Detestación no significa odio. Es un sentimiento de rechazo que puede aplicarse a una persona como a una cosa. En su etimología, detestar es “condenar” o “maldecir” poniendo a los dioses por testigos. En un libro alucinante de inteligencia, escrito a los veintisiete años, El origen de la tragedia, Federico Nietszche reflexiona cómo el enfrentamiento entre Dionisos y Apolo, entre hybris y sophrosine, entre desmesura y mesura, entre ser un poseído o no serlo, se encuentra en el origen y nacimiento de lo trágico. ¿Por qué? Porque los dioses mismos son víctimas de estos delirios que sufren los seres humanos. Pueden ser raptados por la desmesura, pueden conducirse con mesura. El Olimpo no es un paraíso tranquilo, es un lugar de disputas. Invocar a los dioses, ponerlos como testigos, hace correr un riesgo supremo. Se está cierto y seguro de que la cosa o la persona molesta, da lata, produce urticaria. Pero no es una cuestión personal, no digna de odio.
Sin tener gran capacidad de fantasía, es posible imaginar la discusión en el palacio de Elysée en voz baja, no vaya a escuchar la prensa, y a gritos, Sarkozy debe creer que los agudos ganan, si el publicista Jacques Seguéla no es un militante terrorista de izquierda que les vendió la imagen y la persona de la ex top model para consolarlo del abandono público de su amada segunda esposa. Carla agrada en Inglaterra porque sabe hacer la reverencia ante la reina Elizabeth, agradó en India pues posee las dotes de actriz necesarias para poner una cara modesta de buena esposa consagrada por entero a su marido. Parece que los franceses piensan lo contrario. Para ellos, Bruni es una rica coqueta, una esnob adinerada que finge tener ideas humanitarias y de izquierda para ser admitida en el medio del show business, ese medio donde se tiene el corazón a la izquierda y la cartera a la derecha, y donde ella había tratado de hacer una carrera de cantante. No obtuvo éxito. No importa, casémonos con el presidente de Francia puesto que ha sido abandonado y necesita consuelo, lo cual nos permitirá convertirnos en first lady, como se llama entre esnobs a la première dame, lo que vale más que ser cantante fracasada. Buen cálculo y, como tal, interesado. Por desdicha, los franceses no parecen convencidos. Al extremo de que si Sarkozy se percata de que su bello matrimonio, en lugar de ganarle votos, le hace perder, y se perfila un porvenir sombrío que augura dramas.
Así, es verosímil imaginar a Sarkozy y su célula de crisis permanente, formado por el selecto grupo de sus consejeros en comunicación, discutir al mismo tiempo sobre la mala imagen de Carla, el discurso presidencial de fin de año que subrayó, al atacarla, la importancia de Marine Le Pen, candidata presunta del Frente Nacional, partido de extrema derecha, fundado por su padre, y el impacto electoral de imagen y discurso. Es también posible imaginar la cólera de la cantante (a quien los cómicos imitan su canto con un silencio, alusión queda y brutal a su falta de voz) al ver los resultados nefastos del contrato tan dulcemente negociado: que sus discos se vendan poco importaría, no en vano se es millonaria, pero ser detestada cuando todo había sido previsto y calculado para convertirla en la mujer, modelo y cantante más popular, más querida, más idolatrada, es mal negocio. Para Bruni y para Sarkozi, Carla y Nicolás.
Su historia de amor, vendida a todas las revistas de moda, su matrimonio, parece ser un mal negocio que no fructifica en beneficio de ninguno de los dos cónyuges. Carla Bruni podría en último caso alegar en su favor que sirve de pararrayos a su marido.
Después del american dream de una nueva Jacky Kennedy reencarnada en la persona de Cecilia, su segunda esposa, con Carla el rêve más francés de una reina instalada al lado del presidente de Francia en el palacio del Elysée comenzó a tomar forma. Por desgracia, la lectura de la Historia de Francia, hecha por la pareja presidencial, incurre en errores y anacronismos. Las cortesanas parecen en desuso y las reinas se guardan de lucir y, sobre todo, no existen en una república. No faltan los ciudadanos franceses que conocen algo de su historia y llaman a Bruni “la italiana”, con un dejo de ironía que recuerda el apodo de “la austríaca” dado a la reina María Antonieta, tristemente decapitada durante la época del terror que siguió a la revolución en Francia.
Hoy, las mujeres se hacen elegir ellas mismas presidentas o jefas de Estado en las repúblicas democráticas. Los reyes y las reinas, aunque intriguen, no poseen gran poder ni tienen más función que la de asistir a conmemoraciones y otros actos públicos de lucimiento. El “ya cállate” del rey Juan Carlos al presidente Chávez sólo consiguió lograr dar problemas diplomáticos al primer ministro español.
El poder, ese acto de seducción –del latín seducere, llevar aparte, separar de la moral– que es su práctica constante cuando se le pretende asumir y ejercer, no tiene que ver con la seducción femenina de las grandes cortesanas y favoritas. El poder y las mujeres: vasta reflexión que linda con la desmesura.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/30/sem-vilma.html
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