Por sus libros los
conoceréis. Hablo de los volúmenes, las bibliotecas –no los pasillos
llenos de literatura– que los crímenes internacionales de lesa humanidad
del 11 de septiembre de 2001 han inspirado. Muchos rebosan de
seudopatriotismo y autoelogio, otros están atascados de la irremediable
mitología que culpa a la CIA y el Mossad, algunos (por desgracia
procedentes del mundo musulmán) se refieren a los asesinos como
¿Por qué es así, me pregunto, luego de 10 años de guerra, cientos de
miles de muertes inocentes, mentiras, hipocresía, traición y sádicas
torturas de los estadunidenses (nuestros amigos del MI5 sólo escucharon,
entendieron, tal vez miraron, pero claro que nada de andar tocando) y
los talibanes? ¿Hemos logrado silenciarnos y silenciar al mundo con
nuestros miedos? ¿Todavía no somos capaces de decir tres oraciones: los muchachos, pero casi todos evitan lo único que cualquier policía busca después de un crimen callejero: el motivo.
los 19 asesinos afirmaban ser musulmanes,
vinieron de un lugar llamado Medio Oriente,
pasa algo allá?
Los editores estadunidenses rompieron hostilidades en 2001 con enormes volúmenes de fotografías de homenaje a los caídos. Los títulos hablaban por sí mismos: Sobre terreno sagrado, Para que otros puedan vivir, Fuertes de corazón, Lo que vimos, La frontera final, Furia por Dios, La sombra de las espadas… Al ver estos títulos apilados en los puestos de periódicos de todo el país, ¿quién podría dudar que Estados Unidos se lanzaría al combate?
Y mucho antes de la invasión de 2003 a Irak, llegó otro montón de tomos para justificar la guerra después de la guerra. El más prominente fue La tormenta amenazante, del ex agente de la CIA Kenneth Pollack (¿verdad que todos recordamos La tormenta en formación, de Winston Churchill?), el cual, sobra decirlo, comparaba la batalla contra Saddam Hussein con la crisis que enfrentaron Gran Bretaña y Francia en 1938.
Había dos temas en ese trabajo de Pollack –
uno de los mayores expertos mundiales sobre Irak, decía el anuncio publicitario a los lectores, uno de los cuales, Fareed Zakaria, lo llamó
uno de los libros más importantes que han aparecido en años sobre la política exterior estadunidense–: el primero era un recuento detallado de las armas de destrucción masiva de Saddam, ninguna de las cuales, como todos sabemos, existió en realidad. El otro tema era la oportunidad de romper el
vínculoentre
la cuestión iraquí y el conflicto árabe-israelí.
Según ese texto, los palestinos, privados del apoyo del poderoso Irak, se verían más debilitados en su lucha contra la ocupación israelí. Pollack se refería a la
despiadada campaña terroristapalestina sin ninguna crítica a Tel Aviv. Hablaba de
ataques terroristas semanales, seguidos de respuestas israelíes (sic), versión típica israelí de los hechos. La parcialidad estadunidense hacia Israel no era más que una
creenciaárabe. Bueno, por lo menos el egregio Pollack había logrado dilucidar, aunque fuera de modo tan desaseado, que el conflicto palestino-israelí tuvo algo que ver en el 11-S, aun si Saddam no.
En los años posteriores, por supuesto, nos han inundado de literatura sobre el trauma posterior al 11-S, desde el elocuente La torre elevada, de Lawrence Wright, hasta The scholars for 9/11 Truth (Académicos por la verdad sobre el 11-S), cuyos partidarios nos han dicho que los restos de un avión afuera del Pentágono fueron dejados caer por un Hércules C-130, que los jets que dieron en las Torres Gemelas fueron guiados a control remoto, que el United 93 fue derribado por un misil estadunidense, etc. Dado el sigiloso, sesgado y en ocasiones deshonesto recuento presentado por la Casa Blanca –para no mencionar los engaños iniciales de la comisión oficial sobre el 11-S–, no me sorprende que millones de estadunidenses crean algo de eso, ya no digamos la mayor mentira del gobierno: que Saddam Hussein estuvo detrás de los ataques. Leon Panetta, el recién nombrado autócrata de la CIA, repitió la misma mentira en Bagdad, todavía este año.
También ha habido películas. Vuelo 93 recreaba lo que
podría (o no) haber ocurrido a bordo del avión que cayó en un bosque de
Filadelfia. Otra contó una historia muy romántica, que por cierto las
autoridades de Nueva York extrañamente impidieron casi por completo que
se filmara en las calles de la ciudad. Y ahora nos invaden los programas
especiales de la televisión, todos los cuales han aceptado la mentira
de que el 11-S en verdad cambió al mundo –la repetición de esa peligrosa
noción por Bush y Blair permitió a sus esbirros cometer criminales
invasiones y torturas–, sin preguntarse por un momento por qué la prensa
y la televisión secundaron la idea.
Hasta ahora, ninguno de estos programas ha mencionado la palabra
Israel, y el programa de Brian Lapping del jueves por la noche en ITV mencionó una vez
Irak, sin explicar hasta qué grado el 11 de septiembre de 2001 dio el pretexto para ese crimen de guerra perpetrado en 2003. ¿Cuántos murieron el 11-S? Casi tres mil. ¿Cuántos en la guerra de Irak? A nadie le importa.
La publicación del informe oficial sobre el 11-S –fue en 2004, pero
lean la nueva edición 2011– es digna de estudio, aunque sea sólo por las
realidades que sí presenta, aunque sus frases iniciales parezcan más de
una novela que de una investigación gubernamental: “Martes… amaneció
templado y casi sin nubes en el este de Estados Unidos… Para quienes se
dirigían al aeropuerto, las condiciones del tiempo no podían ser mejores
para un viaje seguro y placentero. Entre los pasajeros estaba Mohamed
Atta…” ¿Serían los redactores, me pregunto, graduados que hacían su
servicio social en la revista Time?
Me siento atraído ahora hacia Anthony Summers y Robbyn Swan, cuyo The Eleventh Day (El undécimo día) confronta
lo que Occidente se negó a encarar en los años posteriores al 11-S.
“Toda la evidencia… indica que Palestina fue el factor que unió a los
conspiradores en todos los niveles”, escriben. Uno de los organizadores
del ataque creía que haría a Estados Unidos concentrarse en
las atrocidades que Washington comete por apoyar a Israel. Palestina, afirman los autores, “fue sin duda el principal agravio político… que impulsó a los jóvenes árabes (que habían vivido) en Hamburgo”. La motivación de los ataques fue
esquivadaincluso por el informe oficial de los hechos, sostienen. Los comisionados estuvieron en desacuerdo sobre esta
cuestión–eufemismo por
problema– y sus dos oficiales de mayor rango, Thomas Kean y Lee Hamilton, explicaron más tarde: “Era un terreno delicado… los comisionados que sostenían que Al Qaeda estuvo motivada por una ideología religiosa –y no por la oposición a las políticas estadunidenses– rehusaron hacer referencia al conflicto palestino-israelí… En su opinión, mencionar el apoyo a Israel como causa de fondo de la oposición de Al Qaeda a Estados Unidos indicaría que Washington debería revaluar esa política”. Allí tienen ustedes.
¿Qué ocurrió, entonces? Los comisionados, afirman Summers y Swan,
se resolvieron por una redacción vaga que daba la vuelta al asunto. Hay una insinuación en el informe oficial, pero es apenas una nota de pie de página que, desde luego, pocos leyeron. En otras palabras, aún no nos dicen la verdad sobre el crimen que, según quieren que creamos,
cambió el mundo para siempre. Vaya, después de ver a Obama ponerse de rodillas ante Netanyahu en mayo pasado, en realidad no me sorprende.
Cuando el primer ministro israelí logra que hasta el Congreso
estadunidense se humille ante él, es claro que al pueblo de Estados
Unidos no le dirán la respuesta a la pregunta más importante y
delicadasobre el 11-S: ¿por qué?
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Fuente, vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2011/09/07/opinion/003a1pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/09/07/opinion/003a1pol
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