(apro).- Hace cuatro años, en cuanto ocupó la Presidencia de la
República, Felipe Calderón embarcó al país en un conflicto en el que ni
él mismo sabía en qué acabaría.
Decidido a hacer de la violencia una política de legitimación, fue improvisando en el camino:
Metió y sacó al Ejército en distintas ciudades, provocó discordia en
las Fuerzas Armadas por su decisión de crear una Marina de guerra y
generó suspicacia al entregarle al secretario de Seguridad Pública,
Genaro García Luna, una fuerza de 35 mil hombres constituida en un
virtual Ejército paralelo.
Urgido de orientación por la violencia desbordada que desde un
principio estimuló, acudió a su alter ego, el expresidente de Colombia,
Álvaro Uribe, para terminar maniatado a la estrategia estadunidense a
través de la Iniciativa Mérida.
A cambio de algunos millones de dólares, ató a las Fuerzas Armadas y a
las otras instituciones de seguridad del Estado mexicano a las
políticas diseñadas por Estados Unidos, que gracias a esa estrategia
logró por fin lo que ansió por años: establecer un centro de espionaje
autorizado, civil y militar, en la Ciudad de México.
Si su objetivo declarado ha sido el de atacar a las organizaciones
del narcotráfico, lo único que Calderón ha logrado es atomizar a los
grupos delictivos.
Al comienzo de su “guerra”, cuando se hacia llamar el “presidente
valiente”, los cárteles estaban estructurados en organizaciones
jerarquizadas que centralizaban su fuerza.
Al ir en contra de algunas cabezas de esos grupos, lo que ha
provocado es una dispersión de la violencia. Muchas células que antes
operaban en obediencia de algún jefe, ahora se han vuelto autónomas.
Se ha perdido el control de la fuerza ilegítima de las organizaciones del narcotráfico.
Los arreglos con las autoridades civiles y militares también se han descentralizado. Ahora son más coyunturales que nunca.
Un jefe militar tiene sus propios arreglos, un mando policial
--federal, estatal o municipal-- ve por su propio acuerdo y un jefe
político local busca los suyos.
A eso obedece, y no a un supuesto éxito de la represión a los
cárteles del narcotráfico, que la delincuencia organizada se haya
dispersado durante este sexenio hacia otras actividades, como el
millonario robo a los ductos de Pemex.
Si el gobierno de Calderón no es capaz de controlar lo que pasa en la
empresa más estratégica del país, que se supone está bajo su mando,
cómo va a imponerse a la delincuencia organizada más allá de los golpes
espectaculares.
Si lo represivo ha sido lo más vistoso, en el castigo a los
responsables del narcotráfico el resultado es catastrófico. Cierto que
esa es una tarea compartida con el Poder Judicial, pero los jueces
--según se defienden-- juzgan con lo que les entrega el Ministerio
Público federal.
Y lo que sucede en la Procuraduría General de la República es
competencia exclusiva del gobierno federal. La PGR es un hoyo negro,
aunque la única certeza es que en relación con el narcotráfico
administra la justicia a golpes de dinero, delatores, manipulaciones y
traiciones.
No es extraño entonces que el “éxito” de Calderón, al final de su sexenio, sean 50 mil o más o menos delincuentes muertos.
Con instituciones gastadas, sobre todo las militares, entre otros
motivos por su reiterada violación de derechos humanos como parte de
esta “guerra”, la atomización del narco heredada por Calderón habrá sido
demasiada cara para la población, la hacienda pública y la imagen del
país.
Después de cuatro años, el problema del narcotráfico se agravó por las urgencias políticas personales y autoritarias.
Comentarios: jcarrasco@proceso.com.mx
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http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/87098
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