No hay país que uno conozca donde los niños crezcan pisando suelo tan
inseguro. Donde la tierra se les quite a los pies y se venda como en
almacén. Donde la letra de las leyes sea apenas una cortina que se
recoge un rato para firmar tres papeles y después se vuelve a desplegar,
bello ornamento para una verdad que la empuja al galponcito de atrás.
El
niño que ya no puede correr al horizonte, el niño que crece con el
futuro alambrado no sabe que 900 mil hectáreas de la Patagonia de las
aguas en reserva y el suelo rico y misterioso está en manos de Benetton,
que un tal Tompkins -nombre que su lengua jamás podría pronunciar- se
quedó con una parte de los esteros del Iberá, que se compraron lagos,
ríos y fronteras y caminos que él caminaba y ahora si la pelota pasa el
alambre ya no es suya, no lo será nunca más y el camino se corta a los
pies como se cortan los porvenires a veces, tan abruptamente, tan con
las tijeras de los que pueden, tan con final que golpea la nariz y el
dedo gordo del pie como una muralla a los sueños.
Los
wichis acechados por su muerte blanca, los tobas flacos de hueso en
sobrepiel, los mapuches solos, de rostro hermético y estoico puestos de a
puñaditos en la Patagonia eterna y vacía. A todos se les mueve el suelo
en los pies. Y un día el niño tiene que levantar su naranjo y
embolsarlo y la niña enrollar su sembradito y echarlo al hombro porque
esa tierra ya no es más su tierra. Y habrá que irse de allí a vivir bajo
otro cielo. A morir de otras hambres.
Esas
tierras -sus tierras por historia y por trabajo y por siembra y por
sangre con que se regó- son ahora de nombres gringos y apellidos
impronunciables. El piso donde pisan los pibes, sobre el que crecen y se
enraízan, ése por el que corre el agua pura, surgen los alimentos para
millones y se puede levantar un techo para frenar la helada de las
noches. El 20 por ciento del suelo del país fue vendido y el país se
achicó. Rodeado de tranqueras y alambrados que cortan el camino por
donde antes se iba a la montaña, al lago, al valle que era propio.
“La
cordillera, los bosques nativos, el acuífero guaraní y los ríos más
caudalosos del país siguen acechados por el proceso de extranjerización
de tierras y están afectados por una legislación que es considerada una
de las más débiles del mundo en materia de protección de los recursos
naturales. No hay país en el mundo con una legislación tan flexible como
la argentina. En Japón, EEUU, Canadá, por mencionar algunos países, los
extranjeros no pueden comprar tierras y menos si estas cuentan con
recursos naturales”, dice el ingeniero agrónomo Raúl B. Steffanazzi de
la Universidad Nacional de La Pampa.
La tierra
que lo tiene todo, en la que el niño deja la huella de su pie desnudo,
en contacto directo con su propio origen, la tierra que es suya por
herencia ancestral, ya no es su parcelita en el mundo, el lugar donde
nació y morirá algún día y los hijos de sus hijos lo in-humarán en el
mismo humus donde él sembró su primera semilla cuando la hierba era más
alta que su altura. Ya no es. En "Tierras S.A.: Crónicas de un país
rematado" Klipphan y Enz, documentan que en la Argentina se vendieron
16.900.000 Ha y otras 13 millones están en venta. Sumadas son 30.000.000
millones. Como si se juntaran Inglaterra y Portugal y se los vendiera
en paquete con cinta roja.
El país grande,
extenso, predestinado a no cumplir su pre-destino, con tierra suficiente
como para que los niños siembren su comida, se escapen de sus
marcadores y corran de área a área hasta el gol inexorable, dejen su
huella en la tierra seca, se pinchen de pajabrava, chapoteen en los
esteros, se amarronen en los pantanos. Ese país se achica, se estrecha,
se estremece de ofertas baratas, se alambra, se entranquera. Tiene 174
millones de hectáreas. Cerca de 20 de cada cien fueron o serán
enajenadas, especialmente en el mostrador de los años 90. Con caminos
cerrados, pueblos desalojados y productores sin suelo. Dicen Andrés
Klipphan y Daniel Enz que “en Santiago del Estero y Chaco la hectárea
cuesta lo mismo que una hamburguesa”.
Ni los
wichis ni los mapuches suelen comer hamburguesas. Tampoco miran
televisión por las noches. Ni saben que hay personajes de plástico que
sólo viven en el cuadrado de luz que se apaga y no existen más. Sueños
vergonzantes de los que no conocen la sensación de amanecer descalzo y
tocar la tierra con los pies para empezar el día.
Un
día aparecieron en Apipé, disfrazados de empresarios canadienses, para
decirles que debían desalojar el pueblo porque habían comprado las
tierras. Ya no les pertenecían. Había que irse, a vivir y a morir en
otro lado. Sin poder cargarse la casita en los bolsillos ni los
sembrados al hombro. El espanto los sacudió aunque no la sorpresa. No
era la primera amenaza de desalojo: varios compradores potenciales
habían pasado por allí. Ahora, sin embargo, parecía concretarse. El
hombre grotesco de sombrero y bigote los expulsaba de allí.
Les
alargó la angustia hasta que se sacó el bigote y les sonrió y les dijo
que era una broma y aparecieron las cámaras y el programa que ellos
jamás habían visto subió a los 38 puntos por su llanto desesperado y les
regalaron un bote como pago de la angustia en vivo para todo el país.
fuente :
http://www.argenpress.info/2010/08/ancha-y-ajena.html
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