Entusiastas, sedientos de felicidad como somos en estas tierras, contribuimos a esta corrupción desbocada, por ejemplo, con la pronta conversión de la selección sub 17 en un grupo de súper estrellas instantáneas. Rápidamente esos jóvenes que jugaron poniendo el corazón en la pasada Copa del Mundo, gracias al estúpido aceleramiento de quienes ven en este deporte la salvación de la patria, y gracias a un presidente imberbe que los señala como punto de cambio en la historia, rápidamente, decíamos, se verán transformados en otros sub 22 y seleccionados mayores con anécdotas de prostitutas, clembuterol y soberbia. Pero bueno, ¿a qué tanto hablar de futbol en una columna de música?
Algo muy similar está ocurriendo en los terrenos sonoros. Hay que pensar en los festivales musicales más añosos del mundo (y en su influencia en nuestros propios festivales). Otrora indicadores de lo que valía la pena escuchar y seguir, muchos se han bajado los pantalones de la manera más grotesca en pos de un taquilla ajena a la estética por la cual nacieron, aunque eso sí la taquilla ahora controlada por patrocinadores interesados en el estilo de vida que se genera en torno a la música, mas no en la música misma. ¿Ejemplos? ¿Qué tal el Festival de Jazz de Montreal, en Canadá? ¿O su hermano mayor, el Festival de Jazz de Montreaux, en Suiza?
Stanley Clarke |
Y no nos malinterprete el lector. Desde luego que se trata de enormes compositores e intérpretes a los que satisface y alegra escuchar en vivo, pero su constante presencia ha terminado por bloquear a nuevos valores que nomás no pueden compartir ese extraño Olimpo creado por agencias de representación y manejadores que, en contubernio con los directores de programación, mantiene a salvo los intereses de quienes ponen los billetes, una fórmula que hemos aprendido y replicado en México, en cuyos festivales es complicado que accedan los artistas si no tienen “relaciones” con quienes deciden.
¿Hasta dónde se puede llegar siguiendo esa ruta? A algo así: a que con todo y lo ecléctico y abierto que ha sido a lo largo de sus cuarenta y cinco años de vida, el Festival de Jazz de Montreux invitara en su última edición al boricua Ricky Martin. Eso nos parece una locura, no porque se trate de pop, ojo, sino porque simplemente se trata de mala música interpretada por un paupérrimo entertainer. Ya no hay control de calidad, tal como pasa en varios de los estados de nuestra República, en donde la demagogia populachera termina esculpiendo festivales (hemos recibido mensajes de lectores de Puebla, verbigracia, en donde se han corrompido dos celebraciones importantes).
Nos preguntamos entonces: ¿son estas las maneras de preservar a los viejos melómanos y de llamar a nuevas generaciones? ¿Repitiendo una y otra vez a las leyendas del jazz o saludando a los peores artistas pop? Compartimos el pensamiento de Menotti cuando dice: “El futbol es el único lugar donde me gusta que me engañen.” Ya lo decíamos: desafortunadamente eso está ocurriendo también con los festivales artísticos de muchos países, sean privados o del Estado. Nos están engañando a todos en pos del negocio. “Lo primero que han hecho ha sido robarle a la gente el sentido de pertenencia”, dice el Flaco. Y sí, somos simples espectadores. Y finaliza: “Nos robaron la música, nos roban los parques, las plazas y hasta el futbol”.
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