(APe).- “Cada vez que lo veía, era como que mirara al diablo. Le tenía
terror”, relató el hombre. “Sí, yo la vi pasar. Y me pregunté cómo es
que andaría solita caminando por allí”, dijo la vecina con rostro de
preocupación. “Me acuerdo que la vi cuando un hombre la obligaba a
caminar más allá de las vías y después, ella terminó yéndose con él”,
contó la testigo. Todos vieron. Todos escucharon. Todos intuyeron. Todos
prefirieron callar. Las desapariciones y crímenes de niños y niñas
interpelan de lleno la columna vertebral de una sociedad en la que cada
víctima parece asemejarse a un sacrificio pactado en silencio. En el que
la cada vez más extendida repetición es el pasaporte ineludible al
horror y al gesto de indignación que casi inmediatamente será superado
por otra historia más o menos similar.
Hubo un tiempo en el que los niños eran el vehículo privilegiado de la condición humana. La semilla de trigo amorosamente custodiada para que nada –al menos, nada malo- le ocurriese. Fue un tiempo en el que la infancia era –sin escala alguna- el entero imaginario en el país del pan y del azúcar. Pero luego llegó una nueva era en que el pan y el azúcar compartido dejaron de ser el vínculo indispensable para la historia, que fue ganada y pisoteada por derroteros de poder y desconfianza. Mirar hacia adentro como único boleto de ida hacia el mañana. Y los niños dejaron de ser los hijos de todos. Se impusieron las fronteras tajantes de la pertenencia.
“De esa familia socializadora de niños y niñas desde la más tierna infancia y vehiculizadora de una comunidad integrada, surgen las estructuras comunitarias en general”, escribió Elías Neuman en “Victimología. El rol de la víctima en los delitos convencionales y no convencionales”.
Mucho más atrás en el tiempo, cuando el siglo XIX fatigaba sus últimos pasos, José Martí escribía que “los padres buenos, creen que todos los niños son sus hijos, y andan como el río Nilo, cargados de hijos que no se ven, y son los niños del mundo, los niños que no tienen padre, los niños que no tienen quien les dé velocípedos, ni caballo, ni cariño, ni un beso”.
¿Cuándo la sociedad dejó de concebir como propios a los hijos que deambulan por las calles, golpean su puerta, le dirigen una sonrisa o simplemente pasan caminando por su vereda? ¿En qué momento exacto la humanidad produjo una separación de plano y, tajante, dividió la historia en “propios” y “ajenos”?
En los latidos de la infancia, escribía el poeta chileno mapuche Elicura Chihuailaf, “raíces de árboles son nuestros pies/ Alas de ave de paso tiene nuestro corazón”.
Uno tras otro van cobijándose como perlas de sacrificio los nombres de niños que quedaron para siempre anclados ahí, en ese preciso y doloroso lugar que no se quiere asumir.
Candela con sus 11 años que se hermanó velozmente con Marela o Tomás, de apenas 9. Candela, en Hurlingham, iba a encontrarse con sus compañeritas de la escuela aquel día. Marela, en Avellaneda, iba a comprar el regalo del día de la madre. Tomás, en cambio, salía de la escuela como todos los días en Lincoln.
Mara tenía 16 y en aquel 2008 había salido de su casa, en Santa Teresita para ir a un locutorio. Florencia tenía apenas 12 y desde hacía dos meses estaba institucionalizada por las violencias que atravesaban su vida cuando fue a un cumpleaños. En la misma Tres Arroyos en la que dieciseis años antes habían destruido a Nair, con sus nueve años.
Yenifer tenía apenas siete cuando fue a hacer un mandado aquella tardecita oscura en Olavarría. Tendría 17 años hoy, dos más de los que tenía Natalia, en Miramar, en aquel verano de 2001 y horror.
Estela Soledad, en Tres Isletas, Chaco, tenía nada más que cinco. Y Keila Geraldine, en Santa Fe, tan sólo tres.
La mayor parte de sus muertes eran evitables. Y no son otra cosa que el precio que la misma humanidad está dispuesta a pagar como la contracara pesada y destructiva de esta nueva modernidad. Sacrificios paganos en la adoración de un hombre en el que se endiosa la individualidad y la desmemoria. El avance imparable de estos tiempos de moderna celeridad en la que –si así se exige- se destruirá la misma idea de hombre, de mujer, de niño porque todo vale, nada importa, todo es banalizable. “Muchachos, llévense todo pero no maten, muchachos...”, se atrevió a pronunciar el periodista de TN como si se refiriese a romper un vidrio, cortar una rama o destruir un banco de plaza y no al crimen de Gastón, de 12, en Miramar.
La sociedad como institución social es herida de muerte ante el horror de destruir la infancia. Un leve gesto de espanto, una frase de consternación en una red social, un lamento abatido no bastan porque todo ocurre y porque una y otra vez como una cantinela amarga que desnuda a fondo un sistema de lazos opresivos siguen ocurriendo. Como ocurrió Auschwitz en donde –decía Primo Levi- el crimen es pasible de ser vivido como acto cotidiano sin experimentar ninguna sensación particular. Y, en definitiva, porque –escribió el húngaro Imre Kertész- Auschwitz no fue disuelto por ser Auschwitz, sino porque la evolución de la guerra dio un vuelco; y desde Auschwitz no ha ocurrido nada que podamos vivir como una refutación de Auschwitz”. En realidad, la historia reciente no ha sido más que una ratificación de Auschwitz.
Alguien vio. Alguien escuchó. Alguien intuyó. Alguien permitió. Alguien consintió. Alguien calló. Y, por encima de todo, si alguien que vio, escuchó, intuyó no calló, no hubo tampoco institución social dispuesta a actuar a tiempo.
También en “Victimología”, Elías Neuman relata que “cuando el niño cuenta a alguien, por primera y aún por segunda vez, lo que le ocurre, así se trate del juez o del asesor de menores, lo que en realidad manifiesta es que necesita contención, que lo apoyen, que lo protejan. Pero la ley dice que es incapaz. Y, en múltiples casos, valdrán más los llantos indescifrables del padre golpeador. Entonces el juez decide que el chico vuelva al hogar bajo la formal promesa del padre y de la madre. Y, a poco de andar, vuelve la crudeza de los golpes y el maltrato. El niño, entonces, no cree en nada, en nadie”.
Cuántos cajones vacíos habrán ocupado las denuncias que Karina Mairani volcó ante cuanta institución quisiera escucharla antes de que su pareja la asesinara a ella y a su niño pequeño.
La sociedad está herida de muerte. Porque no hay modo de construir una nueva humanidad bajo la premisa perversa de destruir el propio germen de vida.
Hubo un tiempo en el que los niños eran el vehículo privilegiado de la condición humana. La semilla de trigo amorosamente custodiada para que nada –al menos, nada malo- le ocurriese. Fue un tiempo en el que la infancia era –sin escala alguna- el entero imaginario en el país del pan y del azúcar. Pero luego llegó una nueva era en que el pan y el azúcar compartido dejaron de ser el vínculo indispensable para la historia, que fue ganada y pisoteada por derroteros de poder y desconfianza. Mirar hacia adentro como único boleto de ida hacia el mañana. Y los niños dejaron de ser los hijos de todos. Se impusieron las fronteras tajantes de la pertenencia.
“De esa familia socializadora de niños y niñas desde la más tierna infancia y vehiculizadora de una comunidad integrada, surgen las estructuras comunitarias en general”, escribió Elías Neuman en “Victimología. El rol de la víctima en los delitos convencionales y no convencionales”.
Mucho más atrás en el tiempo, cuando el siglo XIX fatigaba sus últimos pasos, José Martí escribía que “los padres buenos, creen que todos los niños son sus hijos, y andan como el río Nilo, cargados de hijos que no se ven, y son los niños del mundo, los niños que no tienen padre, los niños que no tienen quien les dé velocípedos, ni caballo, ni cariño, ni un beso”.
¿Cuándo la sociedad dejó de concebir como propios a los hijos que deambulan por las calles, golpean su puerta, le dirigen una sonrisa o simplemente pasan caminando por su vereda? ¿En qué momento exacto la humanidad produjo una separación de plano y, tajante, dividió la historia en “propios” y “ajenos”?
En los latidos de la infancia, escribía el poeta chileno mapuche Elicura Chihuailaf, “raíces de árboles son nuestros pies/ Alas de ave de paso tiene nuestro corazón”.
Uno tras otro van cobijándose como perlas de sacrificio los nombres de niños que quedaron para siempre anclados ahí, en ese preciso y doloroso lugar que no se quiere asumir.
Candela con sus 11 años que se hermanó velozmente con Marela o Tomás, de apenas 9. Candela, en Hurlingham, iba a encontrarse con sus compañeritas de la escuela aquel día. Marela, en Avellaneda, iba a comprar el regalo del día de la madre. Tomás, en cambio, salía de la escuela como todos los días en Lincoln.
Mara tenía 16 y en aquel 2008 había salido de su casa, en Santa Teresita para ir a un locutorio. Florencia tenía apenas 12 y desde hacía dos meses estaba institucionalizada por las violencias que atravesaban su vida cuando fue a un cumpleaños. En la misma Tres Arroyos en la que dieciseis años antes habían destruido a Nair, con sus nueve años.
Yenifer tenía apenas siete cuando fue a hacer un mandado aquella tardecita oscura en Olavarría. Tendría 17 años hoy, dos más de los que tenía Natalia, en Miramar, en aquel verano de 2001 y horror.
Estela Soledad, en Tres Isletas, Chaco, tenía nada más que cinco. Y Keila Geraldine, en Santa Fe, tan sólo tres.
La mayor parte de sus muertes eran evitables. Y no son otra cosa que el precio que la misma humanidad está dispuesta a pagar como la contracara pesada y destructiva de esta nueva modernidad. Sacrificios paganos en la adoración de un hombre en el que se endiosa la individualidad y la desmemoria. El avance imparable de estos tiempos de moderna celeridad en la que –si así se exige- se destruirá la misma idea de hombre, de mujer, de niño porque todo vale, nada importa, todo es banalizable. “Muchachos, llévense todo pero no maten, muchachos...”, se atrevió a pronunciar el periodista de TN como si se refiriese a romper un vidrio, cortar una rama o destruir un banco de plaza y no al crimen de Gastón, de 12, en Miramar.
La sociedad como institución social es herida de muerte ante el horror de destruir la infancia. Un leve gesto de espanto, una frase de consternación en una red social, un lamento abatido no bastan porque todo ocurre y porque una y otra vez como una cantinela amarga que desnuda a fondo un sistema de lazos opresivos siguen ocurriendo. Como ocurrió Auschwitz en donde –decía Primo Levi- el crimen es pasible de ser vivido como acto cotidiano sin experimentar ninguna sensación particular. Y, en definitiva, porque –escribió el húngaro Imre Kertész- Auschwitz no fue disuelto por ser Auschwitz, sino porque la evolución de la guerra dio un vuelco; y desde Auschwitz no ha ocurrido nada que podamos vivir como una refutación de Auschwitz”. En realidad, la historia reciente no ha sido más que una ratificación de Auschwitz.
Alguien vio. Alguien escuchó. Alguien intuyó. Alguien permitió. Alguien consintió. Alguien calló. Y, por encima de todo, si alguien que vio, escuchó, intuyó no calló, no hubo tampoco institución social dispuesta a actuar a tiempo.
También en “Victimología”, Elías Neuman relata que “cuando el niño cuenta a alguien, por primera y aún por segunda vez, lo que le ocurre, así se trate del juez o del asesor de menores, lo que en realidad manifiesta es que necesita contención, que lo apoyen, que lo protejan. Pero la ley dice que es incapaz. Y, en múltiples casos, valdrán más los llantos indescifrables del padre golpeador. Entonces el juez decide que el chico vuelva al hogar bajo la formal promesa del padre y de la madre. Y, a poco de andar, vuelve la crudeza de los golpes y el maltrato. El niño, entonces, no cree en nada, en nadie”.
Cuántos cajones vacíos habrán ocupado las denuncias que Karina Mairani volcó ante cuanta institución quisiera escucharla antes de que su pareja la asesinara a ella y a su niño pequeño.
La sociedad está herida de muerte. Porque no hay modo de construir una nueva humanidad bajo la premisa perversa de destruir el propio germen de vida.
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