Robert Fisk
Si el presidente Recep Tayyip Erdogan no estuviera tan ocupado tratando de emascular a un ejército de 600 mil hombres, estaría rabiando por el contenido de un nuevo libro que, con investigación juiciosa y coincidencia dolorosamente irónica, ha aparecido en Australia con irrefutables pruebas del genocidio armenio de 1915 a manos del ejército turco (que entonces constaba de 500 mil hombres.
Durante la guerra entre 1914 y 1918 dicho ejército estuvo íntimamente involucrado en la persecución y asesinato al estilo nazi de millón y medio de armenios-cristianos. Aparentemente a nadie importó que prisioneros de guerra australianos fueran testigos del mayor crimen de guerra del conflicto. Pero ahora, aquí, viene una pequeña editorial australiana con un volumen investigado a profundidad y escrito por Bicken Babkenian y Peter Stanley, en el que el lector hallará el testimonio de prisioneros australianos y de otras naciones aliadas que presenciaron la expulsión y asesinato masivo de armenios.
Algunos sobrevivieron el sitio y rendición de Kut al Amara, en lo que hoy es Irak, y su marcha mortal hacia prisiones de Anatolia es comparable en brutalidad, si no en números, a la matanza de la población armenia ejecutada por la Turquía otomana.
Otros soldados australianos fueron capturados en Gallipoli. Muchos de ellos iban a bordo de submarinos capturados por la marina turca. Todos eran soldados aliados, no propagandistas, y sus intentos de ayudar a los armenios fue tan valiente como inocente.
Los turcos que aún niegan los acuchillamientos, decapitaciones, ejecuciones masivas y violaciones a los armenios en una campaña deliberada de genocidio (el sultán Erdogan es uno de ellos) encontrarán difícil contradecir los testimonios.
Si bien ahora tiene otras preocupaciones, Erdogan es tan férreo defensor del antiguo ejército otomano que el año pasado cambió la fecha de las conmemoraciones de la batalla de Gallipoli, de 1915, para ocultar el aniversario del comienzo de la sangrienta destrucción del pueblo armenio.
Pero cuando termine de destruir las libertades del ejército, del sistema judicial, de los servidores públicos y de los académicos, quizá después de otras relajantes vacaciones en la costa de Marmaris, Erdogan debería leer las 324 páginas sobre Armenia, Australia y la Gran Guerra.
Está, por ejemplo, el teniente Leslie Liscombe, del 14 batallón de Gallipoli, capturado por los turcos y enviado a la provincia de Angora, donde se encontró con una imagen triste y deprimente en un andén de la estación de tren: Había un número considerable de mujeres y niños armenios, soldados. Soldados turcos, armados con látigos, los metían a camiones de transporte de ovejas para llevarlos a algún lejano campo de concentración.
Poco antes de que Liscombe llegara a su lugar de detención, en un monasterio armenio, los monjes que ahí vivían habían sido, sin duda, liquidados. Todos los prisioneros de guerra australianos fueron alojados en las casas abandonadas de los armenios.
Uno de los colegas de Luscombe, el cabo George Kerr, fue enviado a trabajar en la ferrovía Geman Taurus, en las montañas, y vivía en la planta alta de una casa ocupada por 60 miserables criaturas (como escribió en el diario que llevaba en secreto). Se trataba de armenios y griegos.
El capitán Thomas White, de la fuerza aérea, fue enviado a apoyar a la guardia turca de la ciudad otomana de Mosul (que hoy es, desde luego, la capital del Isis). Vio mujeres turcas reducidas a la mendicidad, rogando por alimentos. Después fue trasladado a la ciudad armenia abandonada de Tel Arman. A pesar de que algunas mujeres y niños aún vivían ahí, todos los hombres estaban ausentes. Después de trepar una colina no muy alta encontró tumbas recientes, que hablaron elocuentemente de lo que había ocurrido a los hombres armenios.
White dice que se sintió horrorizado ante la obra de los turcos y señala más adelante que matanzas así se llevaron a cabo simultáneamente y en todo el país.
En este momento los armenios de Ras al Ein (aldea que hoy está en manos de la milicia anti Isis YPG, armada por los estadunidenses) estaban siendo preparados para emprender su marcha de la muerte hacia Deir ez Zour. White dice haber visto todo un campamento de armenios siendo agrupados como rebaño después de haberlos sacado de sus casas y llevarlos a su destino final. Después de un viaje en tren a Afion, White y otros fueron alojados en una iglesia de la que habían expulsado a sobrevivientes armenios para hacer espacio a los prisioneros de guerra. Los varones de la aldea habían sido asesinados y los muebles de sus hogares confiscados. Ahora eran expulsados de sus hogares y estaban en la calle, esperando ser llevados a su último santuario.
El soldado encontró más fosas con armenios, algunos cuyos cuerpos estaban enterrados tan cerca de la superficie que los huesos se alcanzaban a ver saliendo de la tierra.
Del lado de los prisioneros británicos, australianos e indios, 2 mil kilómetros al norte en la ruta de la muerte de Anatolia a Kut, dos de ellos descubrieron en un pueblo una casa repleta de los restos mutilados de mujeres y niños armenios.
En total, 70 por ciento de prisioneros de guerra que se rindieron en Kut y 30 por ciento de indios murieron en cautiverio. Para septiembre de 1916, los prisioneros de guerra aliados eran sepultados en el cementerio armenio de Afion.
En Yozgat, los prisioneros aliados eran alojados en casas de armenios que hacía tiempo habían sido masacrados y sus tiendas saqueadas, según el ingeniero capitán Kenneth Yearsley.
Las matanzas de armenios continuaron hasta bien entrado 1918 en el este de Turquía, donde, para crédito de los autores del libro, se consigna el asesinato masivo de aldeanos musulmanes a manos de armenios. Pero en el norte de Mesopotamia el coronel Stanley Savige, veterano australiano de Gallipoli, y sus hombres se encontraron combatiendo, en proporción de 10 contra uno, contra la caballería turca y kurda, que asesinaban a quienes se habían escapado de una columna de refugiados armenios. Entre ellos encontraron “ancianos, mujeres débiles y heridas, bebés abandonados y niños inválidos. Aún bajo fuego enemigo, los soldados lograron montar en sus caballos a mujeres y niños y abandonaron a su suerte, con dolor en el corazón, a inválidos y niños pequeños.
El capitán Robert Nichol, de Nueva Zelanda, fue asesinado al combatir por las vidas de los armenios, al tiempo que el ejército al mando del general Allenby surgió victorioso en Palestina y se dirigió hacia lo que hoy es Siria, en 1918, donde encontraron a miles de armenios a punto de morir de inanición, en su mayoría mujeres y niños, a todo lo largo del camino entre Damasco y Homs, y Hama y Alepo. Una carretera de la melancolía en lo que hoy es el escenario del horrendo conflicto en Siria y también en el camino de regreso hacia la ciudad turca de Diyabakir.
Los soldados australianos de caballería obsequiaron a los armenios todas sus provisiones y botellas de agua.
La antigua Diyabakir aún existía entonces. La mayor parte de la ciudad ha sido destruida en el combate al Partido Kurdo de los Trabajadores por el actual ejército turco (incluídos los hombres que conspiraron contra Erdogan la semana pasada).
Este es un gran volumen para ser leído por el sultán Erdogan una vez que acabe de purgar a su destruido país. Supongo que siempre podrá argumentar que, según la evidencia, el gobierno otomano no fue responsable del genocidio armenio durante la Gran Guerra, debido a que aquellos soldados, como los que ahora están en su ejército, simplemente se hicieron justicia por propia mano.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2016/07/24/opinion/016a1mun
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