La cuita
José Antonio Ramos Sucre
(Cumaná, 1890-Ginebra, 1930)
José Antonio Ramos Sucre
(Cumaná, 1890-Ginebra, 1930)
La adolescente viste de seda blanca. Reproduce el
atavío y la suavidad del alba. Observa, al caminar, la reminiscencia de
una armonía intuitiva. Se expresa con voz jovial, timbrada para el
canto en una fiesta de la primavera.
Yo escucho las violas y las flautas de los juglares
en la sala antigua. Los sones de la música vuelan a zozobrar en la
noche encantada, sobre el golfo argentado.
El aventurero de la cota roja y de las trusas
pardas arma asechanzas y redes contra la doncella, acervando mis dolores
de proscrito.
La niña asiente a una señal maligna del seductor.
Personas de rostro desconocido invaden la sala y estorban mi interés.
Los juglares celebran, con una música vehemente, la fuga de los
enamorados.
De La torre de timón, 1925.
La piedra y el espejo xvi
Antonia Palacios
(Caracas, 1904-2001)
Antonia Palacios
(Caracas, 1904-2001)
Al extremo de tu brazo miré tu reloj.
Las agujas que marcan las horas, las que marchan
más aprisa en los minutos y aquella agitada, febril, que cuenta los
segundos. Pensé en los antiguos relojes, sin horas y sin tiempo. El
reloj del abuelo con leontina de oro, en la tapa grabada una inicial y
hacia adentro se ocultaba el retrato de la abuela.
Aquel reloj altivo que presidía los encuentros y el otro pequeñito que vigilaba el sueño y el aliento.
En el extremo de tu brazo miré tu reloj. Un círculo luminoso me reintegró al implacable tiempo.
De La piedra y el espejo, 1985.
Nada nos conmovió tanto…
Alfredo Armas Alfonso
(Clarines, 1921-Caracas, 1990)
Alfredo Armas Alfonso
(Clarines, 1921-Caracas, 1990)
Nada nos conmovió tanto a los catorce años como la
muerte de María, la niña pura del libro de Jorge Isaacs. Este tomito,
encuadernado en cuero rojo, con cantos y tafiletes dorados, había
pertenecido a la biblioteca del abuelo Ricardo Alfonso, y lo hallé en
uno de los baúles en la habitación frente al tanque. Solamente esas
paredes saben cómo lloré durante el proceso de enfermedad, muerte y
entierro de María.
Entonces cuando iba al cementerio de arriba a
visitar la tumba de Edda Eligia, la hermanita muerta, me parecía ver la
misma siniestra ave negra posada en el brazo de hierro de la cruz. Al
yo acercarme, el pajarraco levantaba el vuelo graznando lúgubremente.
Mi mayor felicidad entonces hubiera consistido en
que la tuberculosis acabara con la hija de Narciso Blanco, pero los
Blanco eran tradicionalmente una familia de gente sana.
De El osario de Dios, 1969.
Nací en Borburata
Elizabeth Schön
(Caracas, 1921-2007)
Elizabeth Schön
(Caracas, 1921-2007)
Nací en Borburata. En el corredor había un tinajero
verde; el agua se precipitaba y sonaba dentro del bernegal con un
ruido semejante al de las monedas pequeñas al caer. En el patio se
destacaba una fuente; los helechos se amontonaban alrededor y formaban
una carpa verdosa, húmeda, que olía gratamente. Los pilares eran
redondos, de madera, y en los sitios resquebrajados, apuntaban clavos
que, a veces, herían.
La casa no tenía muchas habitaciones. Los techos
estaban construidos de cañabrava y viguetas de mangle; allí las arañas
tejían sus enjambres que tupían los bordes del maderaje. En los copetes
de las camas, en los aguamaniles, siempre se hacinaba la polilla y una
arena fina, dorada, que el viento traía del mar lejano. Dos hornillas
permanecían prendidas; dentro de las brasas, de vez en cuando, se
asaban una mosca, una abeja que había estado cazando el caldo que se
cocía.
Detrás del corral, donde crecía un árbol de
apamate, una quebrada corría, ahí las vacas iban a beber, mientras los
torditos picoteaban sus lomos y yo pensaba en el día que viviese en
Caracas. Caracas la imaginaba igual al palacio más bello, inmenso,
habitado por hombres gloriosos.
De Casi un país, 1972.
Nevado
Orlando Araujo
(Calderas, 1928-Caracas, 1987)
Orlando Araujo
(Calderas, 1928-Caracas, 1987)
Yo sí es verdad que no aguanto eso y dijo al darle
pescozadas. Marcial salió de correndilla. Se trompicó, cayó y cogió a
llorar. Más que te peguen no llorés. Cómo no va a llorar si don Chico
pega tan duro, y el Marcial, un niño.
Dijo a correr y se perdió en el monte. Llevaba el cráneo abierto de una pedrada. Buen tiro, don Chico.
Lo recogió Barbas de Oro, ya con gusanos, y estuvo
echándole creolina. El pelo ralo y duro como junco de laguna se le
enmogotó sobre la cicatriz en un peñasco blanco. Le quitaron el Marcial y
le pusieron el Nevado.
Como no bebía aguardiente, no se obligaba a
conversar con nadie y estuvo muchos años sin bajar al pueblo. Entre
Sacapán y Las Bonitas recogió café, aliñó chimó, cortó mapora y cazó un
salvaje a machetazo limpio.
Un buen día bajó por don Chico.
Felipillo
Orlando Araujo
Orlando Araujo
Felipillo Racacabulla era un nombre muy largo para una vida muy corta.
Hizo de todo:
llevó becerros al potrero
fue monaguillo en aguinaldos
elevó papagayos sin cola: zamuracas
y mató cinco azulejos con su honda.
Se murió a los diez años, dando saltos, pero vivió más que don Cesáreo.
De Compañero de viaje, 1970.
La mirada
Salvador Garmendia
(Barquisimeto, 1928-Caracas, 2002)
Salvador Garmendia
(Barquisimeto, 1928-Caracas, 2002)
Un hombre encuentra a una mujer por la calle, la
toma, la lleva de inmediato a su casa y una vez allí la desnuda
completamente y se dedica a contemplarla. La situación es simple: ella
de pie, a cuatro pasos del hombre que la mira dentro de un círculo
perfecto, sólo perturbado por los reflejos de algunos objetos laterales
que apenas colorean el aire. La mira sin pausas, limpiamente, como
sólo puede hacerlo el ojo frío y destructor de los sueños. Al poco
rato, la mujer comienza a desmantelarse. Caen los senos, los brazos
desgajados se desprenden y todas las protuberancias se deslían,
teniendo como centro el foso imantado del vientre.
Cuando delante de él no hay más que aire y luz del
día, el hombre oye en su cabeza el zumbido de cien años de vida. Cierra
los ojos y piensa que dormirá hasta que lo despierten.
De Los escondites, 1983.
Muro de difusión, Caracas, Venezuela. Foto: David Kjelkerud (CC BY-NC-SA 2.0)
Pasatiempo
Rafael Cadenas
(Barquisimeto, 1930)
Rafael Cadenas
(Barquisimeto, 1930)
Por la mañana exploro las paredes de mi cuarto en busca de nuevos agujeros.
Pongo en ellos cartón piedra, jirones de ropa inservible, trozos de periódicos.
Encima les pego pequeñas tarjetas con vehementes recados.
Son exhortaciones anotadas apresuradamente en letras gruesas.
Combate
Estoy frente a mi adversario.
Lo miro, cuento la distancia entre él y yo, doy un salto.
Con mi mano abierta en sable lo cruzo, lo corto, lo
derribo, rápidamente. Veo su traje en el suelo, las manchas de sangre,
la huella de la caída; él no está por ninguna parte y yo me desespero.
De Falsas maniobras, 1966.
Inquisidores
Van de un sitio a otro midiendo, anotando,
mordiendo aquí, más allá, llenos de baba de pasado, muecas, rótulos.
Indican, señalan, dictan, corrigen, acosan. Ahí, dicen, está el
culpable. Nuestros códigos amaestrados lo perseguirán ladrando día y
noche. Ahí está, nuestros mastines olisquean el rastro sucio. Él es la
mancha en nuestras baldosas. Agravia nuestra pureza. Por el mundo,
siempre, con sus libros de cuentas, sus lápices perversos, su esto sí
esto no, sus autos de fe, sus pócimas vengativas, extendiendo un rojo
metro sobre el cuerpo que la jauría va a perseguir.
Ahí está el que nos traicionó, dicen. Escupamos, que ahí viene. Espiémoslo con un solo ojo.
De Memorial, 1977.
17
Francisco Pérez Perdomo
(Boconó, 1930)
Francisco Pérez Perdomo
(Boconó, 1930)
Mi cabeza, que por tiempos usurpa funciones propias
de mis manos, aquel día me rescató al borde del abismo. Ahora, cuando
pasa, me levanto el sombrero y reconocido le hago una ceremoniosa
reverencia. Ese día, todo mi cuerpo se arqueaba bajo el peso de una
incoercible náusea. Fue su gran oportunidad. Sin pedir permiso y
trabajando a una velocidad y una conciencia inenarrables, como tirada
brutalmente, mi cabeza se abalanzó sobre mí y me levantó de los
cabellos. Desde entonces entre nosotros se ha cultivado una infalible
reciprocidad.
De La depravación de los astros, 1966.
La creciente
Eduardo Zambrano Colmenares
(Táriba, 1935)
Eduardo Zambrano Colmenares
(Táriba, 1935)
Comenzó a bajar toda la gente corriendo y asustada,
a ver qué era lo que pasaba; entonces mi papá y yo nos amarramos las
alpargatas, nos tapamos con un hule y nos fuimos detrás, a ver. Y era
que el río había crecido como una cosa muy grande, así como si el mundo
se fuera a acabar. Y se trajo todos los árboles que pudo, arrancándolos
con todo y raíces, y tumbó todas las casas que encontró por el camino y
arrastró con todos los animales y con cuanta cosa pudo arrastrar.
Después se formó en el puente una represa muy grande y comenzó a
llenarse y a llenarse hasta que el puente no aguantó más y reventó. Ese
fue el ruido que escuchamos, el estruendo que toda la gente escuchó y
que los hizo salir corriendo de las casas porque creían que el mundo se
estaba acabando. Pero nosotros no vimos sino las guayas y los pedazos
de hierro doblados. Vimos también cómo pasaban las vacas y los caballos
con la cabeza afuera del agua y el tronco de un árbol muy grande,
donde la gente decía que se veía como un hombrecito montado, como un
indio chiquito, más bien como un negro, y que ése era el indiecito o el
negro del encanto de la laguna de El Cedral.
De La desmemoria, 2006.
El día hacia la madrugada
José Balza
(Tucupita, 1939)
José Balza
(Tucupita, 1939)
La experiencia ha sido nítida y sencilla, lo que me confunde es por qué ocurre conmigo.
Rómulo Gallegos |
Amanecía y fui lanzado violentamente contra una
pared, que está hecha con cáscaras de huevo o es una inmensa cáscara
de huevo, aunque al comienzo me pareció vertical.
El impacto hace que en ella queden atrapadas mis
manos, trato de separarlas, gesticular, y entonces también los brazos
van quedando adentro.
Sin advertirlo, penetro. La piel circular impone una sensación de viscosa humedad. Es mediodía allí.
Lentamente vuelvo del aturdimiento y descubro que
estoy en una especie de sala inmensa: en ella se acumulan –por momentos
en orden, como capas gaseosas– los materiales del sueño. Estoy en el
depósito de los sueños de todos.
De Un Orinoco fantasma, 2000.
El omnipotente iii
Luis Britto García
(Caracas, 1940)
Luis Britto García
(Caracas, 1940)
Basta que quieras jugar contra mí, y en la apuesta
arriesgues tu vida, y que tengas un poco de suerte, para que yo quede
libre de mi tormento. Al fondo de un abismo o del cañón de un arma o
de un puñal te espera un martillo centelleante. Pero nada es tan fácil.
O nadie tiene valor, o nadie me escucha, o nadie me comprende.
De La orgía imaginaria, 1983.
Tregua
Luis Britto García
Luis Britto García
Las sirenas anunciaron la tregua y bajamos al río
desde lados opuestos. Bebimos y llenamos las cantimploras. Un momento
nos quedamos sentados en el cauce que nos mojaba, pensando, aunque
ninguno sabía qué pensaba el otro. Había tiempo y me lavé la cara y
hundí la cabeza y sentí un gran alivio. Luego sonó la primera sirena y
sin hablarnos nos retiramos, mirándonos. Cuando la segunda sirena sonó
disparé primero, y allí quedó tendido para siempre a la orilla del río
que sigue pasando para siempre.
De Andanada, 2004.
La velocidad de la muerte
Alejandro Padrón
(Maturín, 1944)
Alejandro Padrón
(Maturín, 1944)
El otro día corría huyendo de la muerte. Corría y
corría, y la sentía respirar en mi nuca. Pero me le escapé por un
angosto callejón, bajé unas escaleras a toda prisa, tomé la barcaza y
crucé el río. Ya en la otra orilla la miré. Estaba como brava, yo en
cambio muy contento, hasta que volteé y vi a mis desaparecidos
compañeros que me sonreían y me daban la bienvenida.
De Zona de sombra, 2005.
Los descubridores
Humberto Mata
(Tucupita, 1949)
Humberto Mata
(Tucupita, 1949)
Street Art en el estado de Barinas, Venezuela |
Cierta vez –de eso hace ahora mucho tiempo– fuimos
visitados por gruesos hombres que desembarcaron en viejísimos barcos.
Para aquella ocasión todo el pueblo se congregó en las inmediaciones de
la playa. Los grandes hombres traían abrigos y uno de ellos, el más
grande de todos, comía y bebía mientras los demás dirigían las pequeñas
embarcaciones que los traerían hasta la playa. Una vez en tierra –ya
todo el pueblo había llegado–, los grandes hombres quedaron perplejos y
no supieron qué hacer durante varios minutos. Luego, cuando el que
comía finalizó la presa, un hombre flaco, con grandes cachos en la
cabeza, habló de esta manera a sus compañeros: Amigos, nos hemos
equivocado de ruta. Volvamos. Acto seguido todos los hombres subieron a
sus embarcaciones y desaparecieron para siempre.
Desde entonces se celebra en nuestro pueblo –todos
los años en una fecha determinada– el desembarco de los grandes hombres.
Estas celebraciones tienen como objeto dar reconocimiento a los
descubridores.
Documento de muerte
Gabriel Jiménez Emán
(Caracas, 1950)
Gabriel Jiménez Emán
(Caracas, 1950)
Recuerdo muy bien el día de mi muerte. Todos
estaban tristes por lo trágico del accidente: mi automóvil pierde los
frenos y da de lleno contra un camión.
Yo fui a verme en la urna. Era algo realmente
horrendo observarse ahí dentro sin poder hacer nada para escapar.
Créanme que sentí náuseas y el estómago se me anudó. Desde entonces no
he podido dormir y cada día me siento peor.
Prometo firmemente que la próxima vez que me muera
no iré a verme, pues se termina por no saber nada acerca de la muerte; y
si se está muerto, por lo menos tiene uno el derecho de saberlo.
De Los dientes de Raquel y otros textos breves, 1993.
Círculo de la memoria
Douglas Bohórquez
(Maracaibo, 1951)
Douglas Bohórquez
(Maracaibo, 1951)
Poco recuerdo del niño que fui. De vez en cuando
algo salta como una culebra envenenada sobre el círculo de mi memoria.
Algunos días de juego atrapados en la prohibición del padre. Unos
pantalones cortos eran la medida exacta de lo que debía decirse. Si
quise altura, nunca me atreví a saltar. Si quise palabras tuve pecados.
Si quise cielo tuve tierra. Todo fue obedecer ciegamente, atado a esa
locura de silencio que nos vuelve ciegos, despojándonos adentro de esa
inmensa lujuria de la luz.
De Calle del pez, 2005.
Incluso antes
Román Leonardo Picón
(Mérida, 1951)
Román Leonardo Picón
(Mérida, 1951)
Sin su presencia, el mundo le parecía un artificio
de inutilidad. La historia igualmente absurda, todas esas páginas sin
sentido, apretujadas en libros donde no se hallaba su nombre ¿para qué?
Pensó cuán ocioso era Dios que se ocupó de tantas intrascendencias
antes de nacer él.
De Cuentos de una sola palabra, 1999.
Por miedo a los espejos
Harry Almela
(Caracas, 1953)
Harry Almela
(Caracas, 1953)
Fue por esos días cuando perdió el gusto de mirarse
en los espejos. No era nada particular. No era, por ejemplo, el pánico
a quedarse allí volteado, respondiendo con la mano izquierda lo que
hacía de este lado con la derecha. Tampoco era el mirarse repetido allí
hasta cien veces, como cuando jugaba en su niñez a ser la bailarina de
la pandereta que tenía en su mano una pandereta con una bailarina y así
hasta el cansancio o el vértigo. El asunto era más elemental. Sería
pánico de pensar que podía llegar a parecerse a alguien que no
conociera. Mirarse en el espejo era cansarse de su propia imagen y
poder comenzar a parecerse a otras personas. Sólo recordaba la traición
y la guerra, el pacto que tuvo que hacer con el mal para mantenerse a
flote mientras duraba esa tormenta.
–Era mayo –se decía en voz baja–. Era mayo y yo era un hombre.
De Como si fuera una espiga, 1988.
Escena de un spaghetti western
(versión chicana)
Armando José Sequera
(Caracas, 1953)
(versión chicana)
Armando José Sequera
(Caracas, 1953)
Los dos pistoleros, el uno de Tijuana y el otro de
Laredo, se encontraron en pleno Desierto de Gila, al norte de Tucson.
Ninguno creyó que el otro fuera un espejismo, por lo que ambos
dispararon sobre lo que para ellos era una repentina y nada agradable
aparición.
Aquella tarde, los zopilotes se cansaron de revolotear sobre el polvo y el silencio, desconcertados por la inmensa soledad.
De Escena de un spaghetti western, 1986.
Para escoger
Víctor Guedes García
(Trujillo, 1954)
Víctor Guedes García
(Trujillo, 1954)
Fíjate, fíjate cómo se bañan sin que nada los tape.
A mí me daría miedo. Parece bueno ese pozo. Debemos descubrir los días
que no vienen, para bañarnos sin peligro de que nos vean. Pero traemos
traje de baño; no vaya a ser que nos sorprendan sin nada encima. Me
daría pena. Ustedes tienen esas caras coloradas. Aprovechen; de todas
maneras nadie sabe que estamos aquí y hay que ir aprendiendo. Porque no
falta mucho para comenzar a dormir con alguien. Y es bueno
acostumbrarse a conocer cómo es el cuerpo de quien nos va a acompañar.
Bueno, vale, yo hablo así porque no tengo la culpa que una hermana mía
trabaje en la vaina esa de putas, y cuando llega rascada empieza a
contarnos cosas. No puedo taparme los oídos. Además eso no es malo, que
yo sepa. Mi hermana dice que si no fuera por eso el mundo no
existiría. Después de todo ustedes fueron quienes descubrieron este
sitio y me trajeron para ver cuando se esté bañando alguien. No
hablemos mucho, nos pueden oír y se nos acaba la diversión. Miren bien,
para ir escogiendo. Yo ya me decidí. El que más me gusta es Antonio.
De El cuerpo presente, 1983.
Revolución ii
Wilfredo Machado
(Barquisimeto, 1956)
Wilfredo Machado
(Barquisimeto, 1956)
La fotografía la compré en México en una librería en la Casa de los Azulejos en DF.
Sus ojos me estuvieron rondando toda esa tarde. La fotografía sepia,
casi amarillenta, sólo mostraba a un niño vestido con arreos militares.
¿Qué edad podría tener?, ¿siete?, ¿ocho años? Es extraño, pero puedo
ver el rostro de la muerte asomar de sus ojos vacíos como una cosa
siniestra. Seguramente, él lo intuía. Si no ¿por qué vería a la cámara
con la mirada impasible y serena de aquellos que se saben condenados a
una muerte temprana? Él posa para la cámara porque sabe que está
muerto. Él posa para la cámara con el único fin de que yo escriba esta
historia. Finalmente, ser sólo una postal para turistas incautos.
De Poética del humo. Antología impersonal, 2003.
Domingo
Omar Mesones
(Caracas, 1956)
Omar Mesones
(Caracas, 1956)
Roto el hechizo del deseo, siento que ella no es
más que una mujer de amplias caderas y generosos senos, cubierta toda
por una tenue película de sudor con la que va mojando la sábana de mi
cama. Me inclino para buscar y encender un cigarrillo. Apenas lo aspiro,
sus dedos me lo roban y lo colocan en sus labios. Exhala el humo y me
sonríe. Se acomoda sobre su almohada y se pasa la mano por su frente.
No es que quiera que se largue, pero si se levantara, recogiera su
falda, se pusiera su franela y se marchara, juro que no me pesaría en
lo más mínimo.
Me levanto a orinar. Abro la ventana. Escucho voces
y risas de unos niños que juegan pelota en la calle. Afuera, también
se cumple el agobiante tedio de una tarde de domingo.
De El atador de cabos, 2000.
Reversible
Antonio López Ortega
(Punta Cardón, 1957)
Antonio López Ortega
(Punta Cardón, 1957)
Marie-Angie nunca ha existido. No existió nunca su cara, no se desbordó nunca el rimmel
negro de sus ojos también negros, no fue baja su estatura. Nunca nos
conocimos en un pasillo de la Universidad de París y nunca supe que era
divorciada y que tenía un hijo vivaz de diez años.
Propaganda en el estado de Sucre, Venezuela |
Su carro no era un Renault. El tren para ir a su
casa no se tomaba en la Gare Saint-Lazare. No quedaba su apartamento en
un segundo piso y nunca su habitación dio hacia un patio interior con
flores.
Su cama nunca fue un colchón duro tirado en el suelo. Su ventana nunca se estremeció con la ventisca y la lluvia.
No probé su cuerpo. Nunca me extendí sobre esa
superficie pálida, ansiosa, que me esperaba todos los viernes en la
noche y no se rendía hasta el amanecer.
Nunca fui a un concierto de Génesis con su hijo: nunca nos emocionamos oyendo un solo de batería de Phil Collins.
No existió Marie-Angie. Lo que existe es el recuerdo, incisivo, y el único que insiste en darle cuerpo soy yo.
De Lunar, 1997.
Devota
Stefania Mosca
(Caracas, 1957-2009)
Stefania Mosca
(Caracas, 1957-2009)
La joven mujer, como para cerrar los ojos por
dentro y callar el cuerpo y detener estas palabras que suspiran, abre
su libro de oraciones con un sagrado, sangrante e iluminado Corazón de
Jesús en la portada. Lee. Son las mejores historias eróticas que
conoce. El rubor de las mejillas y la desolada guía de su mirada hablan
por sí solas.
De Mediáticos, 2007.
De anima
Juan Antonio Calzadilla Arreaza
(Caracas, 1959)
Juan Antonio Calzadilla Arreaza
(Caracas, 1959)
En medio de los cuerpos unísonos, que se batían,
que se batían, en la noche mecánica, ellos creyeron reconocerse, y se
distanciaron del tumulto entrelazando ya sus segmentos de piel, con
voces susurrantes que la estridencia incluso lejana, casi no dejaba
oír.
–¿Cocacola®?
–Cocacola®, a veces Pepsi®.
–¿Y por casualidad Fiorucci®?
–No, pero Goldfinger®.
–¿Entonces, Celutronic®?
–Más bien Lecoq®…
–¡Uao, Toika®!
Se miraron, y descubrieron con un amor del instante que poseían un alma común, y sólo dos cuerpos distintos.
De Crónicas y tópicas de la Edad de la Muerte, 2004.
Su cabello es un mundo
Kart Crispín
(Caracas, 1960)
Kart Crispín
(Caracas, 1960)
Me gusta que me lo eche en cara, que lo deje
tendido sobre mí para explorarlo, para olisquearle las puntas y las
raíces. Porque en su cabello viven la vainilla de Madagascar, las
naranjas de Málaga, los albaricoques de Languedoc, el almizcle guardado
en los baúles, la tarde roja que cae sobre el Mississippi, el ruido de
dagas balinesas, la lavanda de los boticarios, la buena nueva de la
luna llena, el rumor de un bote sobre el Caribe. En su cabellera, mejor
que la de Rapunzel, habita un mundo que voy revelando sin prisas.
De Ciento breve, 2004.
Urbana
Miguel Gomes
(Caracas, 1964)
Miguel Gomes
(Caracas, 1964)
No estoy acostumbrado a las intrigas, pero en una tarde difícil como ésta no pudo haber sucedido otra cosa.
La primera en lanzarme aquella mirada extraña fue
la cajera del supermercado. Creí que había sido sólo una casualidad,
hasta que el muchacho que vendía periódicos me miró de la misma manera,
con algo de hostilidad.
Opté por olvidar el asunto y tomé un autobús. El
conductor, un hombre lánguido y maltratado por el sueño, me observaba
igual que los otros. Busqué asiento con paso inseguro y terminé al lado
de una mujer que en todo el viaje no apartó la vista de mí, esperando
que yo la mirara con alguna complicidad.
Como los demás, perdió su tiempo. No lograrían implicarme en aquel asunto.
Me bajé del autobús y decidí volver a casa. La tarde, pensé, no duraría para siempre.
De Visión memorable, 1987.
Juan Carlos Méndez Guédez
(Barquisimeto, 1967)
(Barquisimeto, 1967)
En la vida no hay otra justicia posible que el azar,
leyó el médico entre la fatiga de los ojos y el sopor del brandy. La
frase de Borges lo impactó doblemente: por desconocida, y sobre todo
por exacta.
Desde ese instante, todas las noches se despide de la enfermera con las palabras de rigor:
–Estoy en mi casa, el paciente está delicado, cualquier emergencia me llama por el buscapersona.
Cuando llega a su apartamento, junto con la copa de
licor toma entre sus dedos la moneda. Al lanzarla, la luz de las
lámparas la nutre con exiguos destellos. Luego es el tintineo sobre el
piso, el oscilar de las dos caras. Si aparece el rostro de Bolívar, el
buscapersonas permanece encendido durante la noche y es posible
cualquier aviso. Si por el contrario aparece el sello, el doctor extrae
las baterías del aparato y las coloca sobre la mesa.
–“En la vida no hay otra justicia posible que el
azar” –susurra mientras camina hacia el cuarto y su esposa lo aguarda en
la capa más profunda del sueño.
De Historias del edificio, 1994.
Mall
Víctor Vegas
(Barquisimeto, 1967)
Víctor Vegas
(Barquisimeto, 1967)
Una mujer que va de shopping para combatir
su soledad y la puntual crisis de los cuarenta; el vigilante que acaba
de recibir la guardia; la inmigrante que limpia las áreas de servicio;
el joven que se ocupa de los antojos de un par de turistas en la tienda
de la esquina; un grupo de niños que aplastan sus rostros risueños
contra los cristales de una juguetería… sus historias, y las de otros
muchos, están a punto de coincidir en las primeras páginas de los
periódicos y telediarios, una vez que el terrorista haga detonar la
carga de C-4 que lleva ceñida al torso, bajo la gabardina.
De Historia secreta de ciertos objetos.
Microficciones para lectores con prisa, 2009.
Microficciones para lectores con prisa, 2009.
Estatua
Rafael Victorino Muñoz
(Valencia, 1972)
Rafael Victorino Muñoz
(Valencia, 1972)
La estatua tendría allí unos ciento cincuenta años.
Generaciones de palomas habían cambiado el bronce por un blanco sucio.
Una mañana, al levantarnos, alrededor de la estatua encontramos los
cadáveres destripados de muchas palomas. En su pedestal la estatua
lucía una nueva sonrisa.
De Relatos, 2005.
La sombra sonriente
Marco Gentile
(Barquisimeto, 1978)
Marco Gentile
(Barquisimeto, 1978)
Desde hace varios días mi sombra anda pelándole el
diente a todo mundo. Nadie me saluda, me ignoran para prestarle
atención a ella, dicen que es locuaz, ingeniosa y carismática. Se pone
mi ropa y me ordena silencio. Ya estoy harto de su petulancia: un día de
éstos le entierro un rayo de luz en el pecho.
De El demonio raquítico, 2007.
Niebla
Miriam Mattey
(Maturín, 1978)
Miriam Mattey
(Maturín, 1978)
Al palpar el otro lado de la cama, notó su
ausencia: la mañana llegaba con un frío seco y él, observando taciturno
por la ventana, lo confundía con el humo de su café. Le habría
encargado su noche a la rutina, como todas las que precedían a ésta,
desde el día en que todo ocurrió.
Miraba a lo lejos, buscando desconectar al tiempo:
presentía su regreso y, cuando pasaba, la locura iba marcando cada paso
que debía dar, hasta el momento del encuentro esperado. La dicha plenó
su mente, y el café bajaba su temperatura al igual que el clima,
mientras una sonrisa cálida en su cara proyectaba aquella felicidad
pasada.
De pronto, al volver en sí, su sonrisa se tornó
gris, y viendo fragmentos de tizne en el cielo sintió cómo el corazón se
endurecía, clamando compasión. Sus manos arrugadas, trémulas,
evidenciaban olvido; conocían más que nadie lo que habían hecho, pero
ya no tenían tregua.
Sin quererlo, el día cayó en su noche, y sin luz
que diera con algo de pena en la culpa, quedó en la butaca; exangüe en
el silencio.
De Sueños enanos, 2007.
Sólo el gato
Natalia Contramaestre
(Mérida, 1979)
Natalia Contramaestre
(Mérida, 1979)
Esta mañana abrí los ojos y vi al gato acurrucado a
mis pies. Unos segundos sólo, bastaron para retomar el estado de
profundo abatimiento con el que me acosté anoche.
Mesas, pedido, caras y más caras, me atravesaron de
nuevo el espíritu. Los amigos ausentes que me acompañaron durante la
noche, esfumados esta mañana. El amor hace un año que se fue.
Esta mañana abrí los ojos, y sólo el gato estaba ahí.
De ¿Quieres jugar al memory?, 2006
Mural propagandistico en la ciudad de Maturin, Venezuela
vía:
http://www.jornada.unam.mx/2015/01/04/sem-narrativa.html
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