La crueldad de los sicarios de Juárez rebasaba con mucho cualquier explicación que trataba de darme al respecto. Y tal vez porque había estado releyendo a Miguel Hernández vinieron a mi memoria, por contraste, los versos de “Nanas de la cebolla”, dedicados a su hijo a raíz de que recibiera, en la cárcel de Torrijos, una carta en la que su mujer le describía las dimensiones de su pobreza, llegada a tal extremo que sólo comía pan y cebolla. Para el poeta la situación de su mujer y de su pequeño hijo era dolorosamente dramática, a grado tal que le inspiraron versos memorables por su ternura y a la vez por su enorme carga y fuerza líricas: “En la cuna del hambre/ mi niño estaba./ Con sangre de cebolla/ se amantaba…” y después de otros versos inolvidables, el poema termina de la siguiente manera: “Vuela niño en la doble/ luna del pecho;/ él triste de cebolla,/ tú satisfecho./ No te derrumbes./ No sepas lo que pasa/ ni lo que ocurre.”
Entre los mejores poemas de Hernández, me parece, están aquellos en los que palpita el desgarramiento afectivo, la tristeza, la pena (“Umbrío por la pena, casi bruno,/ porque la pena tizna cuando estalla,/ donde yo no me hallo no se halla/ hombre más apenado que ninguno...”), o un dolor tan enorme que llega a sentir que le sobra el corazón: “Hoy estoy sin saber yo no sé cómo,/ hoy estoy para penas solamente,/ hoy no tengo amistad,/ hoy sólo tengo ansias/ de arrancarme de cuajo el corazón/ y ponerlo debajo de un zapato.” Y aunque hay algunos versos de corte satírico en El hombre acecha, el humor no es algo que pueda encontrarse en la producción poética o en las cartas de Miguel Hernández. Sin embargo, en la carta que envió a su mujer el 12 de septiembre de 1939, con el poema “Nanas de la cebolla”, se vislumbra a un hombre capaz de crecerse al castigo y sonreír con amargura: “Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que para mí no hay otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme. [...] También paso mis buenos ratos espulgándome, que familia menuda no me falta nunca, y a veces la crío robusta y grande como el garbanzo. Todo se acabará a fuerza de uña y paciencia, o ellos, los piojos, acabarán conmigo. Pero son demasiada poca cosa para mí, tan valiente como siempre, y aunque fueran como elefantes estos bichos que quieren llevarse mi sangre, los haría desaparecer del mapa de mi cuerpo...”
Otros pasajes de la misma carta mantienen ese humor amargo, pero estas líneas, me parece, muestran la calidad humana de este poeta.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/20/sem-orlando.html
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