El esfuerzo contra el calentamiento global atraviesa
una fase crítica y en buena medida se debe a la negativa de Washington y
un sector de la sociedad estadounidense a participar del combate. Pese a
la incesante acumulación de datos y confirmaciones empíricas del
trastorno climático y su origen humano, en esa nación los escépticos se
mantienen incólumes. ¿Cómo es posible?
Naomi Oreskes y Erik Conway ofrecen en Mercaderes de la duda
una respuesta centrada en el desmontaje de las campañas de
desinformación impulsadas por intereses creados y un puñado de
científicos conservadores. Para ello, los dos historiadores de la
ciencia —una adscrita a la Universidad de Harvard y el otro al Jet
Propulsion Lab de la NASA— se remontan a su origen: la ‘ruta del
tabaco’, es decir, las tácticas aplicadas por las tabacaleras para negar
el poder cancerígeno del cigarrillo.
En los años 50 y 60, sus maniobras allanaron el
camino a los posteriores negacionistas. ¿En qué consistían? Por un lado,
se investían de autoridad reclutando expertos afines y creando centros
de ‘investigación’; por el otro, explotaban las incertidumbres (“La duda
es nuestro producto”, admitían en un memorándum interno). En pocas
palabras: si los hechos eran imposibles de obviar, los tachaban de
insuficientes y exigían más estudios. Con esas tretas dilatorias
impedían la regulación de su negocio y ganaban tiempo para seguir
fomentando el tabaquismo.
“La duda es nuestro producto”, admitía la industria del tabaco en un memorándum interno
La
agitación sistemática de las dudas les permitía abusar de una práctica
rutinaria del periodismo estadounidense: la cobertura equilibrada de las
polémicas. Nacida para garantizar el acceso mediático a las
partes de un debate político, esa pauta fue distorsionada por las
tabacaleras, que así lograron que The New York Times o el respetado
Edward Murrow otorgaran a sus posturas marginales el mismo rango que al
consenso científico mayoritario. Se transmitía de ese modo a la opinión
pública la engañosa impresión de que los expertos se hallaban seriamente
divididos.
Dudas torticeras
Que sus ardides hicieron escuela quedó claro cuando
el rearme impulsado por Ronald Reagan chocó con la hipótesis del
invierno nuclear ideada por Carl Sagan y otros expertos. El lúgubre
escenario contradecía la propaganda oficial, empeñada en minimizar el
impacto de una guerra atómica. Para refutarlo se creó el Instituto
George C. Marshall y se introdujo en la panoplia persuasiva una nueva
arma: acusar a Sagan y sus colegas de hacerle el juego a la Unión
Soviética.
Ese modus operandi se repitió en las sucesivas
controversias. En la batalla por el humo de segundo mano, las
tabacaleras encargaron al Center for Indoor Air Research y revistas
‘académicas’ como Tobacco & Health negar el perjuicio causado al
fumador pasivo.
Con motivo de la lluvia ácida, las eléctricas se
movilizaron para desvincular sus emisiones de la muerte de los bosques.
Cuando saltó la alarma por el agujero de ozono, los fabricantes de
aerosoles pugnaron por absolver a los CFCs de su responsabilidad en el
trastorno. Posteriormente, se intentó rehabilitar al DDT a base de
demonizar a Rachel Carson, quien alertara de los nocivos efectos
ambientales del insecticida.
Actualmente, las petroleras y la minería del carbón financian think tanks como el Cato Institute y otros agentes dedicados a difamar al IPPC (el panel de expertos de las Naciones Unidas que coordina los consensos científicos sobre el cambio climático) y culpar del fenómeno al sol, las variaciones naturales, los rayos cósmicos, o directamente sostener que no hay tal calentamiento.
Actualmente, las petroleras y la minería del carbón financian think tanks como el Cato Institute y otros agentes dedicados a difamar al IPPC (el panel de expertos de las Naciones Unidas que coordina los consensos científicos sobre el cambio climático) y culpar del fenómeno al sol, las variaciones naturales, los rayos cósmicos, o directamente sostener que no hay tal calentamiento.
Expertos que se repiten
Muchos de los científicos que se prestaban a esas
operaciones de relaciones públicas compartían un perfil similar:
ultraliberales y anticomunistas, creían que las críticas al armamento nuclear, al tabaquismo y a los gases contaminantes respondían a una agenda oculta de izquierda encaminada a implantar el intervencionismo estatal en todos los ámbitos.
Financiados por las industrias afectadas y
amplificados por medios conservadores como The Wall Street Journal o
Forbes, en sus filas destacaban los físicos Fred Seitz, Fred Singer y
Bill Nierenberg. Asociados durante la Guerra Fría al complejo
militar-industrial, pasaron de negar el invierno nuclear a refutar las
secuelas perniciosas del humo de segunda mano y, finalmente, el origen
antrópico del calentamiento global.
Cuesta no escandalizarse con la lectura de esta
obra, que ha sido llevada al cine; cuesta no deprimirse al ver cómo
ejecutivos mendaces, ayudados por investigadores y políticos venales o
ideológicamente ofuscados, recurrieron a toda suerte de artimañas para
combatir los hechos que no les convenían; y cómo sus falacias, a falta
de una respuesta contundente de parte del periodismo y de la comunidad
científica, terminaron calando en un segmento significativo de la
opinión pública.
Científicos conservadores pasaron de negar el invierno nuclear a refutar
las secuelas del tabaco y, finalmente, el origen antrópico del
calentamiento global
Con todo, el balance no es
descorazonador; pese a las patrañas, el tabaquismo fue reglamentado; los
CFCs, prohibidos; el armamentismo nuclear, frenado; la lluvia ácida se
redujo y el DDT no se ha vuelto a usar; aunque en lo relativo a las
emisiones causantes del cambio climático el desenlace sigue en el aire.
De ahí la actualidad de este trabajo que desmonta la refinada sofística
concebida para desacreditar los hallazgos que chocan con intereses
poderosos, a la vez que nos recuerda cómo funciona el método científico,
la provisionalidad de sus resultados, y los recaudos que deben tener
los periodistas si no quieren ser manipulados por los mercaderes de la
duda.
Por esto último nos parece pertinente concluir con un párrafo extraído del libro reseñado:
La ciencia no proporciona certidumbre. Solo
proporciona pruebas. Solo proporciona el consenso de los expertos,
basada en la acumulación organizada y el examen de las pruebas. Oír a
‘ambas partes’ de una controversia tiene sentido cuando se debaten
políticas en un sistema con dos partidos, pero cuando ese marco se
aplica a la ciencia hay un problema (…) la investigación produce pruebas
que pueden aclarar puntualmente la cuestión (…) A partir de ese punto,
ya no hay ‘partes’. Hay simplemente conocimiento científico aceptado.
Periodistas y lectores, tomemos nota.
vía:
https://www.publico.es/sociedad/calentamiento-global-historia-desnuda-escandalosa-niegan-evidencia-cientifica.html
https://www.publico.es/sociedad/calentamiento-global-historia-desnuda-escandalosa-niegan-evidencia-cientifica.html
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