Desde París
A Hassad le costaba contener la emoción. Este doctor afgano refugiado en Pakistán desde hacía varios años miraba la pantalla como si estuviera ante un abismo. “Me duele en el alma –decía tocándose el corazón–. Me da mucha lástima por todas esas personas inocentes que van a sufrir. Me duele pensar que quienes antes defendieron a los afganos son los que ahora los castigan. Yo soy afgano, peleé contra los rusos para echar al invasor de mi tierra y ahora veo desde aquí las bombas caer sobre mi país. Creo que no hacía falta llegar a este punto. No hacía falta sacrificar a un pueblo y las ya pocas estructuras existentes de un país. Afganistán necesitaba ayuda y no bombas.” Pero George Bush envió bombas para decapitar a su antiguo aliado, Osama bin Laden, y a la red que la misma administración norteamericana había contribuido a montar unos 15 años antes. Amigos/enemigos, aliados en proceso de ruptura que matan a inocentes para vengarse de sus mutuas traiciones. Dos años más tarde, George Bush incurriría en otro acto semejante: invadió Irak para desalojar a ese gran, gran amigo de Occidente que fue Saddam Hussein. Diez años después de la invasión de Afganistán, Occidente dejó un país de rodillas sin haber llegado a debilitar a quienes se propuso combatir: los ya célebres estudiantes de teología, los talibán que habían tomado el po-der, también respaldados por Washington, al cabo de la guerra civil que siguió a la expulsión de los soviéticos. Los talibán están más cerca que nunca de volver al poder. Hace unas semanas asesinaron al ex presidente Burhanddin Rabbani, quien estaba a cargo del Alto Consejo por la Paz y la Reconciliación y llevaba adelante las negociaciones de paz con los talibán.
Cuando unas semanas después del 7 de octubre de 2001 cayó el régimen talibán, Estados Unidos puso en el poder la peor versión que se pudo encontrar: recurrió a los señores de la guerra que habían devastado el país durante décadas, a los ex mujaidines que se habían reconvertido en el tráfico de droga y para quienes la corrupción y la muerte son dos cucharadas de azúcar de cada desayuno. El elegante presidente Hamid Karzai encarna ese viciado proceso hacia la transición democrática importada con bombas. Los occidentales tampoco están a salvo: los contratistas del Oeste y los servicios privados de seguridad nadan en la misma corrupción que el gobierno local. Karzai se mantiene en la bandeja sostenida por los 140. 000 soldados de la coalición internacional al mando de la OTAN, de los cuales 98.000 son norteamericanos. En 2009, Karzai usurpó escandalosamente el resultado de las elecciones presidenciales sin que ninguna democracia Occidental le retirara el apoyo.
Nada ha cambiado para la población afgana en 10 años de invasión: pobreza, violencia, corrupción, inseguridad. Crudas y cortantes, las cifras revelan el panorama la inhumanidad que dejó la guerra: 71 por ciento de la población mayor de 15 años es analfabeta, 35 no tiene trabajo, 36 vive por debajo del nivel de pobreza, 90 por ciento de los recursos gubernamentales provienen de la ayuda extranjera, 149 niños de cada 1000 mueren antes de tener un año, 83 por ciento de la heroína que se produce en el mundo proviene de Afganistán. Según Naciones Unidas, más de 10.000 civiles murieron en los últimos 5 años, 2500 soldados de la coalición dejaron la vida en Afganistán. Actualmente, 2,6 millones de personas necesitan ayuda alimentaria. La teoría defendida por los genios del Pentágono, según la cual la mejor estrategia que se podía aplicar en Afganistán era “la contra insurrección” (COIN), quedó en papel quemado. Los insurrectos, es decir, los talibán, operan en donde les viene en gana. En su último informe, el Consejo de Seguridad de la ONU contabilizó 7000 acciones armadas llevadas a cabo en Afganistán por la insurgencia en los últimos tres meses. En Kabul, los talibán atacaron la embajada norteamericana y la sede de la OTAN. Se han vuelto, como antes, amos y señores. Resultó más fácil matar a Bin Laden en su escondite de Pakistán que derrotar a los talibán, cuyas acciones se propagaron con extrema violencia al otro aliado de la frontera, Pakistán, un país con tantas máscaras como fronteras delicadas (Afganistán, Irán, India). Hace exactamente 10 años, en su casa de Islamabad, Ijaz Ul Haq ya tenía una mirada muy lúcida.
Analista y hombre político respetado, Ijaz Ul Haq es el hijo del general Zia Ul Haq, hombre que en los años ’80 transformó Pakistán, que desarrolló la bomba atómica pakistaní y abrió decenas de escuelas coránicas para recibir, a pedido de Washington, a los talibán. Apenas comenzó la invasión, Ijaz Ul Haq dijo a Página/12: “No es destruyendo un país como se accede a la paz. No es porque nos han tocado el corazón y se clama venganza como se van a resolver los problemas. La solución es un trabajo a largo plazo y no una cuestión de venganza”. La solución nunca se plasmó. Sólo perdura la venganza.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-178513-2011-10-09.html
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