- En la imagen no para de reir. Habita mundos desconocidos. Juega a
juegos inimaginables con duendes que habitan otras historias. De
arcoiris y ternura eterna. Juegos en los que mariposas y colibríes
desatan una danza invisible que la hace volar hasta territorios
impenetrables para los adultos. El suyo es un mundo propio. En el que
sólo tienen pase libre los niños que seguirán siendo niños toda la vida.
Candela Sol tiene 11 años para siempre. Ya no existe estocada feroz capaz de detener su vuelo. Debió –como Ofelia en el Laberinto del Fauno- desandar los planetas de la crueldad para sostener esa oscura realidad que construyeron para ella. Y fugar por una puerta mágica con la ayuda de los hados de todo destino para abrir las ventanas furiosas que la separan de su propia utopía. Delicada y soñadora, como Ofelia, Candela tuvo que asirse a la vida más allá de la vida. En un lugar en que los 11 son la barrera y ya lo serán por siempre. En un sitio tajantemente vedado a los adultos. En un espacio en el que flota con otros niños con los que –como Ofelia- puede reir y correr y dibujar otros mundos que contengan su propio mundo.
Cuando el maestro José Martí hablaba a finales del siglo XIX de educación, lo hacía pensando en esos “padres buenos” que creen “que todos los niños son sus hijos y andan, como el río Nilo, cargados de hijos que no se ven, son los niños que no tienen padre, los niños que no tienen quién les dé velocípedos, ni caballo, ni cariño, ni un beso”.
Candela fue hija de todos recién a partir de su muerte y el mundo adulto sigue caminando mansamente sin mirar detenidamente que antes, mucho antes de su muerte, la dejó caminar sola junto a miles, a cientos de miles, a millones de niños que anduvieron su propio rumbo sin que ese mundo adulto los acariciara, les arrullara una canción de cuna, les construyera una escuela de la vida, un sitial en el que desplegar una rayuela o un piedra libre para todos.
El entramado que desapareció su vida corta pero intensa de 11 años continúa intacto. No bastan las puestas en escena ni los llantos amargos de la adultez que sigue deconstruyendo los sueños. Que sigue derribando toda quimera de un mañana de humanidad. Que persigue uno tras otro los sueños de sábana y mantel para los millones de Osías que quieren tiempo pero tiempo no apurado, tiempo de jugar que es el mejor. No hay regreso. Los ropajes de ternura se tiznaron amargamente de una crueldad de la que ya no se vuelve. No hay modo. Candela quedará para siempre en sus 11. En una isla de peterpanes que le arropen el alma.
1800 policías en las calles, un gobernador con rostro compungido, una monstruosa estructura jurídica, un entero universo de poder político y una sociedad inmune al dolor fracasaron estrepitosamente hasta estallar. Porque la muerte temprana de la infancia es el derrumbe de la humanidad. Es el naufragio sin retorno porque abandonar a la niñez es sellarse su propia muerte y cargar para siempre con el sanbenito de la derrota.
Candela es Ofelia. Como ella, supo de un fauno fantástico que era en verdad la niña princesa de un reino en el más allá. Como ella tuvo que enfrentarse a infinitas pruebas antes del estallido de la luna llena. Como ella, tuvo que pagar con cada gota de su sangre el precio de un pasaporte a la magia. Pero sus ríos de sangre no logran todavía torcer rumbo de una humanidad que pone todo su empeño en continuar despreciando la vida.
Candela Sol tiene 11 años para siempre. Ya no existe estocada feroz capaz de detener su vuelo. Debió –como Ofelia en el Laberinto del Fauno- desandar los planetas de la crueldad para sostener esa oscura realidad que construyeron para ella. Y fugar por una puerta mágica con la ayuda de los hados de todo destino para abrir las ventanas furiosas que la separan de su propia utopía. Delicada y soñadora, como Ofelia, Candela tuvo que asirse a la vida más allá de la vida. En un lugar en que los 11 son la barrera y ya lo serán por siempre. En un sitio tajantemente vedado a los adultos. En un espacio en el que flota con otros niños con los que –como Ofelia- puede reir y correr y dibujar otros mundos que contengan su propio mundo.
Cuando el maestro José Martí hablaba a finales del siglo XIX de educación, lo hacía pensando en esos “padres buenos” que creen “que todos los niños son sus hijos y andan, como el río Nilo, cargados de hijos que no se ven, son los niños que no tienen padre, los niños que no tienen quién les dé velocípedos, ni caballo, ni cariño, ni un beso”.
Candela fue hija de todos recién a partir de su muerte y el mundo adulto sigue caminando mansamente sin mirar detenidamente que antes, mucho antes de su muerte, la dejó caminar sola junto a miles, a cientos de miles, a millones de niños que anduvieron su propio rumbo sin que ese mundo adulto los acariciara, les arrullara una canción de cuna, les construyera una escuela de la vida, un sitial en el que desplegar una rayuela o un piedra libre para todos.
El entramado que desapareció su vida corta pero intensa de 11 años continúa intacto. No bastan las puestas en escena ni los llantos amargos de la adultez que sigue deconstruyendo los sueños. Que sigue derribando toda quimera de un mañana de humanidad. Que persigue uno tras otro los sueños de sábana y mantel para los millones de Osías que quieren tiempo pero tiempo no apurado, tiempo de jugar que es el mejor. No hay regreso. Los ropajes de ternura se tiznaron amargamente de una crueldad de la que ya no se vuelve. No hay modo. Candela quedará para siempre en sus 11. En una isla de peterpanes que le arropen el alma.
1800 policías en las calles, un gobernador con rostro compungido, una monstruosa estructura jurídica, un entero universo de poder político y una sociedad inmune al dolor fracasaron estrepitosamente hasta estallar. Porque la muerte temprana de la infancia es el derrumbe de la humanidad. Es el naufragio sin retorno porque abandonar a la niñez es sellarse su propia muerte y cargar para siempre con el sanbenito de la derrota.
Candela es Ofelia. Como ella, supo de un fauno fantástico que era en verdad la niña princesa de un reino en el más allá. Como ella tuvo que enfrentarse a infinitas pruebas antes del estallido de la luna llena. Como ella, tuvo que pagar con cada gota de su sangre el precio de un pasaporte a la magia. Pero sus ríos de sangre no logran todavía torcer rumbo de una humanidad que pone todo su empeño en continuar despreciando la vida.
Fuente, vìa :
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