Hace unos días, una
desesperada jovencita anunció en internet que se suicidaría por
desamor, y lo cumplió.* Como parte del absurdo cotidiano, y a propósito
del primer centenario del nacimiento de Albert Camus, comencé a hojear
sin proponérmelo el libro Esa visible oscuridad, de William Styron. En esa Memoria de la locura
–que es el subtítulo de esa pequeña joya–, Styron hace un recuento de
la profunda depresión que comenzó a sufrir en el verano de 1985. Mi
lectura paradójica devino en evidencia al saber que los libros de Camus sintonizaban “radicalmente con la visión de la vida” que Styron se había hecho cuando tenía treinta años. Por ejemplo, dice: El extranjero
“fue un formidable detergente de mi intelecto”, y aceptaba enteramente
que “sólo hay un problema filosóficamente serio, y es el suicidio”.
Después, para seguir con el tono de esta máxima violenta y
radical, de manera sobrecogedora Styron relata cómo la depresión fue
infiltrándose en su vida sin que él pudiera darse cuenta.
La madre ab-surda
La filosofía del absurdo que Camus explora tiene
como telón de fondo la segunda guerra mundial, cereza del pastel de la
milenaria actividad bélica internacional. Es el momento en el que se
derrumban las filosofías racionalistas (que ya habían sido
brillantemente cuestionadas desde el siglo XIX por los maestros de la sospecha:
Marx, Nietzsche y Freud), incapaces de dar una respuesta elemental a
miles y miles de seres humanos que tienen una sola pregunta: ¿qué
hacemos para existir? En este sentido, tiene una coherencia interna
implacable que la palabra “absurdo” se componga del prefijo ab (de) y sordus
(sordo). En la antigüedad, esta palabra se aplicaba como concepto
musical, y en el alto latín hacía referencia a sonidos bruscos y
disonantes; estridencia o sordera que puede aplicarse tanto a los amos
de la consternación internacional como a los antihéroes de Albert
Camus; esos aliens indiferentes ante el teatro o el sinsentido
de la vida que se niegan a formar parte –como si no pasara nada– del
hato humano demencial.
Se sabe que la madre de Camus era sorda; además de
que no sabía leer ni escribir, trabajaba como sirvienta y vivía una
complicación lingüística franco-árabe. Se sabe que el niño Albert Camus
vivió en la orfandad y en la pobreza (su padre murió en combate
durante la primera guerra mundial). Es probable que entonces sufriera
los primeros ataques existenciales para los que no encontró respuesta; acaso, eso sí, la contundencia corporal y algunas disonancias
fonológicas de su madre, objeto de su amor que, décadas más tarde, en
pleno conflicto bélico en Argelia, lo hizo decir: “Ninguna causa,
aunque sea inocente y justa, me separará jamás de mi madre, que es la
causa más importante que conozco en el mundo”, declaración festinada
por sus detractores que la calificaron como “un gran error político”.
Por supuesto, esta afirmación en la que Camus prefería estar al lado de
su madre y no impartiendo cátedra en torno a las grandes discusiones
de la historia, fue interpretada como una postura ideológica sin ética
que no se comprometía con la realidad. La descalificación que hicieron
correr los “existencialistas” de la postguerra fue tan efectiva que,
aunque hace ya décadas se vino abajo el Muro de Berlín, todavía hay
quienes nostálgicamente se alinean a los grupos que vivieron en la misère de la philosophie y a la sombra de Sartre.
Amor constante más acá de la muerte (o la defensa maniaco-depresiva)
Camus se interesó profundamente por el individuo.
Hablaba de la gente, no de sistemas totalizadores políticos,
filosóficos, ideológicos o religiosos que, hasta la tercera parte del
siglo XX, funcionaron para imponer
distintas formas de creer y de pensar, combinaciones y refutaciones
físicas y metafísicas que se debatían entre la esperanza y el miedo.
Por supuesto, estos sistemas de control –renovadores de la fe en las
milicias, en la dictadura del partido o en las huestes celestiales–
eran francamente inaceptables para una humanidad que había declarado
una guerra a muerte contra ella misma.
Hieronymus Bosch, Extracción de la piedra de la locura |
En El mito de Sísifo, un hombre audaz, aunque de reputación dudosa, después de morir y engañar al soberano de los muertos, regresa a la vida para seguirla disfrutando. Como los dioses no logran atrapar al formidable sensualista recurren a Hermes, ese megahéroe
que, además de ser el santo pagano de comerciantes y ladrones, por sus
dotes de alquimista y clarividente es uno de los protagonistas
estelares del juego semiótico y del psicoanálisis. Hermes logra atrapar
a Sísifo y lo lleva prisionero de regreso al Hades, ese territorio del
inconsciente o in-visible oscuridad donde operan complejos
psíquicos y mitos. Sísifo tiene que cumplir con la sentencia que lo
condena, a perpetuidad, a subir una montaña mientras empuja una enorme
piedra. Cada vez que llega a la cima (especie de umbral saturado por una
formidable fuerza de gravedad) la piedra rueda cuesta abajo. Hace años
escribí que es preferible volver a empezar con lo que sea, desde el
mismo corazón del absurdo, antes que dejarse someter por la melancolía o
por un falso optimismo hasta el fin de nuestra vida. Trataré de
explicar esta idea a partir de la imagen de Sísifo cargando su
enigmática piedra. Esta frase posee una sospechosa sonoridad
que la vincula con el concepto psicoanalítico de “carga libidinal”, en
la que el héroe –el yo–, antes que hundirse definitivamente ante la
inercia de la roca, asume la extraordinaria tarea de reanimar el
movimiento e iniciar un nuevo ascenso. Sin embargo, Sísifo no es exonerado por default;
de ser así, la piedra, con todo y Sísifo en la cima –permítanme usar
la metáfora de un grupo musical argentino– podría irse del otro lado de la muralla que divide todo lo que fue de lo que será,
y el tiempo real volvería a activarse. Nuestro héroe, al fin, podría
bajarse de la rueda de la fortuna, pero entonces ya no sería un
personaje mítico, sino que formaría parte del estado consciente de la
mente. Mientras esto no suceda, será la constancia de Sísifo la que
mantenga a flote al yo –aunque sea con altas y bajas. Sísifo es un
símbolo que representa la defensa que establece el hombre absurdo
(probablemente aquel diagnosticado como maníaco-depresivo) para evitar
un knockout forever and ever.
Planeta Melancolía
Al designar una sombría paradoja, los editores decidieron ilustrar la portada de Semblanza, suma de poemas y textos de Alejandra Pizarnik, con el cuadro Extracción de la piedra de la locura, de Hieronymus Bosch, obra que alude al trastorno límite de la personalidad
que condujo a la gran poeta argentina a buscar una mejoría en el
suicidio; una tragedia en la que ni los oficios amorosos de Olga Orozco y
de Julio Cortázar lograron impedir que la piedra de la locura minara
definitivamente a la querida Alejandra. Ella era capaz de escribir
versos como éste: “alguien en mí dormido/ me come y me bebe”. Un
fenómeno semejante sucede con la protagonista del filme Melancholia
(Lars Von Trier, 2011.) Ahí, media docena de personajes masculinos
francamente repugnantes –junto a un progenitor mequetrefe– son
incapaces de reivindicar la figura paterna. La historia comienza cuando
un planeta diminuto, o piedrita de la locura, se va haciendo visible en
la materia negra que circunda al sistema solar. De manera
imperceptible, el planeta Melancolía va creciendo hasta que
irrumpe violentamente sobre la pantalla atropellando a todos. Es una
historia similar a la de Randall Jarell –excelente poeta y crítico de
la generación de Styron–, que murió atropellado por un automóvil, y
aunque su mujer insistía en que la tragedia había sido accidental, el
mismo Styron narra cómo el escritor había intentado varias veces
liberarse de una depresión extrema. Más o menos sucede lo mismo con
Roland Barthes, quien también muere atropellado “absurdamente”. El
semiólogo francés dejó constancia de su depresión en el Diario de duelo
que comenzó a escribir al día siguiente de la muerte de su madre. Sus
punzantes notas revelan los síntomas de una melancolía abismal. Va un
ejemplo:
Otoño de 1921.Proust está a punto de morir (toma demasiado Veronal)–Celeste: “Nos volveremos a encontrar en el Valle de Josafat.–¡Ah!, ¿de verdad usted cree que volveremos a encontrarnos? Si yo estuviera seguro de volver a encontrarme con mamá, moriría de inmediato.
Styron explica que la depresión que lo postró no
fue del género maníaco-depresivo, es decir, que no sufrió los
característicos hundimientos con cúspides de euforia. Styron, autor de novelas tan importantes como Esta casa en llamas y La decisión de Sophie,
escribió historias en las que deambulaban personajes alcohólicos y
suicidas. No es casual que su depresión comenzara a manifestarse cuando
dejó de consumir las grandes dosis de alcohol que lo “ayudaban” a
atemperar su angustia. Dice: “Me quedé encallado y ciertamente en seco y
sin amor.” Cualquier miembro de Alcohólicos Anónimos sabe que esta
descripción de Styron es la de una clásica borrachera seca; son los
anuncios de una visible oscuridad en la punta de un iceberg. El
complejo principal no se encuentra ahí, sino en el fondo oscuro donde
ha ido creciendo un nido emocional. Mediante una prosa puntual y
aterradora, Styron explica que, una vez que fue vulnerado por la
depresión, un dolor insoportable lo obligaba a desear la muerte. Luego,
mientras imaginaba las mil formas de suicidarse, dice que una especie
de observador o de “segundo yo” miraba con desapego cómo algo de
melodramático y teatral brillaba en esa puesta en escena. Es curioso
que de las ciento treinta y tantas páginas de su libro, Styron sólo
dedicara tres a la muerte de su madre, muerte que en realidad es la piedra roseta que podría explicar el hundimiento del escritor.
Camus protestando. Fotos: apieceofmonologue.com |
Para el psicoanálisis, el duelo es un estado normal ante la pérdida del objeto amado que le permite renunciar a él; a diferencia de la melancolía, donde el objeto desaparecido se constituye como el yo mismo del sujeto. La paradoja mortal es que ese objeto perdido dentro del yo conlleva una extinción del deseo. Después de provocar inhumanos
ataques a la autoestima, víctima de sí mismo, el sujeto vislumbra el
pasaje al suicidio. Para ilustrar esta secuencia, imaginemos cómo el
enigmático Mersault de El extranjero, después de enterrar a su
madre “dentro de sí”, sospechosamente no es capaz de recordar cuándo
ha muerto, manifestando axiomáticos síntomas de melancólica. Por
ejemplo, como la protagonista de la película Melancholia,
antes de morir tiene un encuentro sexual injustificable (absurdo) y
enigmático. En realidad la condena a muerte que dicta la justicia
argelina es un suicidio proyectado por el alien magistral
creado por Albert Camus. Aparentemente se trata de un tipo de depresión
limítrofe de la que Styron consigue salir con vida, pero que no
concede indulto a Roland Barthes. Styron dice que se encontraba haciendo
los últimos preparativos para suicidarse cuando “recordó” la voz de
su madre cantando el pasaje de la Rapsodia para contralto, de
Brahms; canto que impidió que consumara el “autosacrificio”.
Evidentemente su madre, que tenía la potestad y el oído para afinar
como contralto, no era sorda, palabra que curiosamente tiene como
sinónimos: indiferente, fría y ahogada.
Después de todo, El primer hombre
Uno de los últimos textos que escribió Camus fue un
agradecimiento a Mozart que –piensa su biógrafo Hildesheimer– también
sufría una alteración anímica bipolar. Por un instante imaginemos el
momento de gloria que el hijo de las musas comparte con Sísifo. Están
en la cima de la montaña, experimentando una lluvia de emociones
mientras escuchan el aria de “La reina de la noche” de La flauta mágica. Ahora, desde el fondo de la montaña, escuchemos el coro Confutatis Maledictis. Cuando Sísifo ya no logra cargar la piedra de la melancolía, Mozart exhala la última bocanada y no logra terminar su Réquiem.
Por último, imaginemos el árbol tropical que absurdamente detiene la
marcha del auto donde viaja Camus. Hacía unas horas aún escribía El primer hombre,
hermosa novela que describe el encuentro con el padre. El combatiente
de la Resistencia francesa ha logrado hacer el viaje íntegro del héroe.
Antes de morir en ese accidente, Albert Camus recuerda la mirada del primer hombre; sabe que no es en el planeta Melancolía donde hallará su última morada.
*Cada 40 segundos muere alguien por suicidio en el mundo.
vía:
http://www.jornada.unam.mx/2013/12/15/sem-antonio.html
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