miércoles, 14 de septiembre de 2016
Indignado: El lugar del Poder en el anarquismo....Rafael Cid
“Somos responsables de lo que de nosotros depende”
(Castoriadis)
En torno al anarquismo circulan muchos bulos y leyendas urbanas. Casi todos esgrimidos por detractores profesionales. El más socorrido es el que lo equipara con desorden o caos. Una atribución para estigmatizarlo que hasta el diccionario de la lengua ampara al admitir esos términos negativos entre sus posibles acepciones. Con semejante hándicap, lo que el gran geógrafo francés Eliseo Reclus denominó “la más alta expresión del orden”, precisa de un aporte de certezas para dignificarlo ante el mundo secreto de las ideas.
Pero también existen muchos mitos endógenos. De nuestra propia cosecha y fanfarria. Personas desinformadas, y también advenedizos que aterrizan en sus estribaciones, creyendo que la anarquía es el país de jauja, el bazar del todo a cien. Según su percepción, en el anarquismo no hay normas que valgan ni autoridad que se respete. Dicha perspectiva cuenta con el apoyo involuntario de la propia etimología que define el término “anarquía” como “no gobierno”, “ausencia de autoridad”. Que es tanto como sostener que se trata de un espacio donde el poder ha sido desterrado.
Y si la lucha intelectual contra tantos dislates y mentiras, interesadas y canónicas, es un requisito de coherencia entre los libertarios, no menos hay que decir sobre la necesidad de desmontar planteamientos que hacen del anarquismo un totum revolutum sin pies ni cabeza. De todos estos desatinos, posiblemente el más relevante por su capacidad de sabotaje mental para un encefalograma plano es el que habla del anarquismo como “no poder”. Lo que a la larga, y puesta la oración por pasiva, supondría reconocer su “impotencia” como forma de vida y de organización social.
El poder es consustancial a la vida social. Basta que haya dos personas para que se manifieste. Poder como influencia, ascendente, referencia, porque como individuos que somos no hay dos personas iguales en el mundo. La lógica del poder, pues, se manifiesta de manera natural en razón precisamente de esas diferencias que plasma la subjetividad. Rasgos distintivos que pueden tener que ver con la inteligencia, la cultura, la salud, la cultura, la elocuencia, la habilidad para determinados trabajos, etc., que permiten que la seducción de una sobre otra y de otra sobre una se formalice. Entonces aparece una relación de poder, que no es exclusiva de nadie y lo es de todos. Flujo interactivo que varía en el tiempo, en el espacio, e incluso según sea su ámbito de experiencia. Por ejemplo, en el medio acuático un anfibio posee más poderes que un terrícola.
El problema estalla cuando esas peculiaridades llevan aparejada una sumisión, una dependencia impuesta, ya sea en forma de coacción, de penalización o de ventaja. Entonces se produce una desviación de poder que es necesario repudiar y combatir para evitar que se institucionalice un régimen de injusticia natural, de desigualdad consentida. Perversión que suele materializarse con modelos autoritarios y jerarquizados que establecen la norma (consuetudinaria o jurídica) para regular el hecho diferencial a favor del mejor situado, el más “poderoso”. Esa división social es la madre de todos los sistemas de opresión, segregación y racismo que existen.
Antropológicamente, por ahí van los tiros. Pero lo que socialmente interesa es el poder democrático, quién decide, cómo decide y para qué decide. Es en el proceso de toma de decisiones donde se configura una sociedad abierta o cerrada, de bienes comunes o de privilegios, de cooperación o de competición. Ahí está en juego es lo que la ciencia política convino en llamar soberanía. En la Atenas de Pericles, ejemplo de democracia participativa aunque limitada, había de todo un poco. Una parte considerable de la población (mujeres y esclavos, sobre todo) quedaba excluida de la condición de ciudadano y por tanto del derecho a decidir (al voto). Circunstancia esta que debe situarse en su contexto para no sacar conclusiones desquiciadas. Hay que tener en cuenta que hasta 1865 Estados Unidos no abolió la esclavitud y que fue en el tardío 1971 cuando la por otras razones modélica Suiza aprobó el sufragio universal femenino. Y en la Roma republicana, partera del derecho clásico, el “pater familias” tenía capacidad de vida y muerte sobre todos los miembros.
Sin embargo, el ejercicio del poder en la democracia griega era pleno para el cuerpo electoral. Todos tenían el derecho y el deber de gobernar y ser gobernados, y los representantes eran elegidos en asamblea por sorteo con mandato imperativo, temporal y abierto a revocación. Pero aquel sistema también mostró notables carencias, especialmente debido a las extralimitaciones de las mayorías. Como quedó patente en el proceso a Sócrates que culminó con su asesinato legal por decisión del pueblo que le consideró reo de impiedad. Ese funesto veredicto puso de manifiesto la dimensión trágica de la sanción penal utilizada como escarmiento, y con ello introdujo la reflexión sobre la vinculación de poder y violencia.
Históricamente donde ha habido poder inmoral hubo violencia. Mao dijo que “el poder nace de la boca de un fusil” para justificar su revolución campesina; Napoleón arengaba a sus tropas con la soflama “las bayonetas no están para sentarse encima”, y Stalin respondió a los que les advertían sobre el poder del Vaticano con el sardónico “¿cuántas divisiones tiene el Papa?”. Tres versiones coincidentes del abuso de poder como partera de la historia que conducen inevitablemente a construir una sociedad de dominantes y dominados, dirigentes y dirigidos, opresores y oprimidos, reproduciendo patológicamente nuestra biodiversidad fundacional.
Una estructura de arriba-abajo que se concreta en el invariante Estado, sede del poder y de la violencia por antonomasia, siguiendo la ya clásica categorización de Max Weber como “un territorio que ostenta el monopolio en el uso legítimo de la fuerza” (La política como vocación). O sea, que hacerse con el poder Estado es la condición sine quo nom para utilizar la violencia dentro de la ley, sin reproches. Una tautología que Pierre Bourdieu destaca al sostener que “el Estado se caracteriza por ser un lugar universalmente reconocido que tiene tras de él el consenso social” (Sobre el Estado). Y aquí es donde el anarquismo adquiere plenitud política reivindicando la refutación del Estado como único medio eficaz de erradicar la violencia institucionalizada y de paso devolver el poder de los individuos al ámbito de la interacción humana.
De esta forma se cierra el ciclo de la servidumbre voluntaria en las nominales sociedades democráticas. El poder y violencia, mano a mano, se ejercen desde los menos a los más con permiso de estos últimos, legítimamente. En todos los órdenes, porque el artefacto Estado es ubicuo, como la Santísima Trinidad, está en todas partes. En el plano político (teóricamente, cada cual es libre de elegir a su representante en la polis, o no elegirlo) y en el económico (también aquí cada cual es libre de vender su fuerza de trabajo o no hacerlo, y morirse de hambre). Esa es la razón por la que Bakunin sostenía que “el poder corrompe a quien lo ejerce y degrada al que se somete”. El Estado es una especie de toma de tierra de un campo magnético de fuerzas opuestas que, al instar el consenso, disipa la mala conciencia de víctimas y verdugos, mostrándose como un agente neutral que autorregula los antagonismos para el interés general (otra mano invisible).
Las sociedades capitalistas se construyen, pues, como una pirámide donde la base soporta a la cúpula porque está en la lógica de las cosas urbi et orbi. Eso es una obviedad de Perogrullo que no aporta nada al debate sobre el consentimiento de la dominación. Lo nuevo es que semejante distopia ha cristalizado en un imaginario social por el cual los de abajo, los más desfavorecidos, llegado el caso, deben sacrificarse por las élites a las que sirven. Porque si estas caen pueden arrastrar en su desplome a sus sufridos mantenedores. Es la versión postmoderna de la “devotio ibérica” que el rescate de la crisis bancaria ha puesto de manifiesto tomando como escudos humanos a todos los contribuyentes. En la saga de lo que Fanón denominaba la “mentalidad del colonizado” y, Max Weber refiriéndose a la religión decía que daba a los dominadores una teodicea de sus propios privilegios. Algo que ya en el temprano 1758 denunciaba de David Hume al comentar: “Nada es más sorprendente para los que consideran los asuntos humanos con mirada filosófica que ver la facilidad con que la gran mayoría es dominada por una pequeña minoría y observar la sumisión con que los hombres anulan sus propios sentimientos y pasiones en favor de los de sus dirigentes” (Los primeros principios del Gobierno).
Romper con esa inclinación exige desanudar su camisa de fuerza. Desaprender la cultura de la heteronomía y de la obediencia debida es la gran tarea del anarquismo. Y eso requiere denunciar tanto la violencia implícita en el poder del panóptico Estado como asumir creativamente la pluralidad de poderes individuales como dinamo del proceso civilizatorio. Lo que supone pasar de lo estatal-legal, donde las diferencias se subliman en un interesado darwinismo social, a lo público-democrático como “lugar donde se delibera y se decide sobre los asuntos comunes” (Castoriadis). Lo estatal-gendarme funciona desde la máxima “mi libertad termina donde empieza la libertad del otro”, lo público-social desde el convencimiento de “que la libertad del otro amplia y extiende mi libertad hacia el infinito”. El Estado así instituido impele a validar un poder mercenario, basado en la violencia física y penal, un desorden regulado contra natura. El anarquismo busca ser la más alta expresión del orden, la puesta en colaboración del factor humano en toda su complejidad por propia iniciativa personal.
Si no fuera por los perjuicios y la infelicidad que causa su fenomenal despojo, debería chocarnos la bulimia con que la oposición política contempla el desmantelamiento del Estado de Bienestar, una red levantada con las aportaciones de todos los trabajadores, sin percibir que es el ocaso de la era del trabajo asalariado lo que está determinando su fin, y con ella del formato de “autobeneficiencia” que dicho Estado de Bienestar suponía. De ahí la corrupción sistémica a que se entregan todos los gobiernos que ocupan el aparato del Estado. La creciente escasez de ingresos fiscales les ha lanzado a una incautación irregular y delictiva de recursos que permita a las estructuras políticas que los sustentan mantener una situación de hegemonía. Actúan como modernos y perversos Robind Hood que roban a los pobres para dárselo a los ricos.
Cuando el modelo productivo requería abundante mano de obra, esas necesidades provenían de la propia gestión del Estado dotada a través los presupuestos generales. Ahora, con una Administración sobredimensionada por haberse utilizado como agencia de colocación de los partidos, una fiscalidad de mínimos para el capital, y la caída en picado de la recaudación por las rentas del trabajo, el poder se configura también como botín de guerra. Hoy más que nunca, parafraseando a Proudhon, podríamos decir “el Estado es un robo”. Extremo que se visualiza en las justas luchas contra las prácticas extorsionadoras utilizadas en la construcción de un Estado trasnacional europeo (UE). Aunque con la contradicción de que sus mayores detractores en la izquierda emergente y postcomunista son quienes más defienden, reivindican y añoran a su pupilo engendrador, el Estado-nación. La clave frente a las estrategias de la dominación radica en lo que sostenía el escritor portugués Miguel Torga: “La única forma de ser libre ante el poder es tener la dignidad de no servirlo”.
(Nota: este artículo se ha publicado en el número de agosto del periódico Rojo y Negro).
Rafael Cid
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