(APe).- Eran
niños aún en aquella noche parapolicial de palos y garrotes en la plaza
que, cinco años atrás, los tomó por sorpresa y asalto. Perfectamente
prediseñada, los bicipolicías y los hombres de civil habían irrumpido
minutos después de que los adultos de la vieja olla se hubiesen ido. Y
golpearon. Y cargaron en autos. Y distribuyeron como miserias los
cuerpos niños. Y los hicieron en pocos instantes veteranos de una
batalla en la que, como siempre, tuvieron predestinada la derrota.
En aquellos días de cinco años atrás ya
hacía tiempo que tenían la piel marcada por la desesperanza y el olvido.
Arrinconados a la nada como precepto para sus historias de pájaros
endebles de papel. Preñados de catástrofe. Les encañonaron aquel
presente y, a la vez, les temieron como a los portadores de la crueldad.
A ellos, niños de 6 a 17 años a los que el sistema abarrotó de drogas y
carencias. Los metió en institutos. Les selló los pulmones con venenos.
A ellas las hizo madres tempranas. A ellos les clavó un cuchillo o les
asestó un plomo. Los dejó para siempre en los 17, como a Omar. O los vio
hacerse hombres adentro de una cárcel. Son los pibes de la pérgola de
Plaza San Martín. A metros del poder político de la provincia. Sus
historias. Ayer y hoy.
Son los pibes del amparo de 2008 y del desamparo eterno.
Mariana
Domicilio: “Pérgola de Plaza San Martín”.
El expediente se detiene hipócritamente en el detalle. Suelen ser
extraños los expedientes. Entremezclan necedades vanas con alguna
pincelada perdida de humanidad. Unos cuantos renglones más abajo se
puede leer aún hoy que ella “es pura angustia y llanto”. Alguna vez supo
vivir en Olmos. En aquel 2008 tenía escasos 13. Pero es veterana de
vidas y dolores que le marcaron la piel de cicatrices. Poxiram, paco,
cocaína, marihuana, dicen los expedientes. Y cuentan de los cortes en
los brazos. “Es inmanejable”, decían a los escribientes del Estado la
madre y el padrastro. “No podemos ni queremos hacernos cargo de ella”,
repetían. “Agrede y provoca a los policías”.
Mariana no se queda callada. “No quiero ir con ellos. Y si me encierran, me escapo, como hice siempre”.
A cinco años de aquellos días aciagos,
Mariana ya estrenó maternidad. Del novio de entonces, aquel con el que
compartían infancia, acurruco y ternura entre vuelos y alucinaciones,
poco sabe ya.
Juan
Los nombres pretenden, a veces, marcar
destino. A él, después del Juan, le asestaron un Arsenio digno de
estirpe fundadora. En los días de la plaza San Martín, él tenía 15. Era
dos años mayor que su Mariana. Tenía un ejército de hermanos y una
familia con la que poco comparte. El amor suele deambular por sitios tan
ajenos, a veces, a la sangre. “Me gustaría trabajar pidiendo en la
calle”, solía decir de niño. Sin saber leer ni escribir portaba como
estandarte una vieja cicatriz que le atravesaba parte del rostro. “Juan
atraviesa condiciones excepcionalmente difíciles por encontrarse
viviendo en la calle y sufre vulneración de la mayor parte de sus
derechos. Es notoria su deficiencia alimentaria”, escribió el estado
municipal sin siquiera ruborizarse. Pasta base, marihuana, pegamento y
luego, como para equilibrar, el cóctel de pastillas que le asestó el
Estado proveedor por “prescripción médica”.
Dolor. Miedo. Calle. Vulneraciones. Juan
tiene 19. Hace rato que dejó atrás al gurrumín de barro y sonrisa de
temores. Hace rato que estrenó cárcel una vez más y mueve sus pasos en
la estrecha geografía de una celda de Olmos.
Omar
Omar Cigarán tenía 13 en esos viejos
tiempos de 2008. Hace ya seis meses, un trozo de plomo le partió la vida
en dos y le truncó el futuro. Fue en una esquina de La Plata, en 122 y
43. Cerquita de su casa, en el barrio Hipódromo. De nada valió la
acumulación de habeas corpus preventivos “contra hostigamiento policial”
por “persecuciones policiales”. Dieciseis veces presentaron la denuncia
sus padres.
Como para casi todos los pibes de la
glorieta, la escuela no le pertenecía ni él pertenecía a la escuela y
tomó la calle como ring propio. Leer o escribir le resultaban universos
casi ajenos. “Si hoy al guacho no lo entregás a la comisaría, mañana lo
tenés muerto”, contó Sandra, su mamá, que le habían dicho un día antes
de su muerte un grupo de policías (Radio La Pulseada).
Supo de adicciones. De acosos. De robos y
picardías. De frío y miedos. Hasta que una bala policial lo dejó tendido
en el asfalto. Para siempre.
Andrés
Nació un 17 de agosto. Esta semana cumplirá
sus 17 años. Tenía apenas 11 en aquellas noches en que el techo que lo
cobijaba tenía nombre de glorieta. Tiene diez hermanos. Y la violencia
le rodeó los días desde siempre. El temor lo empujaba al descontrol y
entonces rompía vidrios. Y el Estado lo arremetía con antipsicóticos a
granel. Un tiro en la rodilla fue, a la vez, trofeo y derrota.
La calle lo empujó a instituciones que le
asestaron más y más cicatrices en la piel y en las emociones. Instituto
Nuevo Dique, Abasto, Almafuerte. Seguidilla de encierros como destino.
Hace apenas un par de meses se escapó con otros tres pibes como él. Esos
que conocen el dolor sin rumbo y a los que la ternura los raleó hace
demasiado tiempo.
Anahí
Sus 14 años de 2008 quedaron hace demasiado
tiempo atrás. Tiene una úlcera nerviosa en el estómago desde los 8
años. Los expedientes, fríos, pétreos, delatan: tez morena. Cicatriz en
el pómulo derecho. Cabello castaño oscuro con flequillo. Ojos café. Un
metro 50 de altura. Muy delgada. Formó pareja hace tiempo. La duplica en
edad. Le selló otros rumbos en la piel.
Panchito
Cómo no usar el diminutivo si tenía escasos
8 años en los días de la pérgola. Sabía juntar monedas con la
estrategia perfecta del sobreviviente eterno. Extrañaba a su abuela. Que
le había quedado a cientos de kilómetros de distancia entre los caminos
rojizos de su Misiones. Sabía comer en una estación de servicio. Sobre
el techo. Pero su sueño era regresar a la provincia. Allá donde –él no
lo sabía- su abuela se hundía en los brazos débiles de una diabetes
avanzada.
La suya –cuentan quienes lo conocieron en
los días y noches de frenesí, calle y represión de 2008- es tal vez la
única historia que “más o menos terminó bien”. Que encontró una familia
que lo quiera. Y que le abraza los mediodías y los sueños.
Lucas
A los 14 su biografía era la de tantos
otros pibes como él. Los que, expulsados de Humanidades en los albores
de 2008, se arroparon juntos en la pérgola por el tiempo que duró.
Aspirar. Hundirse en la bolsita hasta romper la dura realidad. Soñar
sueños alados que lo llevaran lejos. Cocaína, poxiram. Robos. Cocaína,
poxiram. Robos. Un instituto. Una iglesia como refugio pasajero.
Instituto Nuevo Dique. La escuela, un ente lejano y completamente
extranjero.
Abel
Cumplió los 19 cuando mayo estaba en su
curva final. Tenía 14 en los lejanos días de cinco años atrás.
Hospitales. Institutos. De vuelta al pegamento. A la pasta base. Apenas
14. Marihuana. Un par de celulares. Más pegamento. De nuevo un hospital.
La pérgola. Los ruidos que lo asaltaban por las noches. El consumo que
lo introducía de lleno en un tunel oscuro que lo aterrorizaba.
Alucinaciones que lo despertaban en uno, tres, diez sobresaltos. El
miedo de nuevo. Las afueras de Olavarría, en un centro de recuperación
de adicciones, y otro instituto. Rejas. Gritos. Fugas. Más miedo. Nadie
sabe hoy qué es de sus pasos.
Víctor
La violencia de lleno en sus días. 14 años,
él también en los días de la pérgola. Antes y después de los
parapoliciales que los diseminaron y los dejaron en más intemperie por
un rato (que se hizo días, que se hizo meses). Cumplió 19 en abril.
Todas las noches volvía a su casa. La fuga era la constante más pertinaz
en su historia. La fuga fue la columna vertebral de sus días. “La
relación de violencia familiar existente impide el regreso al hogar”,
decía el expediente y después aporta: “Internado en el Hospital Sor
Ludovica por drogas”. De la escuela, conoció hasta sexto grado. Las
letras y los números le resultan territorios extraños.
Su presente es de limpiavidrios en una
esquina del centro de La Plata. A pocos metros de la misma glorieta que
le abrigó noches en aquel 2008. Se estrenó como papá hace tiempo, en
pareja con otra de sus pares de aquellos días.
Gustavo y Ricardo
Era el más chico de sus hermanos, Gustavo.
Apenas 13. Se hizo compañero cotidiano del frío. De la pobreza
abrumadora que lo había visto nacer. Del terror en las noches. Conoció
hasta cuarto grado en la escuela 59 de su ciudad. Después la calle se
hizo su territorio, el mismo que Ricardo, su hermano dos años más
grande, había tomado por asalto para sobrevivir. Sus días hoy lo ubican
en la Unidad Penal 1, de Olmos. Ricardo, en cambio, está en la 9, de La
Plata desde finales de 2012. Y es padre dos veces hace tiempo.
Jeremías
Los expedientes le son esquivos. Dicen,
escuetos y superficiales, que cumple años el 30 de abril. Que este año
llegó a los 19 y que en aquel 2008, tenía apenas 14. Que tenía pasaporte
directo al vuelo y a la alucinación entre pegamentos y pasta base. Que
se ponía agresivo. Que la violencia cambiaba la expresión de su rostro.
El vano papelerío burocrático no sabe de sus pesadillas. Ni de sus
terrores nocturnos. Detalla: “Area escolar no conservada. Trabajo
eventual. Desprovisto de posibilidad de inserción”. Agrega: “está en la
calle desde los 10 años” y a partir de ahí “entra en un circuito de
detención”.
Hace tiempo ya, que nadie sabe de sus días y de sus noches.
Tony
En las tardes de pérgola, poxi y alcohol él
tenía apenas siete y no se quedaba a dormir allí. Ya llevaba años de
deambular entre las calles, el asfalto y los estigmas que lo empujaron a
cuanto abismo fue posible. A los 12 tiene apodo de muñeco aterrorizante
de película. Su propio trofeo fue un balazo en el estómago un par de
años atrás. Es fuente de miedo en la ciudad. El, que en una noche de año
nuevo es capaz de largarse a llorar solo en una plaza del centro de la
ciudad, hasta que su mamá se cruce calles, avenidas y diagonales para
abrazarlo. Apenas por un rato. Luego, de nuevo los abismos. Las
internaciones. Las drogas prohibidas y las legales. Y entre medio, un
par de robos y unas cuantas aspiradas. Sabe de drogas hasta el hartazgo y
lo sabía a los 9, a los 10 o, ahora, que llegó a la docena de años. El,
que es el más chico y a la vez el más indómito de todo su ejército de
12 hermanos.
Tan rubio, tan delgado, con esos bucles
rebeldones cayendo irrespetuosos sobre su frente. Con la voz gastada,
ronca. Con el estigma del 2001 que lo vio llegar al mundo y se olvidó,
en medio de tanto ajetreo y muerte, de que una nueva semilla de mañana
estaba asomando.
Saltimbanquis
Son, muchos de ellos, sobrevivientes.
Madres ellas; limpiando vidrios, ellos o saltimbanquis de la nada. En
una celda de 2.50 por 1. En un encierro efímero que cada tanto se hace
fuga donde les atiborran el cerebro de antipsicóticos y ansiolíticos. Y
de vuelta a la calle.
Hasta que la muerte los encuentra con la
forma de fantasma o travestida de plomo que les atraviesa la nuca. Como a
Omar. Como a tantos otros a los que la noche hundió en torrentes de
crueldad y luego los deglutió en los arcones del olvido.
(Los nombres de los protagonistas fueron modificados)
Vía:
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=7909:claudia-rafael&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=7909:claudia-rafael&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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