Página/12 accedió a la “zona de exclusión” donde trabajan los rescatistas que se comunican con los mineros y les mandan ayuda. En ese mismo lugar, a partir del domingo, empezará a trabajar la máquina perforadora que hará el túnel salvador.
Desde Copiapó
Una notera brasileña se ríe y pide disculpas a la médica que acaba
de anunciar a los pocos periodistas autorizados a recorrer la zona de
rescate que los 33 mineros atrapados están aprendiendo yoga. “No me los
puedo imaginar”, dice la periodista carioca. La doctora Marcela Zuñega,
de la Asociación Chilena de Seguridad, respira profundo, omite
comentarios y continúa su informe: “Hoy almorzaron sólidos por primera
vez, les bajamos barritas de cereal, compota de manzana y nueces. Están
muy bien organizados, hacen todo lo que pedimos...”. Un carabinero le
toca el hombro y la mujer interrumpe todo. “Tengo que cargar la sonda”,
dice y desaparece dentro de una camioneta donde se guardan los envíos.“La paloma”, ese aparato que sirve para transportar víveres y medicinas a los mineros, sale del pozo tirada por una soga envuelta en una máquina de tracción. El agujero en el que cabe cómodo un puño cerrado parte de una media cruz atornillada al piso por donde se introdujeron, por tramos, casi 700 metros de caños de metal. Arriba tiene una torre de cuatro patas de donde pende la soga. Según Jorge Sanhueza, gerente de Sustentabilidad de la minera estatal Codelco, tardan 25 minutos en llegar al fondo y volver. “Les mandamos ropa interior de algodón. Nos pidieron revistas, palillos y hasta lana para tejer”, comenta el hombre con el casco blanco que usan los funcionarios para distinguirse de los operarios.
La segunda sonda funciona intermitentemente y es exclusivamente para enviar agua. Ayer, tras los primeros exámenes de orina, el ministro de Salud chileno, Jaime Mañalich, aseguró que los 33 titanes sepultados bajo cientos de toneladas de roca están muy deshidratados, por lo que pasarán de recibir dos litros de agua diarios cada uno a cuatro. Deberán además hacerse estudios de sangre y seguir ejercitando tres veces al día, a pesar de los 30 grados de temperatura promedio que soportan. Algunos ya perdieron 10 kilos desde que los sepultó el derrumbe de la mina San José, el pasado 5 de agosto.
En la zona de rescate trabajan especialistas de la Oficina Nacional de Emergencia, ingenieros de Codelco, personal de las tres fuerzas armadas del país y los carabineros que vigilan al contingente de periodistas que fueron llevados en micro hasta el lugar, a casi un kilómetro del Campamento Esperanza, donde viven los familiares de los mineros. Se ven palas mecánicas, generadores eléctricos, camiones cisternas, ambulancias, carros de bomberos, muchas camionetas, las carpas grises de los rescatistas y millones de piedras que fueron sacadas de la mina en estos años al calor de las perforadoras y la fuerza de la dinamita.
También está, en proceso de armado aún, la ya famosa máquina sudafricana Raise Borer Strata 950, que recorrió casi mil kilómetros desde Rancagua, al sur de Santiago, y funcionará desde el domingo. Una parte de esta perforadora tiene muslos de ataque del ancho de una garrafa y de casi tres metros de largo. El monstruo metálico pesa en total 29 toneladas. Viene a reemplazar dos equipos con diamantinas robotizadas traídas desde Estados Unidos y Australia. “Es un método caro y terminan depositando mucha agua en el ducto de perforación”, comentó a este diario un operario, que operó las máquinas de aire reverso para perforar, a las que descartó por su lentitud.
“Para colocar la Raise Borer tenemos que armar una base de cemento concreto de entre 60 y 80 metros cuadrados pero confiamos que ésta es la máquina que va a rescatar a los mineros. Cuando lleguemos a ellos los vamos a subir en una canastita”, comenta Jorge Sanhueza, de Codelco, al pie de la primera sonda. Cuarenta metros más arriba del lugar ya se ven los preparativos de la base. Al lado del micro que trajo al contingente de periodistas hay un enorme pozo con agua gris utilizada para hacer la mezcla del cemento. También están montados los tres carros con cuatro potentes reflectores para trabajar por la noche. “Aquí no se descansa hasta que los saquemos”, dice Sanhueza.
A estas minas de oro y cobre las suelen llamar “el queso gruyere” por la cantidad de agujeros que tienen. Desde 2001 a esta parte, cinco mineros terminaron con algunas extremidades amputadas por accidentes y otra mina cercana, llamada San Antonio (en este negocio siempre hay santos de por medio), colapsó sin dejar víctimas. La empresa San Esteban tiene otras tres minas en las cercanías. Ayer, pese a que la empresa estaba por declarar la quiebra, la jueza Mirta Lagos Pinos embargó a sus dueños por 900 millones de pesos chilenos que tenían guardados en nombre de una futura compensación a las familias de los 33 obreros (ver aparte).
El lugar donde aparecerán en tres o cuatro meses los mineros está muy cerca de las chimeneas de respiración. Las mismas que, de haber tenido escaleras, habrían servido para escapar antes de que terminara de colapsar la mina, horas después del derrumbe. Aún falta que funcione la tercera sonda, que servirá para la ventilación. Mientras tanto, los mineros hablan con el exterior por un citófono, un sistema de comunicación telefónica cerrado, aunque pronto, según prometen off the record algunos funcionarios, podrán comunicarse con videoconferencias.
En medio del desorden lógico de las improvisaciones hechas para sacar a los 33 mineros, se ven los únicos cuatro árboles de todo el lugar. Están llenos de polvo y le sirven de sombra a los carabineros que no se entiende bien a quién vigilan cuando no pasa, con suerte una vez al día, un grupo de periodistas y o de familiares que piden pasar la barrera que separa al rescate de la espera. A un costado de ese límite, hay otro de esos carteles mentirosos de la empresa San Esteban. Tiene un casco y una botas dibujadas y debajo dice: “El trabajo dignifica, hacerlo con seguridad lo valora”.
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