Tanto dolor se agrupa en
mi costado, que por doler
me duele hasta el aliento.
Miguel Hernández
mi costado, que por doler
me duele hasta el aliento.
Miguel Hernández
(APe).- La vida y la muerte se entrecruzan a cada instante, sin pedir permiso siquiera. Jirones de sueño van quedando duramente en el camino. Gabriela Almirón era sonrisa, sabiduría, terquedad colectiva, utopía andante. Titiritera, luchadora, compañera, constructora cotidiana del camino interminable de batalla por la dignidad desde su obra, Juanito Laguna; el Movimiento Nacional Chicos del Pueblo y desde el MEDH (Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos).
Convencida eterna de que la infancia es el territorio más germinal para la nueva condición humana. Esa en que todos nos sentaremos a la mesa de las equidades, sin murallas ni machetes, con el júbilo de palpar con nuestras manos ajadas esa fértil y arrasadora utopía de la vida.
Gaby era un símbolo de nuestra historia: hija de una familia golpeada por los brazos perversos del estado del terror asumió a la vez el convencimiento de que no hay verdad más armada que la pura inocencia y parió ternuras al abrazar a los pibes de los arrabales.
Cuando el horror se replegó, apenas adolescente, se convirtió en una militante frenética por la vida. Buscando rescatar lo vivo de las ruinas e inflamar justicia por lo muerto, por lo destruido, por lo humillado.
Las crónicas dicen que Gaby murió en un accidente, pero nosotros sabemos que andará por las villas titiriteando junto a una infinita hilera de Juanitos Lagunas, canturreando con ellos esa nueva canción en la que los sueños de azúcar y arcoiris son un manto de ternura y de abrazo
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