
1980, Adolfo Pérez Esquivel, y a mí. Las imágenes son acompañadas por la
leyenda “El Papable. El oscuro pasado de Jorge Bergoglio”. Aparecen los
documentos de mi investigación, con la firma y el sello de Bergoglio,
mientras yo explico lo mismo que vengo repitiendo desde entonces. Pérez
Esquivel recuerda que muchos obispos tenían un doble discurso, que
cuando estaba detenido los obispos le decían a su esposa que
intercederían por él “y después hacían todo lo contrario”. La pregunta
concreta es sobre el desempeño del cardenal argentino. Sin dudar, Pérez
Esquivel responde que “la actitud de Bergoglio se inscribe dentro de
todas estas políticas de pensar que todos aquellos que trabajaban
socialmente con los sectores más pobres, más necesitados, eran
comunistas, subversivos, terroristas”. Marta Vázquez niega que Bergoglio
haya hecho algo por la libertad de los sacerdotes Orlando Yorio y Franz
Jalics. “El quería que desaparecieran totalmente.” Los periodistas
piden opiniones sobre la posible elección del ex jefe jesuita. Pérez
Esquivel responde con seguridad: “Un papa tiene que tener definiciones
muy claras, muy concretas. Bergoglio es un hombre inteligente, es un
hombre capaz, pero es una persona ambigua. Espero que el Espíritu Santo
ese día esté despierto, y no se equivoque”.
El 18 de abril, los 115 cardenales se encierran en la Capilla
Sixtina. Los temores de Pérez Esquivel están cerca de concretarse. Según
su autobiografía, El Jesuita, Bergoglio fue el principal competidor de
Joseph Ratzinger, quien resultó electo cuando el argentino decidió “dar
un paso al costado” y pedir a todos que votaran por el alemán. Pérez
Esquivel puede respirar tranquilo. El Espíritu Santo se mantuvo
despierto, y el cardenal ambiguo que consideraba comunistas,
subversivos, terroristas a quienes hacían trabajo social, vuelve a
Buenos Aires como Arzobispo y presidente de la Conferencia Episcopal,
mientras Ratzinger comienza su pontificado como Benedicto XVI.Ocho años no es nada
En 2010, la revista alemana Der Spiegel proclama “el papado fallido” de Benedicto XVI y anticipa su posible alejamiento y retiro a un monasterio, para hacer penitencia por su fracaso. Al mismo tiempo, en Buenos Aires, Bergoglio publica su libro de autoalabanzas, en respuesta a las acusaciones que yo documenté y que Pérez Esquivel le formuló en aquel programa. El 11 de febrero de este año, el anticipo se concreta. Ratzinger anuncia en latín desde San Pedro que carece de vigor tanto del cuerpo como del espíritu para ejercer su ministerio y que lo abandonará a partir del 28. El 12 de marzo los cardenales se encierran bajo los frescos bíblicos de Miguel Angel y al día siguiente la chimenea arroja el esperado humo blanco. Bergoglio se asoma a la ventana histórica y anuncia en un italiano campechano que ha elegido el nombre de Francisco, porque un cardenal amigo le pidió que no se olvidara de los pobres. Ahora que el Espíritu Santo se distrajo como él temía, ¿qué dirá Pérez Esquivel? Su primera declaración afirma que otros obispos colaboraron con la dictadura, pero no Bergoglio, que a lo sumo no fue demasiado enérgico en la defensa de los derechos humanos. El Papa lo invita a visitarlo. Alguien muy parecido a Pérez Esquivel se reúne con Francisco en el Vaticano, el jueves 21. Hablan de la pobreza y de los derechos humanos, que no se agotan en los juicios por los crímenes dictatoriales, y se despiden con un porteño abrazo. Al salir, con la cúpula de San Pedro a sus espaldas, el visitante recibe a los periodistas. Está radiante de satisfacción. “Quizá Bergoglio no acompañó en la lucha, pero sí hizo una diplomacia silenciosa. Creo que Verbitsky comete muchos errores con acusaciones de ese tipo”, dice. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es posible que un impostor se haya hecho pasar por el Premio Nobel de la Paz y haya engañado a la seguridad vaticana, al Papa y a los periodistas y que imite tan bien la voz característica del fundador del Serpaj? Mientras se esclarece si era él o no, son útiles algunas precisiones. Los cargos los formularon las víctimas de los secuestros de mayo de 1976. Yo me limité a reproducir lo que los tres escribieron (Yorio en una carta dirigida en 1977 al superior general de la Compañía de Jesús a través de su asistente; Mignone en su libro Iglesia y dictadura, de 1986, y Jalics en su obra de 1994, Ejercicios de Contemplación. Introducción a la forma de vida contemplativa y a la invocación a Jesús). También publiqué la versión autoindulgente de Bergoglio y entrevisté a Yorio, a Jalics y a la viuda de Mignone, Angélica Sosa, de modo que mi presunto error no estaría en los hechos, sino en haberlos publicado. Entramos en el terreno del delito de opinión. Distinto es el caso de Alicia Oliveira, que siempre ha dicho lo mismo de su amigo, padrino de bautismo de uno de sus hijos, porque vio a Bergoglio ayudando a sacerdotes en riesgo, está convencida de que en todos los casos actuó del mismo modo y considera infame cualquier demostración en contrario. Para estar a tono con el momento, perdono todo lo que ha dicho, pero no puedo tomarlo como un aporte al debate. Ella ya sostuvo la misma polémica con Mignone y cuando escribí sobre el tema consigné con todo detalle la posición de cada uno, con el respeto que ambos me merecen, igual que Pérez Esquivel. Para salir de dudas, se incluye aquí el link a la entrevista de 2005 en la que Pérez Esquivel reza para que no sea electo ese hombre ambiguo que denuncia el trabajo social como subversivo y terrorista (http://youtu.be/Qu2iET8fc5s). No hay mucho más que decir.Tras un manto de neblina
De tanto en tanto, la sociedad argentina es atacada por raptos de euforia en los que un tema central reclama la unanimidad de las voluntades y la exclusión de los disidentes, como si su mera existencia ofendiera la exaltada sensibilidad colectiva. Ese poder hipnótico parece capaz de abolir diferencias, historias personales e intereses sociales. El que no salta es un inglés, o un holandés, o un cuerpo extraño a la Nación y enemigo del pueblo.Los hijos de dos queridos compañeros pasaron en mi casa la tarde del invierno de 1978 en que terminó el campeonato mundial de fútbol. Una oleada humana con banderas bloqueaba las calles y en gran parte de la ciudad no circulaba el transporte. El nene, de cuatro años, caminaba aferrado a mi mano. Desde abajo miraba con recelo ese espectáculo desconocido. La nena, de un año y medio, pidió una banderita, con la que montada sobre mis hombros se sumó a la algarabía. Cuando llegamos caminando a la casa donde vivían, estaba el televisor prendido y la abuela repetía pasos de comparsa con una vincha y una bandera.
–Ahora que llegaron voy a salir yo a festejar, para que en Europa vean que aquí no corren ríos de sangre –dijo.
Sólo atiné a responder:
–¿No corren?
El hechizo se disipó y reaparecieron los contornos de la realidad brutal: el altar en la ventana, consagrado al padre de los chicos, asesinado nueve meses antes por el Ejército, velas encendidas y la carta de la madre, con el cuento infantil que le permitieron dibujar en el campo de concentración del que jamás regresó.
El obispo José Miguel Medina defendió los miles de millones de dólares que costó organizar el torneo, por “haber reflotado la argentinidad”. Sobre todo le entusiasmaba el uso de los colores de la bandera, que hizo “brillar por su ausencia los símbolos extraños de cierto rojo y de ciertas estrellas”.(1) Los católicos liberales de la revista Criterio (que dirigía el sacerdote Rafael Braun Cantilo, amigo de la familia Zorreguieta y confesor de la princesa Máxima, y en cuyo consejo asesor participaban el crítico de arte de Clarín, Fermín Fèvre, y el ahora columnista de La Nación Natalio Botana) objetaron que las denuncias sobre los campos clandestinos de concentración eran parte “de una batalla sobre la opinión pública”. (2) Interpretaron los festejos como “una opinión colectiva respecto de la forma en que era tratada, y maltratada, la patria en el extranjero. Una suerte de razón pública expresó su hartazgo por la crítica grosera, interesada o de mala fe”.(3) El ex decano de la Facultad de Teología de Buenos Aires y luego obispo Carmelo Giaquinta reflexionó en forma implacable sobre su conducta de aquel día, cuando festejó en la calle con sus alumnos al grito de El que no salta es un holandés. “¿Posible? Yo, que en mi vida fui sólo dos veces a la cancha, que apenas entiendo una pizca de fútbol, gritando como un estúpido, haciéndome cómplice del silencio que con ese triunfo se tendía sobre todos los crímenes de lesa humanidad. Merecería un tribunal como el de Nüremberg. [...] La misma Comisión episcopal de Migraciones y Turismo, ¿cómo no fue más crítica de la situación y sacó, en cambio, una declaración de apoyo al Mundial? [...] No tuvo que haber olvidado jamás que el escenario del Mundial era esta Argentina que tenía la obligación de estar de luto”. (4)
No sólo en las calles se gozó la fiesta de todos. El 29 de junio, el nuncio apostólico Pio Laghi reunió al Episcopado con la Junta Militar, algunos generales de la represión y dirigentes políticos. –Es la resurrección de la clase media –comentó el cardenal Raúl Primatesta.
–Es que antes la calle era de otros –completó Videla. (5) Varias veces, Laghi usó esos contactos para interceder por algunos casos especiales, como el licenciado en Letras Carlos Grosso, profesor en la Universidad jesuita de El Salvador. Grosso fue secuestrado durante el campeonato mundial y su empleador, Franco Macrì, intercedió por él ante el nuncio. Luego de una consulta, Laghi respondió que Grosso sería liberado en cuanto se borraran las huellas de las torturas que había padecido. Así fue. (6)
Aquella locura colectiva se repitió en 1982 con el desembarco en las islas Malvinas, apenas dos días después del salvaje castigo a una manifestación por pan, paz y trabajo. Hasta los perseguidos por la dictadura festejaron y ofrecieron su colaboración para la empresa patriótica, sin importar que el Comandante-Presidente fuera el ex jefe del campo de concentración rosarino de la Quinta de Funes y que los oficiales jefes que condujeron a las tropas hubieran participado en la represión clandestina, entre ellos Alfredo Ignacio Astiz y Mohamed Alí Seineldín, sobre quienes los apologistas inventaron historias conmovedoras, como la resistencia clandestina de los inexistentes Lagartos o los rezos que detuvieron la tempestad y llevaron a bautizar el operativo bélico como Virgen del Rosario. Mientras aquí se celebraba un ficticio reencuentro de pueblo y Fuerzas Armadas, desde su exilio europeo Raimundo Ongaro hacía llegar advertencias sobre lo que estaba por ocurrir, que nadie tenía interés en escuchar. Quienes sentían en forma más aguda ese extravío eran los soldados que fueron expedidos a las Malvinas sin vestimenta ni equipamiento adecuados, cuando escuchaban por la radio las versiones triunfalistas sobre lo que estaban padeciendo e incluso el entusiasmo que se extendía a los partidos del nuevo campeonato mundial, que se jugó en los días de la batalla. Pero llegó la resaca, como llegará ahora, y lo que quedó de aquellas jornadas fue la foto de una solitaria Madre de Plaza de Mayo en medio de la muchedumbre con un cartel que decía: “Las Malvinas son argentinas. Los desaparecidos también”.
(1) AICA, Boletín 1128, 3 de agosto de 1978, p. 10.
(2) “Vivir el Mundial”, Criterio, N 1789, 8 de junio de 1978.
(3) “Un triunfo para la paz”, Criterio, N 1791, 13 de julio de 1978.
(4) Carmelo Giaquinta, “Un obispo se confiesa”, revista Umbrales, editada por los padres dahonianos, Nº 62, mayo de 1996.
(5) “La calle era de otros”, Extra, Nº 157, julio de 1978.
(6) Luis Majul, Los dueños de la Argentina, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, p. 139.
Vía:
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-216484-2013-03-24.html
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