El brote de cólera que surgió a mediados
de octubre en Haití y que hasta la fecha ha cobrado la vida de mil 100
personas, se ha extendido fuera de las fronteras de esa nación y ha
llegado a la vecina República Dominicana, donde ayer se reportó un
contagio en la ciudad de Higüey, al este de ese país. En tanto, el
Departamento de Salud de Florida confirmó el primer caso de cólera en
Estados Unidos –una mujer que viajó en días recientes de Haití a Miami–,
al tiempo que advirtió que
se investigan otros posibles contagios.
No parece probable que la eclosión de ese padecimiento fuera de las
fronteras haitianas alcance en Estados Unidos o en República Dominicana
los niveles de contagio y de mortalidad que se han registrado en Haití,
donde convergen precariedades inveteradas y estructurales en materia de
salud pública, alimentación y justicia social, y acentuadas por la
devastación que causaron el sismo de enero pasado y el reciente paso del
huracán Tomás.
En cambio, es mucho más claro el riesgo de que se presenten más casos
en territorio dominicano y estadunidense e, incluso, de que se
extiendan a otros países en días y semanas siguientes. La circunstancia
obliga a recordar que las epidemias no respetan frontera geográfica
alguna y que ante los constantes desplazamientos de personas en el mundo
contemporáneo se vuelven prácticamente inútiles las medidas de control y
los cercos sanitarios impuestos a posteriori para
evitar la propagación de las enfermedades, como quedó de manifiesto
entre abril y junio del año pasado, con el brote de influenza humana en
nuestro país, su extensión por buena parte del mundo y la posterior
declaratoria de pandemia por la Organización Mundial de la Salud.
Según puede verse, el único límite respetado por las
enfermedades es el que imponen las condiciones socioeconómicas entre los
sectores más depauperados de la población mundial y los estratos medios
y altos: los padecimientos tienden a ensañarse con quienes no tienen a
su alcance atención médica y servicios de salud, y su efecto puede ser
fatal incluso si se trata de un padecimiento como el cólera, cuyo
control y prevención son relativamente sencillos cuando se actúa
oportunamente.
En este caso, la propagación del padecimiento en otros países es una
consecuencia lógica y previsible de la indolencia con que se ha
conducido la comunidad internacional ante la trágica situación de Haití:
los gobiernos del mundo escamotearon, durante los pasados 10 meses, los
recursos económicos prometidos para la reconstrucción de ese país, y
auspiciaron con ello el surgimiento de una epidemia previsible y
anunciada en los días posteriores al terremoto del 12 de enero.
La moraleja de este episodio es que la comunidad internacional no
debe dejar sin atender las emergencias médicas, independientemente de
dónde surjan, pues se corre el riesgo de que éstas se propaguen con
facilidad por el mundo. Si el desastre sanitario, social y humano por el
que atraviesa Haití no ha sido suficiente para que la porción más
acaudalada de la comunidad internacional cumpla sus compromisos con esa
nación caribeña –lo cual, por lo demás, habla de un deterioro moral
protagonizado, en primer lugar, por Estados Unidos y la Unión Europea–,
no hay excusa para que ahora, ante la perspectiva de la propagación
internacional de la enfermedad, no actúe como debió hacerlo desde un
principio. Es tiempo de que el mundo haga efectivas sus promesas de
ayuda a la población del país antillano.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2010/11/18/index.php?section=editoFoto AFP
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