(No falta en cada familia algún espíritu emprendedor –en el sentido que a esa palabra daban el Cura y el Barbero–, inspirado para alentar pequeñas purgas donde fenezcan fotos –preferentemente, las del cónyuge y su familia–, así como objetos y pequeños tesoros; a veces, el emprendedor inicia la devastación de su propia memoria con un holocausto prematuro por el que entrega al fuego todo recuerdo de su paso por la Tierra; otras, enajena o empeña cosas que no le pertenecen, pero que son propicias para ayudar a sostener los pequeños vicios que la vida le ha ido dejando, con la ventaja de que serán otros los que rediman cuanto se halle en el Montepío.)
En el caso de los libros dedicados por el autor, puede suceder que (al margen de la fama del mismo) el ejemplar sea reencontrado en una librería de viejo por el mismo autor, lo cual suma graciosas anécdotas que van desde Borges y Monterroso hasta escritores menores, como Artemio del Valle Arizpe. Éste tuvo la suerte de regalar, dedicado, uno de esos viejos libros intonsos; tiempo después –en una librería de revoltillo, como son conocidas en España–, se reencontró con ese ejemplar, igual de dedicado e intonso que al principio: el destinatario ni siquiera se había preocupado por leer el contenido. En su momento, los tres escritores mencionados tuvieron el buen humor de hacer una segunda dedicatoria para devolver el ejemplar a su destinatario original.
Gustave Flaubert |
–¡Cáspita, Gertrudis! ¿Dónde andará el librito de cuentos que nos dedicó el cieguito ese que vivía junto a nosotros? Pagan un dineral por el autógrafo.
–¡Hacía ruido como el demonio cuando vivía en el piso de arriba, pero ya dan dinero por la piececita para piano que nos regaló ese señor sordo! ¿Dónde la dejaste, Helmut?
–¿Que cuándo quemaste los dibujos de tu hermana, zopenco?
Y, así, muchos desencuentros, muchos hurtos, muchas pérdidas más. ¿Cómo haber sabido que el idiota de la familia sería Flaubert? (Claro, toda la familia sabía que Gustave se apellidaba Flaubert; no que Gustave haría que ese apellido se volviera famoso por novelas que ese lento muchacho construiría en el futuro): “los papeles de ese tonto a la basura”. ¿Por qué debe ser que el justiprecio de las cosas provenga del valor otorgado por entidades externas a los entornos y que todo dependa de la cantidad de billete que fluya hacia la firma, la obra en ciernes, la obra madura de cuanto ahora resulta asentado y afamado?
Todo es una incertidumbre del mercado. Para los comerciantes del momento debe haber sido desencantador no dirigir las apuestas hacia Mahler y Los Beatles en el momento adecuado, porque después sólo ganaron los redituadores de lo reconocido –ha sido raro el caso de los autores desconocidos “ganones”–, salvo los editores, las empresas editoriales y discográficas, los dealers del arte que trabajan sobre firmas y obras seguras. ¿Qué importa si en 1789 el joven Ludwig tuvo que enterrar un concierto para oboe? Hoy se vende todo lo de Herr Ludwig, cuantimás la obra desconocida que anticipa, así sea a trompicones, la genialidad de la Novena.
El librito, la pequeña joya familiar, los platos que restan de cierta vajilla… En el fondo de estas destrucciones y sustracciones “minúsculas” subyace el hecho de que lo perdido es una memoria comunitaria: los ladrones de unas campanas de bronce dieciochescas las venderán para ser fundidas y un destino similar será el de los daguerrotipos “ilegibles”. Todos terminaremos pagando las consecuencias de esas depredaciones culturales.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/30/sem-enrique.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario