Opté por
realizar mi pasantía de acompañamiento terapéutico con pacientes
oncológicos, específicamente en cuidados paliativos. En el marco de un
equipo interdisciplinario para el abordaje de pacientes oncológicos, la
médica especialista en oncología me presentó el caso: nuestro paciente, a
quien llamaré Juan, de 63 años, ex alcohólico, padecía cáncer de
esófago-cuello. Había sido intervenido quirúrgicamente en diciembre de
2009 y se nutría mediante balón gástrico, una especie de sonda conectada
a su estómago, por donde le llegaba el alimento con una textura de
papilla. Como consecuencia de esa alimentación, de haber recibido la
primera quimioterapia y otros tratamientos, Juan había descendido
notablemente de peso, presentando un cuadro de desnutrición. Su médica
me contó también que él ponía de manifiesto su angustia a lo largo de
períodos de depresión. La depresión suele sumarse al cuadro doloroso.
Juan presentaba un cuadro de dolor total como lo define Cicely Saunders:
dolor definido desde el conjunto de los factores psicológicos,
sociales, espirituales, económicos y otros.
El primer objetivo era que Juan aumentara de peso; esto permitiría
practicarle la segunda quimioterapia; en relación con esto, se procuraba
animarlo a comer un caramelo o a tomar agua con limón (él decía que le
caía mal) para así poder estimular sus papilas gustativas. Desde hacía
nueve meses Juan no ingería ningún alimento sólido por la boca; sólo
tomaba agua y té con leche por medio de jeringas descartables (a modo de
mamadera). El paciente estaba internado desde diciembre de 2009 en un
área de rehabilitación que tiene PAMI en el hospital.La doctora me advirtió que Juan era un hombre de carácter fuerte, que se enojaba con facilidad con enfermeras y doctores. También solía hacer preguntas directas, como por ejemplo si se moriría o cuánto tiempo le quedaba. De todos modos, tanto Juan como su familia –un hermano y una hermana– habían aceptado la presencia de un acompañante terapéutico.
Al día siguiente, fui a presentarme a Juan. Era una tarde de septiembre. Cuando caminaba hacia el hospital sentí mucha ansiedad; después, en supervisión, entendí que es común a todos los acompañantes terapéuticos: ansiedad, incertidumbre, uno se enfrenta al miedo de que tal vez no pueda llegar al paciente, de no estar suficientemente capacitado, uno siente que todo lo leído no alcanza; después entendí que lo leído nunca alcanza, que sólo sirve de base. Juan estaba en una sala con varias personas más. Me acerqué a su cama y lo desperté. Le dije que yo era la persona de quien le había hablado la doctora, que estaba ahí para lo que él necesitara. Charlamos de fútbol, de folklore. Mis preguntas estaban dirigidas para ver si podía pescar en su discurso cuál era su deseo pero, en realidad, confieso, prevalecía mi deseo de encontrar la puerta que me acercara a él. Juan se despidió y me pidió que volviera el sábado a la tarde. Los fines de semana era cuando menos lo visitaban.
Volví el sábado, como habíamos acordado. Cuando se trata con pacientes graves, que tienen una tolerancia mínima a la frustración y a quienes no se les puede fallar, los que podrían pasar como detalles intrascendentes, el atraso de unos minutos, un cambio de horario o una ausencia sin aviso, suelen generar en el paciente intensas reacciones de odio. Estas pueden ser autodestructivas –por considerarse culpable y merecedor de esos “castigos”– o heterodestructivas –porque reviven situaciones primitivas de abandono y reaccionan actuando, vengándose, atacando los vínculos–. Es fundamental mantener en forma estricta el compromiso asumido, porque el paciente nos pone permanentemente a prueba. Necesitan comprobar una y otra vez que cuentan con la presencia, el apoyo y la escucha del acompañante (Marcos Gómez Sancho, Aspectos emocionales del dolor del cáncer).
A lo largo de nuestros encuentros, hubo días difíciles: “Hoy estoy muy cansado”, “Tengo sueño”, “Si quiere quédese veinte minutos”... Después de algunos encuentros, me fui acomodando a las idas y vueltas que el paciente me iba planteando. Más allá de todo esto, siempre me pidió que volviera. Fue de suma importancia la supervisión, me daba seguridad cuando no sabía si el camino que había tomado era el correcto. Cuando Juan me decía que estaba cansado le decía que lo entendía y que no había problema, que descansara y que yo me quedaría a su lado por si necesitaba algo. Pasé tardes mirándolo dormir; me preguntaba cómo habría sido su vida antes de la internación, de qué trabajaría, dónde viviría. Nadie sabía sobre su vida, ni las doctoras ni las enfermeras, él no hablaba de su pasado. Pensé que tal vez, en una etapa más avanzada de nuestro vínculo, lograría abrirse.
En uno de nuestros encuentros, le pregunté por una rosa que tenía en un vaso al lado de su cama. Me contó que se la había traído la señora de la limpieza de la sala, para llevársela a la Virgen en la capilla del hospital. Le pregunté si le gustaría que la próxima vez le trajera un ramo de flores para que se la lleváramos juntos a la Virgen. ¡Sí!, me contestó enseguida. Hablamos de flores, de cuáles le gustaban más. Y me desafió: a ver si yo tenía tanta fuerza como para servirle de apoyo para caminar hasta la capilla. Al próximo encuentro llegué con el ramo de flores para la Virgen, pero el tiempo estaba feo como para arriesgarnos a tomar frío camino a la capilla.
Juan, que desconfiaba de médicos y enfermeras, poco a poco empezó a confiar en mí.
En este tiempo, Juan pudo realizar la segunda quimioterapia. El deseaba volver a su casa y esta quimioterapia significaba que ese objetivo estaba más cerca.
Se le explicó que tal vez pudiera esperar un poco más, a estar un poco más fuerte para esta quimioterapia, pero él decidió que quería arriesgarse. Acá podemos ver que se cumplió con uno de los derechos del enfermo terminal, el de decidir sobre su tratamiento.
Por efectos de la quimio, él no se sentía bien. Estaba preocupado porque le habían retirado el alimento: llamé a la doctora y me explicó que todos los nutrientes que él necesitaba estaban en el suero; se lo expliqué a él y se quedó más tranquilo, pero una y otra vez me pedía que le dijera si las gotas del suero caían. En este tiempo, yo era sus ojos.
Los pacientes necesitan comprobar una y otra vez que cuentan con la presencia, el apoyo y la escucha del acompañante. Juan, preocupado por su tratamiento, veía en mí su intermediario ante los médicos y las enfermeras. Hablábamos sobre los síntomas que desencadena la quimio.
Tal como le había prometido el sábado, volví el domingo con un nuevo ramo de flores para la Virgen; eran el símbolo de nuestra esperanza de que pudiéramos ir juntos a la capilla. Pero me dijo que se sentía mal, y lo vi mal. Me pidió que le avisara urgente a la doctora, y la llamé. Podía ver en su cara que era un dolor real. Me quedé con él, lo ayudé a reincorporarse, le di agua y esperamos a la doctora. Mientras tanto la médica de guardia lo revisó, indicó calmantes y empezó a suministrarle oxígeno mediante una máscara. Como siempre ante un cambio, desconfió; decía que esa máscara lo ahogaba. No entendía cómo funcionaba ese aparato, por qué tenía una bolsa. Le propuse que la examináramos, y me la probé yo. El vio cómo era y se quedó más tranquilo. En esa situación yo pude actuar como referente para él.
Volví a verlo más tarde y me recibió con una gran sonrisa, estaba más tranquilo. Charlamos, me pidió agua helada y que le dejara preparadas varias inyecciones de agua. Lo tomé de la mano. Me explicó que él no me apretaba más fuerte porque la mano le había quedado hinchada de cuando lo habían canalizado. Me despedí hasta el día siguiente. Me pidió que, aunque estuviera dormido, no dejara de avisarle cada vez que llegara.
Ese fue el último día que lo vi despierto. Toda esa semana, cada tarde que fui a verlo, él estaba dormido, pero yo le avisaba que había llegado. Finalmente falleció.
Juan me enseñó de qué se trata acompañar: acompañar sin prejuicios, sin saber de su pasado, acompañar día a día. Me enseñó que en la teoría puede haber muchos objetivos, pero que el más importante es la contención, la escucha, poner el cuerpo. Me enseñó a hablar otro lenguaje, el simbólico, el de los gestos. Su mirada y su sonrisa, su apretón de manos, me dijeron lo que tenía que saber.
* Texto extractado del trabajo final presentado por la autora como alumna del Curso de Acompañante Terapéutico de Asociación Línea Vida, Bahía Blanca; incluido por la Asociación de Acompañantes Terapéuticos de la República Argentina en el VI Congreso Internacional de Acompañamiento Terapéutico, que se realizará en Buenos Aires del 10 al 12 de noviembre próximo.
Vìa, fuente :
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-179838-2011-10-27.html
Marc Chagall, La niña de las flores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario