(APe).- Suerte que el que salió le dejó la puerta abierta. Y pudo evitar el estrés de la tarjeta magnética para acceder. Cada vez que se para frente al cajero siente la profunda soledad de la impotencia. El botonerío gélido y las indicaciones mudas que la máquina le asesta le derrumban sobre el tablero todas las carencias de su precariedad. A los 50, el paso fugaz por la escuela allá tan lejos, el olor del norte todavía en la piel y todos los paraísos que no fueron le llenaron los bolsillos de frustraciones. A esta altura sabe que el trabajo es una quimera y que el plan es lo único seguro que lo mantiene de pie. En un suelo de barro pero de pie. Por eso a veces dice que no a un par de ofertas que no le cambiarán la vida. Pero le rebanarán el plan. Y a eso se aferra. Aunque todas las semanas luche contra esa tecnología barata que le pide claves y comprensión para vomitarle cien pesos por la ranura.
La sociedad dual, aquel concepto nacido durante la herida
transversal del menemismo, vuelve a plantarse a la hora de los análisis
en un país que excluyó a mosaicos enteros de la población. O que, en
realidad, los incluyó en un espacio predeterminado: el margen, el
residuo de un sistema que produce sobras y que las disciplina con la
asistencia social.
Según cifras no oficiales más o menos equilibradas, el núcleo duro
de la pobreza en el país, intocado por un crecimiento sideral de la
economía, abarca entre el 20 y el 25 por ciento de la población. Unas
diez millones de personas puestas a sobrevivir en un espacio ajeno al de
los beneficiados por el modelo. Dos tierras paralelas, dos países
diversos y lejanos. Separados tajantemente por la inequidad, por la
desigualdad de las oportunidades, por la bonanzas que golpean a algunas
puertas y que por otras pasan de largo.
Según el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica
Argentina (UCA), la Argentina en flor que expandió el empleo asalariado
formal en los últimos años se repele con la otra, la que vio bajar el
nivel de empleo de los trabajadores con nivel de educación más precario.
La falta de trabajo para adultos con educación secundaria incompleta,
la exigencia de calificación en los hijos de una escuela desintegrada,
parienta pobre de un sistema que separa y nivela con la deseducación,
con la expulsión y con el desencanto, condena al 43 % de la población
(Encuesta Permanente de Hogares – Indec) a un naufragio personal que,
por suma no más, se vuelve colectivo.
Tantos de ellos se asoman al ventanuco de la tecnología a través
del cajero automático por el que cobran el plan. Y se espantan por esa
dificultad segregatoria que los confina en el patio trasero de la casa
de todos. Este sector poblacional anónimo, fatigado, termina inducido a
la inactividad, al retiro inexorable del mercado. No tienen trabajo ni
lo buscan. “Todo el crecimiento del empleo neto entre los años 2004 y
2011 ha sido en trabajadores con educación secundaria completa o
superior, mientras que el nivel de ocupación de trabajadores con
educación secundaria incompleta declinó. Se cristaliza así un mercado
laboral dual, con un sector formal de salarios relativamente elevados al
que acceden sólo las personas más educadas, y un sector informal
sostenido por la asistencia social para los menos educados”, dice
textualmente el informe de la UCA.
Y esa dualidad –la desigualdad marcada a fuego en un país que
encerró en la desesperanza a millones, sedados por la maquinaria
asistencial- es aún más dolorosa cuando se reastrea que el Producto
Bruto Interno en el 2001 fue un 67% mayor que el de 2004 y el PBI per
cápita aumentó en un 56 %. El empleo urbano total creció en un 18% y el
desempleo se redujo desde el 14,5% al 7,4% de la población
económicamente activa.
Pero la postal oscurece su belleza cuando al dorso aparecen todos
los empleos generados ocupados por gente con niveles educativos medios y
elevados. Y una destrucción sistemática de los puestos de trabajo que
ocuparon los hombres y mujeres con bajo nivel de educación. Entre 2004 y
2011 hay 98 mil empleos menos para aquellos a quienes la escuela no
retuvo y dejó en la calle a la buena del cielo. Con trabajo informal, no
registrado, mal pago, sin cobertura, sin defensa, sin aportes.
Muchos de ellos son viejos rehenes de los planes sociales, clientes
de un Estado que sofoca la reacción y la rebeldía ante lo injusto con
un sistema asistencial que para 2012 está alimentado con un 60 por
ciento más de recursos. El acceso a los planes aumentó en un 18,2 % en
el nivel educativo más bajo.
Los prisioneros de la asistencia son sometidos por el Estado a un
proceso de des-dignificación, deterioro y violencia latente. El trabajo
deja de ser una herramienta de la dignidad para ser la emboscada que
desactiva el plan.
El mismo sistema que alienta la individualidad y la mirada recelosa
a la otredad no permitió la expansión de experiencias colectivas de
asociación y producción y quebró centenares de miles de familias cuyos
niños crecieron y crecen sin la referencia del conocimiento y el trabajo
como herramientas de construcción y resistencia. Como el camino
pertinaz hacia la libertad.
El cajero automático lo saluda y le destina nombre y apellido
cuando inserta la tarjeta. Pero el teclado ejerce su tiranía y le
propina la conciencia de la limitación. A veces se traba, no responde,
anoticia que no hay dinero y no hay nadie a quien hablarle ni reclamarle
ni gritarle que el plan está ahí adentro. Que ahí están las gotas
sistémicas en el pabellón de beneficios que le tocó. Y no hay nadie a
quién reclamarle. Como en todo el camino de su historia.
Vìa, fuente :http://www.pelotadetrapo.org.ar
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