Senilidad y Postmodernidad
Ilustraciones de Marga Peña |
Fabrizio Andreella
fabrizio108@yahoo.com
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I
“Ponte
de pie ante las canas y honra el rostro del anciano.” Con el lenguaje
tajante de quien no admite derogaciones, así prescribe Dios a su pueblo
a través de Moisés, según se lee en el Levítico (19,32). Hoy, en los
países más ricos del planeta, una conducta social conforme o cercana a
esa ley parecería una forma vacía y fastidiosa de tradicionalismo. Frente al espejo, despertando en la mañana con el cuerpo adolorido, el anciano ve su rostro como una delación. Cada arruga lo acusa de no profesar la religión de la modernidad –la juventud– y sus valores sagrados de belleza y performance. Un culto que los regímenes totalitarios del siglo XX siempre han alimentado con la exaltación de cuerpos fuertes y disciplinados, aptos para exhibir la sumisión de la voluntad individual a la gloria colectiva.
Para sobrevivir a su senescencia, el mundo occidental hiperdesarrollado, que concibe la libertad como derecho de acceso a la visibilidad en el escaparate mediático, ha enmendado ligeramente ese culto de manera astuta: todo mundo, a cualquier edad, puede considerarse joven y actuar como tal.
Con este juvenilismo, la tijera entre natura y cultura, entre realidad e imaginación, entre deseo y goce, se abre implacablemente. Aquí es donde la experiencia concreta de la vejez sufre, púdicamente escondida a los demás, las heridas psicológicas de la ineptitud y de la insuficiencia. Porque la vejez, en un mundo senil que sueña y simula la juventud, puede llegar a ser un dolor ocultado.
II
Antes de fallecer, Alicia
Montoya dijo: “Quiero que la muerte me agarre viva.” Creo que bien
habría aprobado y aplaudido a Amélie Van Elsbeen, que hace dos años, en
Bélgica, luchó para conquistar el derecho a morir con la eutanasia. No
tenía ningún problema de salud, ninguna discapacidad o dolor físico.
¿Cuál era entonces el motivo de su súplica? El problema era su edad:
tenía noventa y tres años y se sentía cansada de vivir. Su vejez era
para ella incurable e insoportable. Fácil sería “clinicalizar” la experiencia de Amélie tachándola de demencia depresiva senil. Pero su muerte (sí, su triste victoria llegó) revela mucho más si damos un paso atrás y nos preguntamos cuál es el contexto social en el cual puede nacer la aspiración a acabar con la vida por añeja.
Abraham o cualquier campesino de antaño moría “viejo y saciado de la vida” porque estaba dentro del ciclo natural de la vida; porque ya había recibido de su vida, al final de sus días, todo lo que la existencia le podía ofrecer; porque no le quedaba ningún enigma que resolver y podía así sentirse “satisfecho”. Por el contrario, un hombre civilizado, inmerso en un mundo que se enriquece continuamente con saberes, diferentes ideas y nuevos problemas, puede llegar a estar “cansado de la vida”, pero no “saciado”.
Son palabras de Max Weber, que ya en 1919, en La ciencia como vocación, nos indicaba los peligros psicológicos de una sociedad que cultiva el “progreso sin límites”, los peligros que llevaron Amélie, cansada y no saciada de vivir, a preferir la muerte.
En la relación entre progreso y soledad se encuentra una de las claves de la condición psicológica senil en el así llamado Primer Mundo. La tecnología ofrece muchas prótesis para vigorizar los sentidos y los órganos ablandados por la edad. Pero esta aséptica compasión material no puede narcotizar la soledad y el confort médico, técnico y mediático no puede neutralizar la necesidad afectiva de intercambio. Ser atendido no es lo mismo que ser amado. Ser confortado no es lo mismo que ser apreciado. Ser respetado no es lo mismo que ser importante para los demás.
III
La brecha digital, ese
concepto que ilustra la desigualdad geográfica y socioeconómica en el
acceso a las tecnologías, es una realidad también generacional. Claro,
hay muchos ancianos que usan con placer celulares e internet, pero no
es lo nuevo el problema, sino lo rápido de la evolución tecnológica que
nunca permite la sensación de “saciedad”. En la historia del hombre,
la incesante y apresurada innovación de los instrumentos que nos ayudan
a vivir es algo peculiar de los últimos treinta años. Esa especie de
“síndrome de las piernas inquietas” de la tecnología siempre es
declamada como una de sus mayores virtudes, y una reflexión sobre el
desequilibrio psicológico provocado por un ambiente que nunca se
detiene es indudablemente marginal. Pero ese trastorno bien lo conocen
los ancianos, que no se entusiasman con una vida ritmada por el tambor
obsesivo de la última novedad.En efecto, la vejez se apoya en el bastón de actos, palabras y pensamientos semejantes entre sí. Un hábito que es al mismo tiempo timón y brújula para alojarse en el mundo. La etimología nos sugiere que “hábito” es palabra que tiene que ver con la protección ofrecida por la habitación y el vestido. ¿Y qué tiene de malo lo habitual? Dicen que la costumbre es enemiga de la inteligencia, pero ¿por qué lo que en la juventud se valora como obsesión apasionada en la vejez se desdeña como boba rutina? ¿Y por qué uno no puede escoger por sí mismo los aspectos de la vida que quiere lanzar en el viento del cambio y aquellos que prefiere abandonar a las aguas tibias de los hábitos ya adquiridos?
IV
La vejez ya no es, como en
el pasado, el reino de la sabiduría conquistada gracias a la cantidad
de experiencias y conocimientos adquiridos. Victor Hugo veía la vejez
como “la adolescencia del infinito”. Pero el anciano hoy no ama el
futuro. Descansa mirando hacia donde sus ojos pueden llegar más lejos, o
sea en el pasado. Allá es donde no sufre marginación y su autoestima
no se desmorona. Allá es donde no hay lifting, botox o cosméticos que oculten la obscenidad social de su figura moldeada por los años. El cuerpo es hoy un figurante en el show de la modernidad, el instrumento para mantener el poder de la visibilidad; por eso es un cuerpo ensamblado con los instrumentos de la medicina, la cirugía, el maquillaje y la moda. La verdad exhibida y declarada por el cuerpo viejo es escondida por la falsificación estética socialmente aceptada.
Hoy la vejez es el territorio desolado donde una mente que preferiría las certidumbres de una rutina y de los recuerdos sufre el cansancio psicológico de los cambios continuos; donde un corazón que quisiera sentir su función familiar y social vislumbra en los rituales del amor calendarizado toda su inutilidad; donde un cuerpo que demandaría discreción, pudor y dignidad, se enfrenta con el reto grotesco del performance.
V
Entonces, ¿qué cuerpo vive
el anciano en un mundo juvenilista que cultiva fantasías vendidas como
partes de una actitud moderna, valiente, al paso de los tiempos? ¿Qué
instrumentos tiene para enfrentar el desesperado afán colectivo de
enmendar los cuerpos de los signos del tiempo?El sildenafilo, que todos conocemos con su nombre de batalla, Viagra, es un fármaco que tiene una historia emblemática. Originariamente diseñado para disfunciones del miocardio como la angina de pecho, acabó con no resultar tan efectivo con el tejido muscular del corazón, pero sí con el tejido eréctil de otro órgano muy hinchado, y por eso castigado por la naturaleza con un declive que antecede la caída del deseo que lo fomenta.
Hoy la pastilla azul ofrece a la tercera edad el privilegio de un cuerpo que alcanza las metas sugeridas o impuestas por los impulsos sexuales. Es un cuerpo que rechaza la inteligencia biológica, esa sabiduría de la especie que pretende que las pasiones se aflojen para preparar el organismo al último tránsito. De hecho, un cuerpo desapasionado es filosófica y fisiológicamente más apto para despedirse. Y entonces, ¿qué antropología promueve ese remedio que ha revolucionado, no sólo la vida sexual, sino también la categoría de lo posible a nivel psíquico y el concepto de límite a nivel corporal?
Patentado hace quince años, el Viagra es el símbolo de una sociedad que envejece viviendo en una cultura donde reinan todos los mitos, deseos, conductas y formas de pensar del mundo juvenil. Su utilización es consecuente con una visión economicista del anciano como persona que debe ser autónomo, sin estorbar el ritmo industrial que la vida impone a sus familiares. Por eso se le otorgan instrumentos como el Viagra, para aparentar públicamente que el curso del tiempo es reformable por la ciencia, y para vivir la acedia y la pesadumbre del crepúsculo solamente en la vergüenza privada.
VI
Con esta emulación
obligada de la juventud, el anciano no tiene ninguna característica
propia, nada de admirable y original que pueda ofrecer a los demás. Es
un joven de segunda categoría, una chabacana imitación made in
China de la juventud. Esto es posible porque la biología ya no es un
río donde navegar serenamente en espera del piélago final; más bien es
el campo de batalla de la voluntad, que va contra el flujo del agua y
confía en un placer pírrico, como el salmón que se consigna a las
fauces del oso.La juventud artificial prometida por la ciencia médica no alimenta solamente los apetitos sexuales, porque favorece también la dependencia mental de una cultura que oculta y rehúsa la muerte y que sustenta el consumo como condición esencial de una existencia digna. Aquí se puede entender por qué el deseo, en sus infinitas variantes, es constantemente venerado, promovido y servido por la publicidad: es la gasolina del consumo.
Consumir es la contribución del ciudadano al crecimiento económico de su país, así nos dicen los sacerdotes del capitalismo. Desde un punto de vista ideológico, los consumos de productos, dinero, ideas, artes, creencias, instintos o afectos, todos tienen la misma importancia y el mismo efecto: someter el sujeto a la cadena del deseo. Y la vejez, que en su desarrollo natural llega a eximir el individuo del deseo, no es culturalmente “orgánica”, diría Antonio Gramsci, a la sociedad consumista del capitalismo moderno.
VII
Impotencia del cuerpo,
incontinencia del deseo: esta es la fractura entre natura y cultura que
genera la laceración psicológica de la vejez postmoderna. Un viejo que a
nivel pulsional no envejece, sufre la excesiva abundancia de pasiones
como un viejo que, atrapado por la depresión senil, sufre el desierto
emocional de su aislamiento.A esta huida del presente a través de las alas del deseo artificial es reservado el mismo destino del vuelo de Ícaro: al acercarse al sol ardiente del placer, la cera de esas alas se derriten.
Al contrario, un cuerpo que relaja los músculos, que cede los cabellos y los dientes, que se despide de las pasiones, que desnuda el alma de su decoración corporal, ¿no es acaso una maravillosa confesión de haber vivido intensamente, sin esconderse a los ojos de los hombres y a la mano del destino?
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