Una de esas noticias de las que hablaba se refiere a la deportación de un ser humano de 19 años de origen paraguayo que vivía en España desde los cinco junto a su familia. El Estado esgrimió su ley y embarcó a este chaval en un vuelo rumbo a Paraguay donde nadie le espera. El motivo aducido ha sido el no tener sus “papeles en regla” (una expresión repugnante que utilizan para no expresar lo que realmente quieren decir: te vas porque eres un parásito, pobre y encima extranjero). Evidentemente, la única forma de regularizar su situación era conseguir un trabajo porque, repito, es la manera de demostrar tu valía en la sociedad si perteneces a las clases populares.
Me pregunto qué pasaría si de repente aplicaran ese mismo criterio a todos los jóvenes del país independientemente de su condición. Probablemente, desaparecería una generación entera. ¿A cuánta gente de esas edades conoces que trabajen? Yo a muy pocos.
Otro tema sobre el que últimamente he leído y oído mucho es sobre la cuestión de las personas. Desde hace años, se viene insistiendo machaconamente en la progresiva precarización del sistema de pensiones hasta el punto de abrirse el debate acerca de si hay que mantener las pensiones tal y como las conocemos o, por el contrario, hay que ir olvidándose de ellas. Lo que este debate esconde a quien no quiera verlo es una cuestión fundamental: ¿Qué hacer con aquellos que han acabado con su vida activa de producción? Es decir, ¿Merece la pena mantener con vida a aquellos a los que ya no podemos exprimir? Esta es la cruda realidad del debate de las pensiones, porque no nos engañemos, sólo aquellos obligados a vender su fuerza de trabajo a lo largo de su vida necesitan una pensión para sobrevivir durante su vejez. Se nos repite que es una situación insostenible, que no es posible garantizar un mínimo de dignidad en la vida de nuestros mayores.
¿Qué clase de sociedad es ésta? Lo sabemos muy bien aunque nos cueste creerlo, formamos parte de un mundo donde el sálvese quien pueda se ha elevado al rango de dogma incuestionable y la estupidez ha sido encumbrada a los altares de lo cotidiano. Sólo así se explica que nos anuncien como inevitable un exterminio y no seamos capaces de hacer nada (ya no hablo de actos revolucionarios; ni siquiera un mínimo movimiento hacia la reforma del sistema que permita seguir manteniendo el espejismo en el que vivimos). Está tan interiorizado que el trabajo es el eje fundamental de la vida que asumimos como normal que todo aquel que no trabaje no merece nada.
Hay muchísimos más ejemplos de esto. Podríamos hablar del desprecio absoluto por todas aquellas personas, especialmente mujeres, que dedican sus vidas al cuidado (en el sentido más amplio de la palabra) de sus familias y son tratadas como inferiores ya que no cotizan y por tanto, no contribuyen al sistema. También todos aquellos extranjeros que acogimos con las manos abiertas para explotarlos en todos aquellos trabajos de mierda que no considerábamos dignos de ser desempeñados por los nativos y que más tarde, cuando ya tenían sus vidas hechas aquí, decidimos que sobraban y los consideramos los culpables de todo y, por tanto, los tratamos como a criminales. También podríamos hablar de aquellas personas que después de dejarse media vida trabajando en una empresa como si fueran a heredarla, fueron puestos de patitas en la calle (en muchos casos debiéndoles un dinero que jamás recuperaron) en pos de aumentar la competitividad y que pasaron a convertirse en desechos sociales no aptos para ser miembros de pleno derecho de la sociedad de consumo.
La lista sería interminable pero el hecho es el mismo: mientras puedes ser explotado tienes derecho a vivir. Una vez dejas de ser útil, formas parte de los prescindibles, de los que cuanto antes desaparezcan mejor. Esto es lo que siempre ha sido en un sistema donde el beneficio lo es todo y la vida una mercancía más.
Fuente: http:// quebrantandoelsilencio. blogspot.com.es/2016/12/si-no- trabajas-asalariadamente-no- vales.html
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