La policía, al valerse de una jauría
especialmente adiestrada, recurría a uno de los medios más
dramáticamente instalados en la América profunda para reprimir a los
habitantes primeros del territorio, reviviendo uno de los actos más
infames de la historia del suelo americano de los que se tenga recuerdo y
que nuestros antiguos latifundistas recogieran con la orden rápida de
“echarles los perros”. Junto con revivir el recuerdo de estas prácticas
despóticas, el comportamiento de la policía parecía dar curso a un deseo
largamente postergado: el de acabar con tanto desorden, desorden
entendido como la libre expresión de las ideas.
La estructura social chilena pareciera
no tolerar que las y los excluidos puedan hacerse parte de la historia y
cualquiera sea la forma que adopte su expresión, la rabia, la ira de la
autoridad, no tarda en encontrar su cauce para reprimirla. La fuerza
policial sirve al propósito y las jaurías de perros –traicionados
también en su relación con los humanos– son una pieza más del arsenal
con que la libre expresión de las ideas es enclaustrada.
En marzo, la autoridad ensalzaba a las
fuerzas especiales de la policía chilena. El objetivo era aplacar a
quienes tradicionalmente se reúnen para conmemorar el día del joven
combatiente. Y, qué duda cabe, la autoridad logró su cometido. Pero,
obviamente, de no haber habido el asesinato de los hermanos Vergara
Toledo, no habría vivido conmemoración alguna y, de ser Chile
un país decente, no habría habido traumas y conmociones como las que año
a año se han ido expresando en esa y en otras conmemoraciones.
Pero el nuestro no es un país decente.
No lo es al menos en la tercera acepción que la Real Academia de la
Lengua da al término: “dignidad en los actos y en las palabras, conforme
al estado o calidad de las personas”. No podría serlo si día a día,
hora a hora, acepta pasivamente la profunda desigualdad que separa a sus
habitantes, si los derechos plenos se circunscriben a unos pocos y al
resto lo que la suerte les depare. No lo puede ser si la mayor parte de
sus gentes se agolpan en miserables salas de espera de hospitales, si su
población indígena es motivo de sospecha permanente, si la educación de
sus hijas e hijos más pobres recibe la décima parte o menos de los
recursos de los que se valen las clases más acomodadas para el mismo
fin. No lo puede ser si las regiones sólo son consideradas como fuente
de recursos naturales y como repositorio de calamidades varias (relaves,
dioxinas, represas, o lo que sea).
Tal vez por su indecencia el país, de
tiempo en tiempo, requiera golpes de timón. Mano dura que le llaman. A
veces con el rigor de la fuerza militar, a veces con la policial. Otras
con despidos masivos, con represiones obreras o estudiantiles, con leyes
de guerra en las tierras indígenas o con desapariciones de personas. El
marzo recién pasado evocaba el orden del Chile de 1976; en orden y paz,
ese país avanzaba. No quedaba en claro, eso sí, el significado de estas
tres palabras. ¿Qué es orden? ¿Qué es paz?
El uso de perros contra estudiantes es
una mala señal. Es un augurio que podría ser sosegado por la temperancia
de la autoridad. La dignidad del país, que no puede ser sino la de sus
habitantes, reclama ocupaciones más urgentes que la de perseguir
estudiantes, o de despedir personas, o de instrumentalizar símbolos
sagrados para beneficios propios. Se precisa de la decencia, ahora en la
segunda de sus acepciones: adornar de acuerdo a su dignidad a las
personas y cosas, revestirlas con el reconocimiento que se merecen. En
vez de echarle los perros, bastaba con responder la misiva de las y los
jóvenes, bastaba con conversar con ellas y ellos, bastaba con desplegar
un gesto de mínima decencia.
fuente, vìa :
http://www.elciudadano.cl/2010/05/30/los-perros-de-la-ira/
http://www.elciudadano.cl/2010/05/30/los-perros-de-la-ira/
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