No es ninguna novedad que el Parlamento legisle en favor de las
grandes empresas monopólicas chilenas. Este flagelo de la corrupción
política, del cohecho y de los dineros mal habidos es un tópico en la
literatura historiográfica: en el mal llamado período parlamentario,
(1891-1925), había que tener mucho dinero para poder comprar un cargo de
diputado o senador; se dio el caso, por ejemplo, del líder
conservador, Abdón Cifuentes quien, por carecer de recursos, no pudo
ser candidato al parlamento y fue reemplazado por uno de los Matte
Pérez, que era un “burro con plata”. En la actualidad ocurre algo
análogo: si no se cuenta con recursos monetarios se hace imposible
aspirar a un cargo parlamentario – a no ser que reciba, como ocurre con
varios congresistas, “aportes anónimos”, lo que es un eufemismo, de
grandes empresas monopólicas chilenas -.
Tanto en la época parlamentaria, como hoy, el ser diputado o senador,
constituye una fuente de enriquecimiento y de status de
honorabilidad que se atribuyen – sin detenerse a pensar que sólo son
empleados de los ciudadanos que, equivocadamente, los han elegido -. En
el parlamentarismo, los hermanos Alessandri se enriquecieron siendo
abogados de grandes compañías salitreras y, a su vez, diputados; este no
fue el único caso, pues la mayoría de los padres conscriptos ejercían
esta duplicidad de funciones, sin ninguna limitación ética o moral –
para ganar una elección bastaba ser dueño de un Banco o de una hacienda
-; uno de los Subercaseaux se jactaba de la seguridad del triunfo por
ser poseedor de un Banco; el Presidente Germán Riesco presionó a su
sucesor, Pedro Montt, a fin de que ayudara a salvar un Banco de la
quiebra, del cual era director.
El caso de la diputada Marta Isasi, que reconoce haber recibido
millones de CORPESCA, empresa de Anacleto Angelini, es sólo la punta
iceberg. Se sabe que, en cada proyecto, las empresas monopólicas
chilenas hacen lobby y presionan a los parlamentarios para que voten a
favor de sus intereses. La denuncia del diputado René Alinco, al menos
en este caso, tiene validez: la comisión de ética de la Cámara de
Diputados “vale callampa” – sería ridículo que no defendieran sus
intereses corporativos -. Por lo demás, se hace evidente que las
relaciones entre las empresas y los parlamentarios debieran ser
investigadas por un ente autónomo, dotado de tal poder que pueda
aclarar y sancionar a aquellos parlamentarios que, permanentemente,
son digitados por el lobby.
La declaración de intereses que los funcionarios públicos deben
firmar al inicio de su gestión es una burla: primero, pueden declarar,
voluntariamente lo que deseen, sin que se les pueda exigir un relato
completo de sus haberes, inversiones e intereses; segundo, nadie puede
constatar la veracidad de esta declaración. Se sabe que muchos
parlamentarios tienen acciones de compañías transadas en la Bolsa, como
también que muchos personeros – del Ejecutivo y Legislativo – provienen
del mundo de las finanzas.
Aun cuando sea impopular, pienso que la solución a esta lacra que
está corroyendo al parlamento es el financiamiento público de las
campañas y de los partidos políticos, asimismo, una estricta
prohibición de aportes económicos por parte de empresas y particulares.
Los recursos que cada candidato obtenga para su campaña deberán ser
regulados por ley, con altas penas, incluso corporales para quienes la
transgredan. En suma, se requiere y se exige una transparencia total con
relación a la política y los negocios.
Vía:
http://www.piensachile.com/index.php?option=com_content&view=article&id=11373:legislar-para-los-oligopolios&catid=1:opinion&Itemid=2
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