La tecnología camina a mayor velocidad que la sociedad. O que el
consumo. O, simplemente, el consumo y la tecnología no son compatibles.
El documental Comprar, tirar, comprar, que estrena mañana TV3
(en enero se verá en TVE), dirigido por la alemana Cosima Dannoritzer y
producido por Media 3.14 y Article Z, en coproducción con la
televisión autonómica catalana, TVE y Arte France, denuncia una
práctica común en la sociedad de consumo desde hace cerca de un siglo:
la obsolescencia programada, es decir, el recorte deliberado de la vida
de un producto para incrementar su consumo. Es la lucha del negocio
contra la tecnología, y la ética contra el capitalismo.
Un ejemplo:
una pieza de la impresora ha dejado de funcionar. Es imposible
imprimir. Es ya una vieja cantinela. "Será difícil encontrar las piezas
para repararla". "Repararla no le saldrá a cuenta". "Sin dudarlo, yo
compraría otra". Las respuestas que el usuario obtiene en tres servicios
técnicos distintos desembocan en una misma propuesta: cómprese una
impresora nueva. No son una coincidencia: , el mecanismo secreto
que mueve a nuestra sociedad de consumo", se explica en el
documental."Si el usuario cede, será una víctima más de la obsolescencia
programada
General Motors primó el diseño sobre la ingeniería para derrotar a Ford
El
episodio, cercano y cotidiano, permite a la directora alemana Cosima
Dannoritzer repasar cómo la obsolescencia calculada incide en la
sociedad occidental desde los años veinte del siglo pasado, cuando los
fabricantes comenzaron a pensar en incrementar las ventas de sus
productos a costa de la confianza de sus clientes. Un aparato que se
estropease en poco tiempo llevaría al usuario, irremediablemente, a
comprar uno nuevo.
La bombilla de Edison
Thomas
Alva Edison quería crear una bombilla que iluminara el mayor tiempo
posible. En 1881 puso a la venta una que duraba 1.500 horas. En 1924 se
inventó otra de 2.500 horas. Con la sociedad de consumo en ciernes,
aquello no era una buena noticia para todo el mundo. Diversos
empresarios empezaron a plantearse una pregunta inquietante: "¿Qué hará
la industria cuando todo el mundo tenga un producto y este no se
renueve?". Una influyente revista advertía en 1928 de que "un artículo
que no se estropea es una tragedia para los negocios".
Baterías del iPod de Apple estaban diseñadas para durar poco
Un poderoso lobby,
el cártel Phoebus, presionó para limitar la duración de las bombillas.
En los años cuarenta consiguió fijar un límite de 1.000 horas. De nada
sirvió que en 1953 una sentencia revocara esta práctica, porque se
mantuvo. No salió al mercado ninguna de las patentes que duraban más
(una, 100.000 horas). Warner Philips, bisnieto del creador de la
compañía Philips, cree que en aquella época no se pensaba en la
sostenibilidad. "Entonces consideraban que el planeta tiene unos
recursos ilimitados y todo lo miraban desde la óptica de la
abundancia", comenta. Él está convencido de que la sostenibilidad y el
negocio deberían haber ido de la mano.
Otro ejemplo destacado en
el reportaje es el de la cadena de montaje de John Ford. El coche
modelo T fue un éxito para la industria automovilística americana, pero
tenía un problema que, por aquellas fechas (años veinte), era todavía
incongruente: estaba concebido para durar. Ese fue su fracaso. Desde la
competencia, General Motors, consciente de que no derrotaría a su
rival en ingeniería, apostó por el diseño. Dio retoques cosméticos a
sus coches, lo que le permitió que los clientes cambiaran de utilitario
muy a menudo. ¿A quién le importaba que el motor funcionara diez años,
si en poco tiempo cambiaría el coche por otro de distinto color o con
algún arreglo superficial? En 1927, tras vender 15 millones de unidades,
Ford retiró el modelo T.
Justificaciones sociales
Tras el crash
del 29, Bernard London introdujo el concepto de obsolescencia
programada y propuso poner fecha de caducidad a los productos. "Esto
animaría el consumo y la necesidad de producir mercancías", declara la
hija del socio de London. "Encuentro que era una idea genial: las
fábricas continuarían produciendo, la gente seguiría comprando y todo el
mundo tendría trabajo".
En los años cincuenta la sociedad de
consumo se había instalado en todo Occidente. El diseñador industrial
Brooks Stevens sentó las bases de esa obsolescencia programada: "Es el
deseo del consumidor de poseer una cosa un poco más nueva, un poco mejor
y un poco antes de que sea necesario". Ya no se trata de obligar al
consumidor a cambiar de tecnologías, sino de seducirlo para que lo haga.
Las
fibras de nailon que crearon medias irrompibles no duraron mucho
tiempo en los mercados. No convenía. Tampoco una presunta fibra que
repelía la suciedad. Ni los motores de las neveras que duraran años y
años. "Programan estos cacharros para que cuando los hayas acabado de
pagar se rompan", se quejaba el protagonista de Muerte de un viajante, de Arthur Miller.
El documental se estrena mañana en TV3 y en enero se emitirá en TVE
Pero
en nuestros días, la era de la informática ha creado al consumidor
rebelde. La abogada Elisabeth Pritzker demandó a Apple tras descubrir
que las baterías de litio de los reproductores de música iPod estaban
diseñadas para tener una duración corta. Algo similar le ocurre al
usuario al que su servicio técnico aconseja, en el documental, que
cambie de impresora. Después de muchas investigaciones y rastreos,
descubre que la propia máquina, mediante un chip instalado en sus
tripas, es la que provoca que el ordenador envíe un mensaje para que el
cliente acuda al servicio técnico. El usuario se puso en contacto con
un programador informático ruso, que ha dado con la trampa y ha
desarrollado un software para evitar ese abuso. Pero la inmensa mayoría
de los usuarios cede ante la demanda de la máquina, y se compra otra
impresora.
Vertederos en África
Esa nueva
impresora, como esa nueva lavadora, tostadora, plancha u ordenador se
convierten en chatarra. Y se recicla. Sin embargo, el documental
también destapa malas prácticas en este terreno. "Antes teníamos un río
precioso aquí", dice el activista medioambiental ghanés Mike
Anane.Habla desde un vertedero en el que destacan las montañas de
basura informática.
Ahora, los niños queman el plástico que
recubre los cables para recuperar el metal que está en su interior. "A
veces nos ponemos enfermos y tosemos", declaran esos niños en el
documental. El material entra en estos países como producto de segunda
mano, pero sólo el 20% se aprovecha, denuncia la película.

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