(APe).- Intentaba malabáricamente arrojar las tres ajadas pelotitas al
aire. Apenas sus ojos café alcanzaban a asomar de la trompa del auto. El
semáforo le daría pocos segundos. Dos pases, nomás. Dos pases y una de
las tres pelotitas asoma triunfal para luego caer estrepitosamente en el
asfalto cansado. La soledad de la noche lo ubicaba protagónico sobre la
9 de julio con el estandarte de su arte torpe entre los dedos. Las once
de la noche, las doce ¿qué importa? El país no pensó en él ni lo hará.
Sus ojos café están acostumbrados a la mirada tierna de dejo lastimoso y
lo estarán todavía por un manojo de años. ¿Hasta los 10, quizás? Tal
vez no tanto. Después sólo despertará miedos.
Seis o siete cuadras más adelante con el corazón al sur, con una estética divorciada de su lugar en la historia, Evita asoma desde el eco de su alarido, retratando aquel 22 de agosto de renunciamiento histórico mientras sus descamisados le gritan y lloran que no, que será ella o no será nada en la historia tumultuosa. El perfil pétreo de la mujer de cabello recogido se aleja con pasos de gigante de su pasión. Se distancia kilométrica de aquellas, sus palabras, diciendo que “yo quiero seguir siendo pájaro suelto en el bosque inmenso. Me gusta la libertad como le gusta al pueblo, y en eso como en ninguna otra cosa me reconozco pueblo” y, aún más: “Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle”.
En ese preciso segundo en que la luz mudó de verde a rojo el niño de malabares -20 años más tarde- aflora desde la frazada sobre el separador de la misma 9 de Julio a metros de Belgrano. Nadie podrá saber jamás si tiene 16, 24 ó 50. Sólo extiende la mano de huesos largos hacia la nada. Hey, taxista. Hey...vos. ¿Qué hora es? ¿Son las 10? ¿Las 12? ¿Qué hora es?, se le escucha. Ya la lástima de los ojos ajenos se entremezcla en cóctel fatal con el desprecio y el miedo.
La historia entera del país le atravesó los días. Su flaca radiografía espeja el odio y los abandonos. El taxista que le dio la hora arranca y él se cubre porque su frío –que ya es ancestral y pura historia- cala hondo más allá de lo que marquen los termómetros de los incluidos. El mira desde afuera y la frazada raída lo hunde en el túnel de un amparo que sabe volátil y tenue.
El está allí desde siempre. Atisbó desde pocos centenares de metros de distancia los gases lacrimógenos de la Federal sobre los jujeños que claman por la tierra rapiñada por el Ingenio y sólo encoge los hombros cada tanto. Ya es una película de vieja filmografía tiznada de color. Antes aún vio cómo los Qom eran subidos a los colectivos con sus petates ancestrales y un mal día de mayos nacientes los devolvía a su Primavera, allá en Formosa.
La crónica urbana lo atravesó en oleadas. Lo dejó desnudo y a la intemperie. Y sigue ahí. Nadie recuerda en qué preciso momento de la historia se sentó con su frazada en el medio de todos los infiernos de asfalto y locura. Como fantasma aterrado que sólo levanta los ojos cada tanto para ver pasar la vida. Banderas y estandartes que evocan santitos que devolverán las dignidades. Ejércitos de soterrados que se dicen como él pero él sabe que ya traspasó toda frontera. A veces le conceden una mirada baldía de quien está apenas pasitos más allá del borde de los días. Otras intentan abrazarlo y su cuerpo ya no resiste calideces. Hace demasiado tiempo ya que perdió los latidos que devienen del techito, el pan dulce o la sábana aferrada a un colchón.
Bajo ese nudo de puentes que destinan rutas al profundo sur o a los conurbanos de densidades húmedas la 9 de Julio ya se apaga y unos cuantos cajones edifican habitaciones virtuales. Sobre la margen derecha, las sombras –ya entrada la noche- se mueven a ritmos extraños. Son tan ajenos a la fastuosidad del frenesí que emiten las pantallas a pocos metros de distancia mientras se baila falsamente por un sueño. Sobre la margen izquierda, un par de columnas son las murallas de una piecita endeble. Un autito sin ruedas y un par de muñecas tiradas por ahí anuncian niñez. Una planta que crece sobre un latón es la señal más contundente de que la esperanza avizora, pese a todo.
El sur avanza. La autopista arremete de lleno. Un hombre está apoyado contra un guardarrail con una botella de vino entre los dedos. Un vientito sutil sería capaz de arrojarlo a la muerte en tan solo un par de segundos. Dos centenares de metros más allá lo esperarían las fauces abiertas del riachuelo. Que hunde muertes viejas y miserias nuevas y de las otras. Que reconcentra el odio y el desprecio. Que se eleva a la categoría de símbolo más cruento de un destino de patria de trabajo arrinconado y destruido. Que enferma y muere. Que contagia y mata.
Fotografían la columna vertebral argentina. El niño de los malabares, el joven viejo de la frazada raída o el batallón de sombras que pueblan los puentes. Son el territorio de los olvidos hondos. Sin patria. Sin pájaros en el alma. Sin utopía. Con la muerte antes de tiempo o en sobrevida agónica decidida en los sillones de poderes tajantes. Son las fotografías de un país en sepia que contrasta brutal con la gigantografía del país paraíso que deslumbra en las marquesinas.
Seis o siete cuadras más adelante con el corazón al sur, con una estética divorciada de su lugar en la historia, Evita asoma desde el eco de su alarido, retratando aquel 22 de agosto de renunciamiento histórico mientras sus descamisados le gritan y lloran que no, que será ella o no será nada en la historia tumultuosa. El perfil pétreo de la mujer de cabello recogido se aleja con pasos de gigante de su pasión. Se distancia kilométrica de aquellas, sus palabras, diciendo que “yo quiero seguir siendo pájaro suelto en el bosque inmenso. Me gusta la libertad como le gusta al pueblo, y en eso como en ninguna otra cosa me reconozco pueblo” y, aún más: “Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle”.
En ese preciso segundo en que la luz mudó de verde a rojo el niño de malabares -20 años más tarde- aflora desde la frazada sobre el separador de la misma 9 de Julio a metros de Belgrano. Nadie podrá saber jamás si tiene 16, 24 ó 50. Sólo extiende la mano de huesos largos hacia la nada. Hey, taxista. Hey...vos. ¿Qué hora es? ¿Son las 10? ¿Las 12? ¿Qué hora es?, se le escucha. Ya la lástima de los ojos ajenos se entremezcla en cóctel fatal con el desprecio y el miedo.
La historia entera del país le atravesó los días. Su flaca radiografía espeja el odio y los abandonos. El taxista que le dio la hora arranca y él se cubre porque su frío –que ya es ancestral y pura historia- cala hondo más allá de lo que marquen los termómetros de los incluidos. El mira desde afuera y la frazada raída lo hunde en el túnel de un amparo que sabe volátil y tenue.
El está allí desde siempre. Atisbó desde pocos centenares de metros de distancia los gases lacrimógenos de la Federal sobre los jujeños que claman por la tierra rapiñada por el Ingenio y sólo encoge los hombros cada tanto. Ya es una película de vieja filmografía tiznada de color. Antes aún vio cómo los Qom eran subidos a los colectivos con sus petates ancestrales y un mal día de mayos nacientes los devolvía a su Primavera, allá en Formosa.
La crónica urbana lo atravesó en oleadas. Lo dejó desnudo y a la intemperie. Y sigue ahí. Nadie recuerda en qué preciso momento de la historia se sentó con su frazada en el medio de todos los infiernos de asfalto y locura. Como fantasma aterrado que sólo levanta los ojos cada tanto para ver pasar la vida. Banderas y estandartes que evocan santitos que devolverán las dignidades. Ejércitos de soterrados que se dicen como él pero él sabe que ya traspasó toda frontera. A veces le conceden una mirada baldía de quien está apenas pasitos más allá del borde de los días. Otras intentan abrazarlo y su cuerpo ya no resiste calideces. Hace demasiado tiempo ya que perdió los latidos que devienen del techito, el pan dulce o la sábana aferrada a un colchón.
Bajo ese nudo de puentes que destinan rutas al profundo sur o a los conurbanos de densidades húmedas la 9 de Julio ya se apaga y unos cuantos cajones edifican habitaciones virtuales. Sobre la margen derecha, las sombras –ya entrada la noche- se mueven a ritmos extraños. Son tan ajenos a la fastuosidad del frenesí que emiten las pantallas a pocos metros de distancia mientras se baila falsamente por un sueño. Sobre la margen izquierda, un par de columnas son las murallas de una piecita endeble. Un autito sin ruedas y un par de muñecas tiradas por ahí anuncian niñez. Una planta que crece sobre un latón es la señal más contundente de que la esperanza avizora, pese a todo.
El sur avanza. La autopista arremete de lleno. Un hombre está apoyado contra un guardarrail con una botella de vino entre los dedos. Un vientito sutil sería capaz de arrojarlo a la muerte en tan solo un par de segundos. Dos centenares de metros más allá lo esperarían las fauces abiertas del riachuelo. Que hunde muertes viejas y miserias nuevas y de las otras. Que reconcentra el odio y el desprecio. Que se eleva a la categoría de símbolo más cruento de un destino de patria de trabajo arrinconado y destruido. Que enferma y muere. Que contagia y mata.
Fotografían la columna vertebral argentina. El niño de los malabares, el joven viejo de la frazada raída o el batallón de sombras que pueblan los puentes. Son el territorio de los olvidos hondos. Sin patria. Sin pájaros en el alma. Sin utopía. Con la muerte antes de tiempo o en sobrevida agónica decidida en los sillones de poderes tajantes. Son las fotografías de un país en sepia que contrasta brutal con la gigantografía del país paraíso que deslumbra en las marquesinas.
Fuente, vìa :
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/
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