lunes, 10 de octubre de 2011

Sociedad : Fraternidad, la idea olvidada de Occidente...por Fabrizio Andreella


Ilustraciones de Gabriela Podestá
Fraternidad,
la idea olvidada de Occidente
Fabrizio Andreella
I
Con la caída del Muro de Berlín, el politólogo con pretensión de vaticinador Francis Fukuyama había teorizado, con entusiasmo un poco altanero y muy incauto, el fin de la historia bajo el sello imperecedero del liberalismo democrático. Un nuevo y plácido orden mundial donde el hombre se realizaría exclusivamente en lo económico, sin tener ningún otro aliento ideal o socio-político. Fin de la Guerra fría, fin de la historia.
En realidad, ese 9 de noviembre de 1989, el desvanecimiento de la Guerra fría no acabó con la historia, pero sí llevó a su conclusión una época muy larga, una época que inició el 31 de octubre de 1517. ¿Qué pasó en ese día inaccesible a la memoria polvorienta? ¿Y qué tiene que ver con el fin de la pelea entre EU y la URSS? Un fraile agustino, doctor en teología, clavó en la puerta de la iglesia una hoja con afirmaciones tajantes en contra de la autoridad y la política del Sumo Pontífice romano. Eran las así llamadas 95 tesis de Wittenberg de Martin Lutero, que quebraron para siempre la unidad de la cristiandad en el Viejo Continente.
Aquel evento no atañe solamente a la historia religiosa, sino también a la historia de la psicología colectiva. En ese día cambió también la colocación del enemigo en Occidente, que hasta esa fecha era una amenaza de obscuros bárbaros que venían de lejos. Con la Reforma, la sociedad europea se topó con un enemigo en sus entrañas, conoció la realidad de un adversario doméstico con quien enfrentarse para ganar la hegemonía en el mundo conocido. La lucha intestina entre católicos y protestantes opacó las guerras con civilizaciones ajenas y, desde Lutero hasta Gorbachov, la disputa más importante en el mundo occidental siempre ha sido la lucha contra el espejo, una imagen exacta y contraria de sí que ofrece el hereje (religioso, cultural, político o económico, poco importa), o sea quien comparte el mismo camino para después desembocar en una calle prohibida y amenazadora para el statu quo.
En el siglo XVI ocurrió otra transformación crucial –y poco analizada– que empezó a manifestarse: la tremenda fuerza tecnológico-militar del Occidente llegó a ser inalcanzable para las otras civilizaciones y ocasionó su supremacía política, permitiéndole colocar sus valores ideológicos y sus interese económicos en el mundo como principios generales e irrebatibles. Allí nació la modernidad, o sea esa actitud que ve en el planeta un campo inagotable de materias primas; en el futuro el lugar donde poner el sentido de la vida; y en el otro un antagonista en la lucha para el bienestar personal.
Es cierto que el mundo occidental ha provocado en todos los rincones del planeta innumerables conflictos feroces con poblaciones ajenas y consideradas inferiores. Sin embargo, el conflicto verdadero para el hombre occidental siempre ha sido la confrontación de ideas dentro de sus fronteras geográficas y culturales, la confrontación sobre la forma correcta de llegar al Bien. Baste recordar las disputas cristológicas en los concilios ecuménicos de la Iglesia, las Reformas protestantes, la lucha de la Ilustración en contra de la cultura conservadora y clerical, la Francia revolucionaria y napoleónica, la competición ideológica casi deportiva entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
De Lutero a Lenin, de Giordano Bruno a Freud, todos los herejes del Occidente nacieron de la necesidad de la cultura europea de medirse con sus entrañas, de luchar, en fin, consigo misma. Porque el interés europeo hacia las culturas ajenas siempre ha sido altanero y solamente una manifestación de rapacidad económica y arrogancia cultural.
II
Ahora bien, caído el Muro de Berlín, mientras en los noventa se celebraba el sueño del “fin de la historia” de Fukuyama, otro politólogo a quien le gustaba armar las palabras para ametrallar los cerebros, Samuel Huntington, preparaba la historia para el “choque de civilizaciones”, o sea la versión bélica del encuentro entre culturas diferentes. Era lo que necesitaban los aparatos económico-militares: una nueva legitimación a su poder, un nuevo antagonismo, como el de la URSS, que tan bien había funcionado. Un nuevo enemigo, entonces, ahora sí impenetrable e inexpresivo, como el Iván Drago soviético de la propaganda hollywoodiense de Rocky Balboa, pero también obscuro, ajeno, desequilibrado e incomprensible como un kamikaze fundamentalista.
Sin embargo, entre el 9 de noviembre de 1989 y el 11 de septiembre de 2001, el mundo occidental vivió años propedéuticos para la definitiva identificación del “islam” como enemigo número uno, aunque la definición, en la cual se reconoce casi un millardo y medio de personas, queda un poquito grande para un grupo de terroristas.
Los noventa fueron años cubiertos por la superficial euforia difundida por todos los medios masivos. Años anestesiados con la prodigalidad de carne y silicona de la serie Guardianes de la Bahía, la infelicidad planetaria por la muerte de una princesa inglesa, flaca y aburrida; las acrobacias sexuales de una practicante en la Casa Blanca, la cursilería infantiloide de la película Titánic. Sin embargo, eran tiempos que ya irradiaban señales alarmantes. Unos ejemplos:
Los ladrillos del Muro de Berlín se trasladaron simbólicamente al Muro de la Tortilla. En Argelia el gobierno anuló las elecciones democráticas cuando fue claro que el legitimo vencedor había sido el Frente Islámico de Salvación. En Chechenia y en Irak estallaron dos guerras horribles que se acabaron sólo para empezar de nuevo. En Yugoslavia y en Ruanda se cometieron dos de los peores genocidios que toda la historia recuerde. En Afganistán los talibanes, financiados por EU en los ochenta, llegaron al poder e impusieron un estricto régimen fundamentalista. En México y en Extremo Oriente el neoliberalismo y la irresponsabilidad económica de pocos devastaron la vida de muchos. África, con respecto a los otros continentes, empobreció como nunca antes, pagando así la explotación desmesurada de sus riquezas por parte de compañías extranjeras.
III
Toda la historia de los últimos cinco siglos nos indica que el Occidente ha necesitado el enfrentamiento para reconocerse; incapaz de construirse una identidad sin enemigos, una identidad que no sea “en contra” de algo. Ese algo, obviamente, siempre es una manifestación del Mal, declinado históricamente con las figuras que más impactan el imaginario colectivo (las brujas, el diablo, los libertinos, los revolucionarios, los dictadores, los islámicos, los gitanos…), y que siempre representan lo que no queremos ser o, mejor dicho, como no queremos vernos (feos, malolientes, violentos, despóticos, locos, incomprensibles, estúpidos). Al mirarse en el espejo o por la ventana, el mundo occidental busca una imagen agresiva con la cual pelearse. Es un hecho tan evidente como curioso, ya que en la historia del pensamiento occidental la solidaridad es pilar de muchas doctrinas sociales, religiosas y políticas. La misma Revolución francesa, que por lo menos en teoría sigue siendo el cimiento conceptual de las democracias desarrolladas, pone el acento en una actitud solidaria.
Sin embargo, hay que reconocer que de la triada de la Revolución francesa, el siglo XX ha tratado de realizar la liberté y la egalité. La primera en los países capitalistas, la segunda en los países socialistas. Sobra decir que ni la presumida y sedicente libertad atlántica, ni la presumida y sedicente igualdad del bloque de inspiración marxista, estaban libres de evidentes contradicciones. Como muchos han dicho, se perseguía solamente la idea de libertad o de igualdad: el idealismo occidental no tiene fronteras ideológicas ni geográficas.
Hemos ignorado la tercera palabra revolucionaria –fraternité– porque, a decir la verdad, nunca nos ha parecido tan apasionada y provocadora como las otras dos. La fraternité es un concepto y un valor que se ha quedado atrapado u olvidado en el álveo religioso, piadoso y caritativo. No podemos negar que esa palabra, con respecto a las otras dos, ha sido políticamente inexplorada; no ha desembocado en un proyecto ideológico, como han hecho el capitalismo liberal para la liberté y el colectivismo socialista para la egalité. Libertad e igualdad permiten continuar la defensa de la identidad propia construida a través de un enemigo. La fraternidad, al contrario, implica un esfuerzo para entender al otro; un esfuerzo muy difícil para el hombre masificado en crisis de identidad. Por eso, hasta ahora, no ha sido cultivada como proyecto político, sino solamente como ideal teórico.
La fraternidad no es percibida como un bien social, sino como una actitud individual de los “hombres de buena voluntad”. Es uno de aquellos valores de nuestra cultura que ya no promueven comportamientos correspondientes, sino comportamientos que sirven como armas de seducción electoral. No hay hombre político que no tenga unos oprimidos que defender, se llame Bush o Sadam; Obama o Gadafi; Al-Zawahirí o Hu Jintao. Hoy eso es lo que queda de la fraternité. ¿Será posible regar su capullo con el agua que las plantas muy artificiales de la libertad y de la igualdad no necesitan? ¿Será posible sacarla del recinto religioso e individual y transformarla en laboratorio político? Parecería oportuno ahora que nos estamos dando cuenta de que la “aldea global” es una definición lejana de la realidad, hecha de anonimato e indiferencia por una masa de desconocidos.
La fraternidad requiere de filósofos, economistas y pensadores audaces y creativos, que salgan de sus académicas jaulas doradas para establecerla como pilar cívico y proyecto político. Sólo así el espejo del otro no reflejará exclusivamente la vacía mezquindad de nuestros miedos. Y quizás –esperanza sin afán de vaticinio– será posible recuperar el antiguo sentido sagrado de la hospitalidad, que permitía a cualquier viandante –peregrino, mercante, vagabundo o explorador– recorrer el mundo sin aviones, celulares, Mastercard, Facebook y Best Western.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/10/09/sem-fabrizio.html

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