viernes, 22 de abril de 2016

Argentina: Después del golpe blando la marcha apresurada del capitalismo mafioso .... Jorge Beinstein





Jorge Beinstein
Alainet



En Argentina empieza a conformarse un régimen autoritario con apariencia constitucional, convergencia mafiosa de camarillas empresarias, judiciales y mediáticas monitoreada por el aparato de inteligencia de Estados Unidos, pero lo que demuestran los primeros meses del proceso es que la tentativa tropieza con numerosas dificultades que amenazan convertirla en una gigantesca crisis de gobernabilidad. El contexto de su desarrollo es una recesión económica que se va profundizando en marcha hacia la depresión, es decir un funcionamiento económico de baja intensidad, con altas tasas de desocupación, salarios reales muy reducidos y baratos en dólares.

No se trata del retorno del viejo neoliberalismo de la década de 1990, ni mucho menos de una imitación del régimen oligárquico de fines del siglo XIX, sino de la tentativa de instauración de un sistema mafioso, parasitando sobre una población desarticulada, albergando grandes espacios de marginalidad y súper explotación laboral, realizando un saqueo sin precedentes de recursos naturales. En esa dirección se van imponiendo los instrumentos esenciales del régimen dictatorial: control completo de los medios de comunicación, reconversión integral del sistema de seguridad como apéndice del de Estados Unidos, implantación de mecanismos de destrucción económica y social a gran escala, despliegues mediático-judiciales tendientes a extirpar a las oposiciones que no se subordinen al nuevo régimen.

Sometimiento colonial y decadencia periférica. Los tiempos han cambiado, la “doctrina de la seguridad nacional” vigente en la época de Videla y Pinochet coincidía con la visión militar-profesional del imperio, se trataba del control milimétrico de la sociedad colonizada, administrada como un cuartel que coincidió históricamente con la última etapa del predominio en Estados Unidos del “complejo militar-industrial” tradicional, alianza entre la gran industria armamentista y los altos mandos militares subordinando a las élites políticas. Resultado del keynesianismo militar que marcó a la superpotencia desde la Segunda Guerra Mundial y que entró en declinación en los años 1980.

Más adelante el Consenso de Washington reinó durante la era de Carlos Menem en Argentina, Collor de Mello y Cardoso en Brasil, señalando el auge de la financierización de la economía y de la política en Estados Unidos y el conjunto de potencias dominantes sin por ello dejar de lado a la componente militar que comenzó a transformarse.

Esos dos momentos trágicos expresaron la afirmación del sometimiento colonial de Argentina, el primero con formato militar-dictatorial y el segundo con rostro civil-constitucional, que se correspondieron con diferentes configuraciones imperialistas: en el primer caso con un imperialismo norteamericano industrial ascendente, disputando la Guerra Fría y en el segundo con la presencia de la única superpotencia global que venía de ganar esa guerra y que se aprestaba a ejercer la hegemonía planetaria. Aunque al mismo tiempo se financierizaba, el parasitismo empezaba a corroer el sistema degradando sus pilares productivos, instalando la cultura del consumismo desenfrenado. Esa prosperidad malsana contagió a élites periféricas, en Estados Unidos la fiesta se convirtió en ola militarista desde 2001 y la mega burbuja financiera estalló en 2008, en Argentina el show derivó en recesión la que a su vez culminó con un gran desastre económico, social e institucional en 2001.

El actual sometimiento de Argentina a Estados Unidos no se corresponde con el auge del Imperio sino con su decadencia, su degradación económica y social, su retroceso geopolítico internacional que busca ser compensado mediante el control total de su patio trasero latinoamericano, asegurando la súper explotación de recursos naturales decisivos pero también para introducir a la región como pieza propia de su juego global: como señuelo para sus socios europeos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) o como retaguardia segura en el armado del Acuerdo Transpacífico.

Es un imperio comandado por una lumpenburguesía financiera, sobreviviendo con bajas tasas de crecimiento productivo, parasitando sobre el resto del mundo, que no busca instaurar una jerarquía mundial estable reproduciéndose en el largo plazo sino depredar recursos naturales, degradar o eliminar estados, destruir defensas sociales periféricas, extendiendo ofensivas desestructurantes, desintegradoras de identidades nacionales y culturales. Su instrumento de intervención militar es ahora una constelación de organizaciones guiadas por la doctrina de la Guerra de Cuarta Generación, empleando de manera intensiva mercenarios, operaciones clandestinas de su estructura profesional, redes mafiosas, manipulaciones mediáticas y otras actividades destinadas a destruir, caotizar espacios periféricos con el fin de saquearlos.

En correspondencia con ese fenómeno las burguesías latinoamericanas fueron mutando hasta llegar a la situación actual donde grupos industriales, financieros o de agrobusiness combinan sus inversiones tradicionales con otras más rentables pero también más volátiles: aventuras especulativas, negocios ilegales de todo tipo (desde el narco hasta operaciones inmobiliarias opacas, pasando por fraudes comerciales y fiscales y otros emprendimientos turbios), trasnacionalizándose, convergiendo con “inversiones” saqueadoras provenientes del exterior. En el caso argentino podríamos encontrar antecedentes en el reinado de la “patria financiera” durante la última dictadura militar, el que a su vez tiene que ser visto como resultado del fin de la era industrialista.

En síntesis, la configuración lumpenimperialista impone dinámicas decadentes en la periferia, en América Latina ha llegado la hora del lumpencapitalismo, las élites argentinas venían avanzando en esa dirección, la llegada de Macri a la presidencia expresa un enorme salto cualitativo, el país en su conjunto acaba de ingresar de manera recargada y brusca en ese proceso.

Recesión, depresión y economía de baja intensidad. Recientemente el Fondo Monetario Internacional (FMI) pronosticó para Argentina un crecimiento económico real negativo en 2016 del orden del menos uno por ciento cuando observamos las caídas que ya se han producido en indicadores decisivos desde diciembre de 2015 es posible bajar aún más esa cifra hacia el menos tres por ciento o más bajo aún.

Se ha producido en muy poco tiempo una fuerte reducción de los salarios reales, causada entre otros factores por la megadevaluación, los aumentos del precio de los combustibles y de las tarifas de electricidad, gas y transportes, la eliminación o reducción de retenciones y sus impactos inflacionarios a lo que se agrega la suba de las tasas de interés y los despidos masivos en la administración pública (que empiezan a ser seguidos por el sector privado), con lo que tenemos un panorama recesivo provocado por el gobierno cuyo objetivo principal es reducir los salarios reales y su valor en dólares.

La avalancha de cambios ha desatado en algunos círculos el debate en torno del supuesto “modelo de desarrollo” que la derecha estaría intentando imponer. Decretos, endeudamientos, subas de precios y despidos se han sucedido de manera vertiginosa, buscarle coherencia estratégica-desarrollista a ese conjunto es una tarea ardua que a cada paso choca con contradicciones que obligan a desechar hipótesis sin que se pueda llegar a una conclusión mínimamente rigurosa. En primer lugar, la contradicción entre medidas que destruyen el mercado interno para favorecer a una supuesta ola exportadora, evidentemente inviable ante el repliegue de la economía global, otra es la suba de las tasas de interés que comprime al consumo y a las inversiones a la espera de la llegada de fondos provenientes de un sistema financiero internacional en crisis que casi lo único que puede brindar es el armado de bicicletas especulativas.

Algunos han optado por resolver el tema adoptando definiciones abstractas tan generales como poco operativas (“modelo favorable al gran capital”, “restauración neoliberal”, etcétera), otros han decidido seguir el estudio pero cada vez que llegan a una conclusión satisfactoria aparece un nuevo hecho que les tira abajo el edificio intelectual construido y finalmente unos pocos, entre los que me encuentro, hemos llegado a la conclusión de que buscar esa coherencia estratégica constituye una tarea imposible. La llegada de la derecha al gobierno no significa el reemplazo del modelo anterior (desarrollista, neokeynesiano o como se lo quiera calificar) por un nuevo modelo (oligárquico) de desarrollo, sino simplemente el despliegue de un gigantesco saqueo protagonizado por fuerzas entrópicas altamente destructivas que convierten al país burgués en una república de bandidos.

Esto nos debería llevar a la reflexión acerca del significado del fin de la era kirchnerista visualizado por algunos como un traspié, resultado de una derrota electoral por escaso margen, y por otros como el producto de una manipulación mediática prolongada, combinada con operaciones de la mafia judicial, de grupos económicos concentrados y del aparato de inteligencia de Estados Unidos. Esta última evaluación está más cerca de la realidad, sin embargo es insuficiente, el “golpe blando” existió (lo que pulveriza la presunta legitimidad democrática del gobierno actual) pero falta explicar porque fue exitoso.

Si nos limitamos a ciertos aspectos económicos del tema podemos observar que el motor externo empezó a enfriarse desde 2012 luego de la breve recuperación de la recesión global de 2009, la situación se agravó desde mediados de 2014 cuando los precios de las commodities cayeron en picada, la economía pasó a una etapa de crecimientos anémicos sostenidos por el mercado interno. Los grandes exportadores aumentaron sus presiones destinadas a obtener en la economía nacional beneficios que les permitieran compensar las menores ganancias externas convergiendo con intereses financieros y agrupando al conjunto de la derecha mediática, judicial y política, se trató de una jauría que se fue envalentonando a medida que su enemigo perdía espacio económico y se acentuaba la crisis global.

Los equilibrios del gobierno fueron cada vez más inestables, las compuertas neokeynesianas que bloqueaban la marea comenzaron a sufrir fisuras para finalmente desmoronarse, la candidatura presidencial de Daniel Scioli fue una opción defensiva y débil que no pudo evitar el derrumbe. Entonces se desató (fue desatada) la recesión y diversas señales nacionales e internacionales nos indican que lo hizo para quedarse, nos encontramos ante el comienzo de una depresión económica resultado de la reproducción de un sistema que ha ingresado en una fase de contracción desordenada.

Una referencia importante es la de la salida de la recesión producida desde 2003, en ese período convergieron dos factores principales: el alza de los precios internacionales de las commodities y la reanimación del mercado interno.

El “motor externo” fue impulsado por el auge de mercados emergentes como los de China o Brasil, entre otros, lo que permitió una mejora sustancial de las cuentas externas de Argentina. Los precios de las commodities experimentaron subas notables en esos años impulsadas no solo por la expansión de la demanda internacional sino también por el crecimiento de la especulación financiera, las operaciones globales con productos financieros derivados basadas en commodities llegaban en diciembre de 2003 a 1.4 billones de dólares, en diciembre de 2005 alcanzaban los 5.4 billones, en junio de 2007 llegaban a 8.2 billones y en junio de 2008 a 13.1 billones de dólares.

Por su parte el “motor interno” funcionó empujado por el ascenso del empleo, de los salarios reales y de los ingresos de las capas medias, en consecuencia se expandió la demanda interna y el tejido industrial, la economía argentina se recuperó creciendo a tasas excepcionales. Como es sabido, el salario real promedio experimenta en Argentina una tendencia descendente de largo plazo (desde mediados de los años 1970), sufrió una caída descomunal durante la crisis de los años 2001-2002, luego se recuperó llegando a los niveles de los años 1990 pero sin alcanzar nunca los de los años 1970, ni siquiera los de mediados de los años 1980, podríamos resumir lo sucedido señalando que la reanimación del mercado interno se apoyó en un fuerte crecimiento del empleo y en una recuperación salarial limitada.

Si el crecimiento anémico de los últimos años del gobierno anterior incentivó la voluntad de rapiña de los grupos económicos concentrados, es altamente probable que la recesión actual la acentúe mucho más, al achicarse la economía, como resultado de los ajustes y las transferencias de ingresos esos grupos intentarán al menos sostener su volumen real de ganancias apropiándose de una porción creciente del ingreso nacional, aunque empujados por su propia dinámica y por el ejercicio de la totalidad del poder es casi seguro que buscarán absorber un volumen real mayor. Además las medidas que buscan reequilibrar los desequilibrios provocados por las propias medidas económicas del gobierno causan mayor inestabilidad y empobrecimiento del grueso de la población. Es el caso de la tentativa de desacelerar la suba de la cotización del dólar subiendo las tasas de interés con lo que a veces se consigue frenar por poco tiempo esa tendencia, pero a costa del agravamiento de la recesión, o cuando se pretende achicar el déficit fiscal reduciendo el gasto público (despidiendo empleados, clausurando programas, etcétera), lo que agrava la recesión y en consecuencia reduce los ingresos fiscales y aumenta el déficit. En suma, nos encontramos ante un círculo vicioso de concentración de ingresos, achicamiento del Estado y hundimiento de la actividad económica.

La caída de los salarios reales no alienta más inversión interna o externa desalentada por el desinfle de los mercados nacional y global (no hay alternativa exportadora). Mientras tanto, el gobierno aparenta aferrarse ante lo que sería la tabla de salvación de la economía: el endeudamiento externo que teóricamente le permitiría realizar inversiones reactivadoras, pero el clima enrarecido del sistema financiero internacional comprime el espacio de los potenciales acreedores cada vez más duros ante una economía nacional deprimida. En realidad esa ansiedad por endeudarse no responde a una pasión desarrollista sino a la presión de los grupos de negocios que han acumulado superbeneficios en estos últimos meses (exportadores, bancos, etcétera) y que necesitan convertirlos en dólares, es la evasión de capitales y no la inversión productiva la que reclama endeudamiento externo.

Conclusión: los dos motores de la salida de la recesión en la década pasada ha dejado de funcionar, las políticas que buscaban compensar el ciclo recesivo global han sido eliminadas por las clases dominantes, antes les habían sido útiles para restablecer la gobernabilidad y acumular beneficios ahora las han destruido porque frenaban su voracidad.

Es posible elaborar un modelo excesivamente abstracto de estabilización del proceso depresivo argentino bajo la forma de “economía de baja intensidad” o de “penuria”, es decir una estructura económica dual con un sector popular contraído y una élite parasitando sobre el primero (súper explotación de los trabajadores y otros saqueos a las clases medias y bajas). Ello permitiría mantener relativamente bajos niveles de importaciones que asegurarían (no siempre) saldos positivos de la balanza comercial destinados a pagar deudas externas. Estas últimas, además de llenar las arcas de las redes financieras, podrían ser utilizadas para bloquear peligros de implosión y de revuelta social operando como una suerte de droga dosificada destinada a preservar la reproducción del sistema.

Ese modelo económico siniestro necesitaría de manera ineludible del apoyo de un aceitado mecanismo de represión y degradación de las clases inferiores, se trataría de la instalación de un régimen neofascista acorde con la doctrina de la Guerra de Cuarta Generación (restringiéndonos a la realidad latinoamericana, no está de más observar lo que ocurre en México o en países de América Central). Requeriría además de mucha estabilidad al interior de la articulación mafiosa, de la atenuación de las disputas internas ante un botín de volumen variable sujeto a numerosos factores de inestabilidad locales e internacionales. Se trata de un escenario de muy difícil (pero no imposible) realización, empalmando con tendencias depresivas globales acompañadas por el aumento de la volatilidad en mercados decisivos, la proliferación de guerras, los deterioros institucionales de los estados centrales, los derrumbes y crisis graves de estados periféricos y otros síntomas claros que describen a un planeta que se encamina hacia horizontes de alta turbulencia.

El fantasma del 2001. El gobierno macrista se comporta como suelen hacerlo los llamados “sistemas caóticos” que, a diferencia de los “inestables” (en desorden permanente) y de los “estables” (que tienden hacia el orden de manera irresistible), oscilan entre un polo ordenador, es decir un “atractor” neofascista y fuerzas que lo desordenan, que lo conducen hacia la crisis de gobernabilidad.

La marcha hacia la dictadura mafiosa está apuntalada por tres estrategias convergentes: la corrupción de dirigentes, la represión de las protestas sociales y políticas y el bombardeo mediático. Son operaciones de eficacia incierta, circulando en medio del hundimiento económico y de la pugna de intereses entre grupos dominantes, se apoyan además en una base social reaccionaria cuyo núcleo duro impulsado por una euforia neofascista está incrustado en las clases medias y altas.

La corrupción de dirigentes políticos y sindicales puede serle útil a corto plazo para imponer decisiones impopulares o frenar protestas, pero desgasta a los corruptos, erosiona sus posiciones de poder reduciendo a no muy largo plazo su capacidad operativa, las hace cada vez más vulnerables ante el descontento popular. Es lo que se percibe en los primeros meses del gobierno macrista respecto de la compra de sindicalistas, diputados, senadores y gobernadores.

La represión avanza, funciona un Ministerio de Seguridad subordinado al aparato de inteligencia de Estados Unidos, han regresado las “policías bravas”, ha sido dictado un “Protocolo” de represión de protestas populares, aparecen las primeras expresiones, aparentemente desprolijas, de represión ilegal. Pero no es seguro que esa estrategia de amedrentamiento tenga éxito, es posible que su efecto termine siendo el opuesto del que busca el gobierno, existe en Argentina una enraizada cultura de confrontación contra la brutalidad estatal que puede resultar un catalizador del desborde opositor.

El bombardeo mediático fue un instrumento decisivo de la llegada de Macri a la presidencia, tuvo una elevada eficacia, atacando al gobierno y ampliando un vacío político que podía ser ocupado por opositores de derecha que se limitaban a denunciar al oficialismo contraponiendo promesas vagas de felicidad futura. Ahora esos medios tienen que cargar con la compleja tarea de defender a un régimen claramente antipopular. En este nuevo escenario su eficacia es decreciente y el intento por compensar ese declive aumentando la presión mediática (de por sí abrumadora) produce efectos de saturación y descrédito de dichas intoxicaciones hasta generar rechazos cada vez más fuertes.

Finalmente, la base social neofascista puede ser fanatizada al extremo por los medios de comunicación pero es casi imposible impedir que su área de influencia, sobre todo en las clases medias, se vaya reduciendo a medida que se prolonga la depresión económica, lo que terminará por deteriorar a ese sector reaccionario.

En síntesis, el sistema dispone de instrumentos y apoyos sociales crecientemente vulnerables, su fuerza depende en última instancia del grado de debilidad de su adversario: el espacio popular, si este se pone en marcha fortaleciéndose en la pelea, el instrumental autoritario podría sufrir fisuras, desgarramientos cada vez más importantes, su inevitable centralismo operativo acosado por una marea ascendente de ataques, resistencias y repudios iría perdiendo vitalidad, acentuándose sus contradicciones internas, el contexto global turbulento debería contribuir a dicho proceso.

Tarde o temprano la resistencia popular puede llegar a convertirse en ofensiva general contra el sistema, la acumulación de despliegues combativos de los de abajo produciendo repliegues en las élites dominantes terminaría por generar un salto cualitativo de grandes dimensiones, no sería la primera vez que ocurre ese fenómeno en Argentina, aunque su aspecto y contenido puede llegar a incluir muchas novedades.

Obviamente el deterioro grave del gobierno macrista puede llevar a una remodelación del equipo presidencial (una suerte de “gobierno-de-unidad-nacional”) o a un cambio institucional de gobierno, destinado a estabilizar la situación, aunque los mismos, aun introduciendo medidas “sociales” más o menos audaces, se enfrentarían a una crisis sistémica apabullante, mucho más grave que la de 2001 en un contexto global depresivo, una coyuntura de ese tipo difícilmente podría ser superada con aspirinas rosadas o de otro color.

Apenas llegó a la presidencia Macri lanzó a gran velocidad una andanada de decretos arbitrarios, desplegó de inmediato una ofensiva para asegurar el control derechista de los medios de comunicación, compró (o extorsionó) a dirigentes políticos y sindicales, redujo el poder adquisitivo de los salarios y las jubilaciones, lanzó una ola de despidos de empleados públicos, concretó enormes transferencias de ingresos hacia las élites dominantes, en suma: desplegó una blizkrieg destinada eludir las resistencias posibles antes de que estas se organicen. De todos modos no estaba en condiciones de imponer el gigantesco saqueo realizado mediante un sistema de negociaciones, el nivel de destrucción logrado en tan poco tiempo probablemente lo haya convencido de su éxito incitándolo a seguir avanzando.

La irrupción devastadora de las élites dominantes podría ser asimilada a la de un ejército penetrando en un vasto territorio, al comienzo la ofensiva es exitosa, el efecto sorpresa, la explotación de debilidades locales, la contundencia del operativo, etcétera. permiten avances rápidos aparentemente irreversibles, pero poco a poco las víctimas empiezan a reaccionar acosando al invasor y el espacio simplificado por mapas e informes de especialistas se va convirtiendo en un sistema complejo, crecientemente incontrolable. La velocidad inicial de la sucesión de victorias que en un principio aparentaba ser la clave del éxito, empieza a ser percibido por el invasor como la principal causa de sus dificultades, la rapidez operativa genera fenómenos de inadaptación, de sobre-extensión estratégica que aumentan su vulnerabilidad llevándolo finalmente a la derrota, aplastado por una avalancha humana incontenible (recordemos lo que le pasó a Napoleón cuando invadió Rusia).

Macri podría terminar descubriendo que la realidad social argentina es mucho más compleja que lo que su visión de mafioso detectaba, que la cultura popular existe y se reproduce (maltrecha, golpeada, pero existe), que los salarios no son como él dijo una vez “un costo más” que puede y debe ser comprimido al máximo como cualquier otro insumo sino el pago a seres humanos que piensan y se defienden, y finalmente que para un bandido no hay nada peor que otro bandido (los socios de hoy pueden ser los caníbales de mañana).

Jorge Beinstein. Economista argentino, docente de la Universidad de Buenos Aires



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