El poder -cualquier clase de poder- no
es un objeto que, como la vara de los alcaldes, se sujeta con la mano
sino una relación social entre dos grupos de personas, uno de los cuales
ordena y el otro obedece. Los motivos por los cuales uno de los grupos,
millones de personas, obedece al otro, una reducida minoría, son
muchos; uno de los más importantes es el miedo, hasta el punto de que el
poder político, por ejemplo, no se sostiene tanto por el ejercicio de
la represión como por el miedo a padecerla.
Paradójicamente, el miedo evita tener
que recurrir a la represión, lo que le proporciona a la clase dominante
grandes ventajas. El dominio de una clase sobre la sociedad no se puede
sostener mucho tiempo sólo con el ejercicio continuado de la represión,
ni tampoco con la represión generalizada, por lo que aparece
históricamente como un movimiento pendular en el que una fase de
ejercicio brutal de la violencia deja paso a otra de relajamiento. Es la
política del “palo y la zanahoria”, uno de los métodos de domesticación
más viejos que han conocido las sociedades de clase. No obstante, la
mayor parte de las veces se identifica el poder con el “palo” y muy
pocas con la “zanahoria”.
La norma y su excepción
En
el siglo XIX tras los levantamientos populares el Estado burgués
intervenía brutalmente, ejecutando sumariamente a quienes se encontraban
en el lugar de los hechos y encarcelando a cientos e incluso a miles de
personas, que eran desterrados o condenados a largas penas de prisión.
No obstante, los manuales represivos de
la época coinciden en destacar la benevolencia de la represión política
porque a esos ataques de furia por parte del Estado seguían
inmediatamente las amnistías, de manera que luego las aguas volvían a su
cauce. Así, tras la salvaje represión desatada por la República en
Asturias en 1934, con 1.500 muertos y 30.000 detenidos, siguió la
amnistía sólo 16 meses después.
Lo mismo sucedió tras la última guerra
carlista, en 1877, cuando los presos políticos tampoco permanecieron
mucho tiempo encerrados. A pesar del tremendo alcance del levantamiento
por todo el país, con feroces batallas, lucha guerrillera y voladura de
trenes con explosivos, tras la derrota no se desató una persistente
persecución política contra el carlismo, cuyo movimiento no sólo no fue
proscrito sino que pudo concurrir a las elecciones, obteniendo una
nutrida representación institucional en las Cortes, diputaciones y
ayuntamientos.
Del mismo modo, la prohibición de la I
Internacional en 1868 y la del anarquismo en 1894, no conllevaron su
proscripción política permanente en España, que sólo se inicia en 1939
con la Ley de Responsabilidades Políticas y no ha cesado desde entonces,
destinando tiempo, medios, recursos y una parte de los dispositivos del
Estado a perseguir a determinadas organizaciones y movimientos
políticos, previamente seleccionados a tal fin. En 1939 el cambio
consistió en la transformación de la excepción en norma, es decir, que
hoy el Estado burgués recurre cotidianamente a medios de los que antes
sólo hacía un uso excepcional. Ahora es normal lo que antes era
excepcional.
La presencia simbólica de la represión
Ahora bien, el Estado burgués busca la
“zanahoria”, esas fases de relajamiento, para las cuales basta la
presencia simbólica de la represión, es decir, que necesita buscar un
“cabeza de turco” o un “chivo expiatorio”. En las leyes militares del
siglo XIX a esa víctima propiciatoria la llamaban “diezmo” porque
asesinaban a uno de cada diez.
Es como los ahorcamientos en las plazas
del pueblo: basta con que a uno le pongan la soga en el cuello siempre
que haya otros mil observando la escena. La represión no es sólo el
castigo por la infracción que alguien haya cometido sino también el
escarmiento dirigido contra todos los demás, contra los espectadores.
Con el atentado de Boston hemos vuelto a
comprobar recientemente la continua ostentación de un espectáculo
dantesco. Casi toda la cultura estadounidense que llega a nosotros,
especialmente el cine, trata sobre crímenes, criminales, policías,
torturas, cárceles y brutalidad, en definitiva. También en España los
“sucesos” y las crónicas policiales acaparan un espacio prevalente no
sólo en los medios de comunicación, sino en la “cultura” en general.
Convertida en espectáculo, la represión selectiva aparece como si fuera
democrática y, por consiguiente, plenamente justificada. De esa manera
es como se alimenta a sí misma y, naturalmente, alimenta también el
miedo.
Es difícil encontrar algo más contrario a
la libertad que el miedo.Ambos se excluyen mutuamente. Además de
paralizante, el miedo es condicionante: induce determinados
comportamientos que son los que la clase dominante persigue. Para
entender los resortes del miedo no hay nada mejor que recurrir a los
ejércitos y las guerras, incluidas las guerras entre las clases
sociales, porque a los soldados se les presenta como el prototipo de
quienes no tienen miedo, sobre todo a los altos oficiales que jamás
pisan una trinchera. Pero las armas y las guerras son disuasorias, por
lo que su utilidad reside tanto en el uso como en la amenaza de usarlas.
La historia de la segunda mitad del siglo pasado se escribió bajo la
intimidación de las armas nucleares, que condicionaron de manera capital
las relaciones internacionales, es decir, las decisiones de todos y
cada uno de los Estados del mundo.
La guerra fría estuvo presidida, pues,
por el “equilibrio del terror”, la intimidación y el temor de que las
cosas aún pudieran ir peor. Lo mismo cabe decir del “ruido de sables”
durante la transición española, el temor a un golpe de Estado militar.
La prensa de la época destacó con un gran alarde tipográfico el miedo a
la “involución”, esto es, la posibilidad de un retorno del régimen a
1939 en el caso de no aceptar el programa de reformas implementado por
el propio régimen.
Pobres y proletarios
La dominación de la burguesía tiene
recorrido cuando, además de sus cadenas, el oprimido aún tiene algo que
perder. No se tambalea cuando las cosas van mal sino sólo cuando han
tocado fondo, cuando el capitalismo genera una situación de
desesperación entre las amplias masas, algo por lo demás inevitable a
causa de la voracidad capitalista que conduce a lo que Marx calificó
como un proceso “pauperización” creciente. El pobre aún tiene algo que
perder, mientras que el proletario es quien ya lo ha perdido. Por eso
los protagonistas de las revoluciones y los cambios sociales no son los
pobres sino los proletarios, no los que nunca han tenido nada sino los
que lo han perdido todo.
No hará falta recordar que los que han
perdido todo, también han perdido el miedo y, por lo tanto, que son
ellos las únicas personas realmente libres, las que pueden sumarse a la
revolución social.
A cada momento el Estado busca,
identifica y persigue a su enemigo de clase, para lo cual re-define
políticamente el alcance de la represión y, por lo tanto, del miedo.
Procede a ello re-definiendo la norma y, correlativamente, su excepción,
lo cual tiene simultáneamente dos significados. Uno es cuantitativo: a
diferencia de la excepción, la norma es la medida que el Estado pone en
funcionamiento con una frecuencia mayor; el otro es cualitativo: la
norma es la medida contraria a la excepción.
Por lo tanto, la conversión de la
excepción en norma a partir de 1939 ha supuesto la imposición de las
medidas represivas opuestas a las que antes fueron características del
Estado burgués. Por ejemplo, los “tribunales de urgencia” previstos
desde 1882 por la Ley de Enjuiciamiento Criminal se hicieron permanentes
tras la creación del Tribunal de Orden Público en 1963. Del mismo modo,
los consejos de guerra, que tampoco eran órganos judiciales
permanentes, pasaron a formar parte del organigrama judicial, como si
fueran de tipo ordinario.
Del mismo modo, las detenciones, que son
una facultad excepcional de la policía, se convierten en habituales e
indiscriminadas, e incluso la prisión preventiva se ha convertido en una
medida que los jueces adoptan para infracciones de ínfimo alcance. No
creo necesario recordar que tanto la detención como la prisión son los
recursos más opuestos que cabe imaginar frente a lo que antes era la
norma prevalente: la libertad de la persona.
El Estado del capital monopolista
En el Estado moderno la excepción se ha
convertido en norma como consecuencia de la entrada del capitalismo en
su fase imperialista. A partir de 1900 ha cambiado definitivamente la
naturaleza del Estado burgués en los países avanzados, un proceso que ha
recibido muchas denominaciones en la literatura política, entre ellas
la de “capitalismo monopolista de Estado”. En esta nueva fase no sólo
cambia el capitalismo sino que también cambia el Estado y, además, las
relaciones entre ambos. Se trata de un Estado que comparte muchos rasgos
característicos con el anterior porque ambos son burgueses por su
naturaleza de clase. Sin embargo, no es el Estado burgués del siglo XIX.
Uno de sus rasgos característicos es el
fin de la separación entre el Estado (burgués) y la sociedad
(capitalista), una nueva forma de relación entre el Estado y las clases
sociales que ha supuesto una transformación organizativa del Estado y
una nueva forma de funcionamiento de las viejas instituciones públicas.
El capitalismo monopolista de Estado supone una unión estrecha de los
intereses privados (capitalismo) con los públicos (políticos), en donde
incluso las personas son las mismas, tanto en la esfera privada como en
la pública. El círculo de intereses privados relevantes no son
cualesquiera de ellos sino el de un puñado de magnates propietarios de
gigantescas empresas. A través de sus gestores, los monopolios
convierten sus intereses privados en intereses públicos.
En su etapa monopolista el capital ha
perdido aquella energía interior que en otro tiempo condujo a su
expansión por los cinco continentes para introducirse en un túnel negro
de descomposición y bancarrota, que alcanza desde las relaciones
internacionales a la convivencia familiar y vecinal. El Estado burgués
ha adaptado sus formas de dominación a esa crisis general, cuya
reproducción ha demostrado, además, que es permanente, a diferencia de
las crisis premonopolistas.Antes periódicamente estallaban las crisis,
en plural; ahora no hay más que una única crisis crónica. También aquí
lo que antes era excepcional, se ha convertido en normal.
El Estado policial
Esto ha configurado un tipo de políticas
públicas dominadas por un principio procedente de las universidades
estadounidenses al que califican de “gobernabilidad” que no mira al
pasado sino al futuro. En inglés dichas políticas no se traducen como
“politics” sino como “policy”, por lo que involucran un determinado tipo
de “policía” que ha conducido a definir al moderno Estado capitalista
como un “Estado policial”, bien entendido que no se trata sólo de la
policía sino que concierne a todos y cada uno de los dispositivos de
dominación, como el ejército, los tribunales, los partidos políticos,
los medios de comunicación o los sindicatos, así como a las políticas
que los mismos implementan. Es un Estado organizado de una manera
distinta que funciona de una manera también distinta.
El objetivo del Estado policial no es ya
sólo la represión sino principalmente la prevención, lo que comporta un
dispositivo de control, vigilancia y, sobre todo, miedo. Por lo tanto,
hay que definir el miedo no sólo como un estado sicológico más o menos
extendido, sino como la consecuencia social de una política de
prevención orquestada desde el poder, como uno de los instrumentos de
dominación del Estado moderno.
No se puede confundir la represión con
la dominación, la parte con el todo. La prevención también es una forma
de dominación, con la diferencia de que mientras la represión es el
fundamento de las políticas democráticas, la prevención lo es de las
políticas fascistas, lo que Dimitrov en su informe a la Internacional
Comunista calificó como un ejercicio terrorista del poder político
dirigido contra las masas e incluso contra países enteros. Pone en
primer plano nuevos mecanismos punitivos, característicos de esta fase
del capitalismo. Así, en relación a las políticas implementadas tras los
atentados del 11 de setiembre de 2011 en Nueva York, dos prestigiosos
periodistas estadounidenses, John Stanton y Wayne Madsen han escrito:
“Los historiadores recordarán que entre
noviembre de 2001 y febrero de 2002, la democracia -tal como había sido
imaginada por los redactores de la Declaración de Independencia y la
Constitución de Estados Unidos- ha muerto. Al expirar la democracia ha
nacido el estado fascista y teocrático norteamericano” (1).
Prevención y represión
A diferencia de la represión, que para
ser eficaz tiene que ser selectiva, la prevención es indiscriminada, es
decir, que su radio de acción es toda la población. El Estado ni
siquiera necesita la excusa de una infracción o de un delito para
intervenir. La redada policial es quizá el mejor ejemplo de este tipo de
prevención masiva. Hasta 1992 las detenciones sin motivo e
indiscriminadas eran un delito que cometía la policía, mientras que
ahora son un derecho en virtud de la Ley de Seguridad Ciudadana (“ley
Corcuera”) impuesta por el gobierno del PSOE.
Otro buen ejemplo son los controles de
carretera, tan ilegales e inmotivados como las redadas. Sólo en la
Comunidad Autónoma Vasca se produjeron en 2012 un promedio de 11
controles cada día de la policía nacional y la guardia civil, 4.000 en
total si no se cuentan los de la Ertzantza. Quizá antes pudieron
justificarlos con la socorrida “lucha contra el terrorismo” pero,
indudablemente, carecen de ella tras el cese de la actividad armada.
La prevención afina la represión. El
carácter masivo de la prevención es lo que permite luego dirigir la
represión de una manera selectiva, por lo que ambas no son políticas
independientes una de otra. Como se demostró durante las Olimpiadas de
Barcelona en 1992, la prevención también puede ser selectiva: se
concentra sólo en terminadas zonas y barrios, sólo en determinados
momentos, según las circunstancias, o sólo contra determinadas personas y
colectivos.
Las manifestaciones prohibidas
constituyen otro buen ejemplo. Las protestas cotidianas que se celebran
en las calles tienen una amplia visualización, pero las prohibidas no se
ven y lo que no se ve es como si no existiera. Los periódicos muestran
fotos de las manifestaciones que se celebran, pero no de las otras, que
no son noticia. Sin embargo, una evaluación del derecho de manifestación
se debe poner en relación con ambas, con las que se celebran y con las
que se prohíben. Ello conduciría a descubrir que hay determinado tipo de
manifestaciones que son sistemáticamente prohibidas, es decir, que no
existe tal derecho. Es el caso de las manifestaciones por la liberación
de los presos políticos o las laicas que se convocan todos los años
durante la Semana Santa.
Excepción y discriminación política
Como toda medida selectiva, la
prohibición de determinado tipo de manifestaciones es, a la vez,
discriminatoria, lo que no es más que otro reflejo del cambio entre la
norma y la excepción puesto que mientras en el siglo XIX la excepción
era temporal, hoy la excepción es subjetiva, es decir, se establece en
función de las organizaciones y los movimientos sociales. El derecho de
unos a participar en las procesiones supone la privación del mismo
derecho a los demás.
No se trata sólo que el Estado no sea
neutral ante el mismo hecho ni ante las mismas personas, de que proteja a
unos y castigue a los demás.La discriminación va mucho más allá y se
convierte en su contrario. No sólo no existe igualdad ante la ley sino
que nominalmente el Estado también es laico y, por lo tanto, debería
defender a los laicos y, sin embargo, defiende a los practicantes de una
determinada religión.
Hace un siglo también se prohibían las
manifestaciones cuando se declaraba un estado de emergencia. Pero se
trataba de cualquier clase de manifestaciones, e incluso se impedía la
concentración de grupos reducidos de personas en la calle mientras
estaba vigente el estado de emergencia, para lo cual el ejército ocupaba
y patrullaba las calles.Dichos periodos de tiempo eran muy reducidos y
la anulación de derechos era absoluta. Era un toque de queda; todos eran
iguales ante la ley: nadie podía salir a la calle. No se trataba, pues,
de un caso de discriminación política sino de una excepción que no
conocía excepciones.
La discriminación política actual es la
instrumentalización de un derecho. Significa que no existe el derecho de
manifestación como tal, una constatación que a veces se interpreta con
la consigna de que “si tocan a uno nos tocan a todos”, que es el
fundamento de la solidaridad con los represaliados y perseguidos.
También me parece obvio constatar que en
la medida en que cualquier derecho subjetivo desaparece, también
desaparece con él la libertad, o al menos una parte significativa de
ella.
La informalidad preventiva
La represión se compone de medidas cada
vez más formalizadas y reguladas por un complejo entramado legal de
derechos en el que intervienen numerosos sujetos que hacen de ella su
modo de vida: jueces, fiscales, policías, carceleros y abogados.
Constituyen el imprescindible barniz para que los juristas escriban
libros sobre el “Estado de Derecho”, esto es, un funcionamiento en el
que cada actuación pública está habilitada por una norma; sin vacíos
aparentes.
Por el contrario, la prevención se
compone de medidas informales, políticamente flexibles que funcionan en
medio de un vacío de legalidad. La prevención permite adoptar cualquier
decisión, contra cualquier persona sin necesidad de motivación. El
fundamento de la represión es un acontecimiento real, mientras que el de
la prevención es el riesgo y el peligro, la posibilidad de que ocurra
algo en un futuro inmediato. La diferencia es que mientras los hechos se
muestran a sí mismos, el riesgo se fabrica “ad hoc”. No es más que un
pronóstico que está sometido a una evaluación subjetiva, política, por
parte de la clase dominante.
Así lo pone de manifiesto el ejemplo
anterior de la prohibición de las manifestaciones, que se suelen
justificar en la posibilidad de que se produzcan determinados sucesos,
como disturbios, que el Estado pretende evitar. Hoy las manifestaciones
no se reprimen sino que se prohíben. Un Estado democrático fundamentado
en la represión no impide las manifestaciones sino que, en todo caso,
las disuelve en la calle, una vez iniciadas. Hasta hace muy pocos años
los manifestantes temían la posible aparición de los antidisturbios; por
el contrario, hoy antes de acudir a una convocatoria los asistentes
saben que estarán presentes incluso antes de que se inicie la marcha.
Esa presencia policial no está justificada en absoluto; es preventiva en
todos los sentidos posibles del término, incluido el de la
intimidación. Hay muchas personas que no acuden a las convocatorias a
causa de ello.
El poder político monopolista
Por su formalismo, la represión es
visible mientras que la prevención es invisible, se rodea del secreto
oficial, de la falta de transparencia. El Estado moderno es cada vez más
opaco, al tiempo que las personas son cada vez más transparentes, una
situación que ha experimentado un drástico giro: las personas saben muy
poco del Estado, mientras el Estado lo sabe todo de las personas. El
Estado archiva, digitaliza, ordena y clasifica infinidad de datos acerca
de las personas; incluso recuerda más de uno mismo que el propio
interesado.
Pero ni siquiera cabe hablar ya de
Estado sino de un círculo muy reducido de burócratas y dispositivos,
fuera de los organigramas oficiales, como en el caso de Gladio, que son
quienes toman determinado tipo de decisiones. Se puede calificar de
monopolismo en el ámbito de la función pública, del desplazamiento y
concentración del poder político en las manos de unos pocos.
La circulación restringida de la
información ilustra esa monopolización del poder. En plena sociedad de
la información lo único cierto es que la información circula muy poco.
La información es un poder, entre otros motivos porque está
monopolizada, porque muy pocos saben lo que la inmensa mayoría
desconoce. Una persona “bien informada” suele ser sinónimo de “persona
influyente”, es decir, que pertenece al mismo círculo minúsculo de
capitalistas, altos funcionarios y magnates de la prensa.
El monopolismo político ha conducido a
la creación de un auténtico Estado paralelo o, como lo ha calificado
recientemente el diplomático canadiense Peter Dale Scott, el “Estado
profundo” (2), uno de cuyos exponentes son las denominadas “bandas
parapoliciales”, que son una evidencia de la transformación fascista del
Estado burgués.
El Estado profundo lo integran
burócratas de “segundo nivel” (“técnicos”) que se reúnen y adoptan
decisiones al margen de los focos y los micrófonos, mientras sus
“superiores” (“políticos”) no sólo no saben sino que, en ocasiones, ni
siquiera quieren enterarse. Comporta la introducción de varias
novedades, entre ellas, una nueva relación del gobierno con el Estado,
una nueva función de los partidos políticos, convertidos en aparatos del
Estado, y la asunción de las funciones de los antiguos partidos
fascistas por el propio Estado.
En los orígenes del fascismo, una de las
tareas que emprendieron las primeras organizaciones negras fue la
disolución a palos de las manifestaciones obreras, por lo que se las
llamó “la banda de la porra”. Esa función la desempeñan hoy los
antidisturbios, es decir, funcionarios especializados del Estado que no
sólo actúan en la calle sino que reciben órdenes de otros funcionarios
desde los despachos de las delegaciones de gobierno, mientras el
político de turno que aparece como “responsable” se limita a poner el
rostro en la conferencia de prensa correspondiente.
Controlados, descontrolados e incontrolados
La informalidad de la prevención supone
la ausencia de control judicial, lo cual no es sinónimo de descontrol
sino todo lo contrario, de la existencia de un control de otra
naturaleza: el control político.Por influjo de una tradición volcada en
el aspecto represivo del funcionamiento del Estado burgués, normalmente
se entiende por “control” la subordinación de los funcionarios públicos a
las órdenes judiciales. Pero la ausencia de control judicial es sólo
una parte de la informalidad preventiva; la otra es el absoluto control
político que ejerce el Estado sobre ella.
Sin embargo, la burguesía ha extendido
la creencia contraria, por lo que es habitual aludir a los grupos de
“incontrolados” en referencia a la actuación violenta de la
ultraderecha, como si se tratara de algo ajeno al Estado mismo, cuando
son movimientos no sólo creados sino gestionados políticamente desde
ciertos aparatos del Estado que ejecutan determinadas tareas que son
plenamente funcionales para el sostenimiento de la dominación de clase:
– siembran el miedo y la incertidumbre
entre las masas, inhiben su actuación o, en última instancia, la
encauzan y dirigen – proporcionan la apariencia de la tantas veces
invocada equidistancia, de un gobierno “centrista” acosado por los
extremismos de uno u otro signo, lo que pone en el mismo plano a las
fuerzas revolucionarias que a la reacción más negra – fuerzan la
adopción de nuevas medidas represivas, restrictivas de derechos, del
estado de emergencia, así como refuerzan la libertad de movimientos
(descontrol) de la policía – provocan confusión: las acciones más
sonadas jamás se han esclarecido ni se pueden esclarecer porque el
Estado burgués no se devora a sí mismo
Tanto en España como en Italia los
llamados incontrolados que participaron en la guerra sucia, nunca fueron
nada distinto del Estado mismo, una de las formas de actuación paralela
de su dispositivo de prevención. En un momento determinado el Estado
los creó y, del mismo modo, los desmanteló cuando dejaron de ser
necesarios. De ahí que la ultraderecha se reclute en el seno del propio
dispositivo represivo del Estado, entre policías, militares,
funcionarios de prisiones y vigilantes de seguridad.
El miedo guarda la viña
La guerra sucia demuestra -de manera
brutal- que las medidas de prevención no sólo son pasivas, no tienen por
objetivo último la vigilancia, sino la intervención positiva, lo que en
las universidades de Estados Unidos llaman “ingeniería social”, es
decir, la capacidad de influir en el comportamiento político de los
movimientos de masas, de inducir conductas previsibles dominadas por el
miedo y adecuadas a las necesidades del propio Estado. El estado
sicológico de miedo es una adaptación de la conducta del sujeto, del
colectivo o del movimiento al alarde de omnipotencia por parte del
Estado moderno. Nadie lo reconocerá jamás, pero no cabe duda de que “el
miedo guarda la viña”.
El miedo es una terapia de choque,
especialmente presente en los momentos de auge del movimiento obrero, en
las fases de crisis de la dominación. Desde 1969 en Italia se la
calificó como “estrategia de la tensión”, que quizá hubiera sido más
correcto calificar como “estrategia de la presión”, una política
característica del imperialismo moderno que se inició en 1945 con la
“doctrina de la contención” de George Kennan, dirigida contra la Unión
Soviética y los países socialistas, hasta el punto de que algunos de
ellos, como Cuba y Corea del norte, han vivido una buena parte de su
historia dentro de una verdadera olla a presión, en el cerco, el asedio y
el bloqueo.
Del mismo modo, en el interior de sus
fronteras el poder también presiona, lo que genera conductas adaptativas
por parte de los diversos movimientos políticos y sociales, una
resignación que se lamenta con las frases típicas del “realismo”
político, tales como “es lo que hay” o “no queda otro remedio”. La
presión y la re-presión conducen a los movimientos políticos a la
claudicación que, normalmente, adopta la forma característica de un
reformismo que se escuda detrás de justificaciones al estilo de
“seguimos luchando por los mismos objetivos” y “únicamente ponemos en
práctica nuevos medios”. Por eso el régimen de los países capitalistas
más fuertes está decorado por una constelación de organizaciones que
tienen grandes objetivos y pequeños medios.
El reformismo demuestra que el miedo está cosechando los frutos esperados.
Notas:
(1) John Stanton y Wayne Madsen: The emergence of the fascist american theocratic state, 20 de febrero de 2002, http://www.ratical.org/ratville/JFK/JohnJudge/linkscopy/HowDemoDied.html.
(2) Peter Dale Scott: La estrategia de
la tensión a través del 11 de Septiembre, el asesinato de JFK y el
atentado de Oklahoma City, Red Voltaire, 23 de abril de 2013,http://www.voltairenet.org/article178220.html.
por Juan Manuel Olarieta en La Haine
vía:
http://www.elciudadano.cl/2014/11/10/125411/la-fabrica-del-miedo/#primera-linea
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