La región sudamericana está siendo atravesada por una nueva generación
de conflictos sociales en torno a la defensa de los bienes comunes ante
la renovada agresividad de las multinacionales de la minería, los
hidrocarburos y el agronegocio. Los más diversos movimientos, en todos
los países, han protagonizado enfrentamientos con gobiernos de signos
distintos: la resistencia de los indígenas amazónicos frente al gobierno
derechista de Alan García en Perú, que tuvo su punto más dramático en
la masacre de Bagua un año atrás, ha sido hasta el momento el caso más
resonante.
La guerra colombiana está focalizada, como han denunciado
las organizaciones indígenas del Cauca, justamente en las regiones donde
las multinacionales esperan conseguir jugosas ganancias. En ese
sentido, el Plan Colombia es funcional al capital en un periodo signado
por la acumulación por desposesión.
Lo que más sorprende es que
en países gobernados por fuerzas progresistas y de izquierda está
creciendo también un potente conflicto entre movimientos indígenas y
campesinos que rechazan que se explote los recursos naturales sin
siquiera consultarlos. En Brasil se está produciendo en los últimos
meses un debate sobre la construcción de la represa hidroeléctrica de
Belo Monte, que es resistida por un amplio arco de movimientos porque
inundará tierras indígenas. Lula calificó de gringos a los que se oponen
al proyecto, adjetivo que incluye al Movimiento Sin Tierra, entre
muchos otros.
Días atrás, Evo Morales dijo: Intereses foráneos
plantean consignas como Amazonia sin petróleo, en referencia al rechazo
que provocan emprendimientos de ese tipo entre muchas organizaciones
sociales. La Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia, que agrupa a
34 naciones del oriente, realizó una marcha a La Paz exigiendo que se
respete el derecho de consulta cuando se pretende explotar recursos
naturales en sus territorios.
La Confederación de Nacionalidades
Indígenas del Ecuador (Conaie) realizó el 25 de junio manifestaciones
contra la décima cumbre de la Alba, en Otavalo, denunciando el falso
socialismo del gobierno de Rafael Correa, con el que mantienen una
fuerte disputa por el derecho al agua a raíz de las concesiones a las
empresas mineras. Correa dijo que las manifestaciones forman parte de la
manipulación de gringuitos que ahora vienen en forma de grupitos en
ONG.
La presidenta argentina, Cristina Fernández, se reunió en
Canadá durante la cumbre del G-20 con empresarios canadienses para
invitarlos a invertir en sus proyectos mineros e hidrocarburíferos en
Argentina. Entre ellos figuraban miembros de Barrick Gold, empresa que
es resistida por un centenar de asambleas ciudadanas que enfrentan las
explotaciones mineras en los Andes.
La lista de este tipo de
conflictos podría estirarse. Sin embargo, no todos ellos pueden
abordarse desde el mismo lugar. Es cierto que existen organismos
internacionales y ONG que trabajan para desestabilizar gobiernos
críticos hacia la política de Washington. La reciente denuncia de que la
agencia de cooperación estadunidense (USAID) dispone de 100 millones de
dólares para penetrar organizaciones sociales bolivianas revela la
diversidad de caminos que está utilizando el Pentágono para conseguir
sus objetivos.
Resulta abusivo incluir en
ese mismo paquete a la Conaie, al MST o a cualquier movimiento por el
simple hecho de que rechace el modelo hegemónico. Debe abrirse un debate
en profundidad sobre los modelos de desarrollo, el papel que le cabe a
los estados y a los pueblos en la formulación de proyectos que los
afectan. No alcanza con que un Estado se declare como plurinacional o
como parte del socialismo del siglo XXI para dar por zanjada la
cuestión. No hay un extractivismo bueno y otro malo, definido según
quién ocupe el sillón presidencial. Eludir este debate incentiva la
despolitización.
Desde el lado de quienes defienden los
monocultivos, la minería y la explotación de los hidrocarburos pueden
aportarse argumentos valiosos para evitar disparates como atribuir las
críticas a intereses foráneos. Podrían plantear, por ejemplo, que esos
emprendimientos aseguran ingresos importantes a las finanzas estatales
para poder cumplir sus obligaciones, entre las que destacan el pago
mensual de salarios y beneficios sociales para los más pobres. En
segundo lugar, podrían argumentar que cierto nivel de extractivismo es
un mal necesario para amasar los excedentes que permitan dar un salto
industrialista.
Ambos argumentos podrían contribuir a elevar el
nivel del debate, porque apuntan a problemas reales y concretos que
nadie puede desconocer. Sería necesario explicar cómo se pasa del modelo
actual, necesariamente excluyente además de contaminante, a otro que
genere distribución de renta. Porque el extractivismo es intrínsecamente
concentrador de la riqueza: requiere muy poca mano de obra y exporta commodities,
de modo que no hay trabajadores en ninguna de las dos puntas de la
cadena, ni en la producción ni en el consumo. Por eso el modelo actual
es inseparable de las políticas sociales compensatorias, que generan
dependencia y pasividad entre sus beneficiarios.
La tentación de
atacar a quienes se movilizan contra el modelo y de acusarlos de
enemigos es repetir una película que ya hemos visto. Sostener que la
acumulación por desposesión no puede existir desde el momento en que son
los estados los que se apropian de la mayor parte de los excedentes y
no el capital privado, es reditar los viejos debates que tanto daño
hicieron al socialismo en la Unión Soviética. Confundir capitalismo de
Estado con socialismo, o socialismo con poder para el pueblo, es tanto
como olvidar un siglo de luchas revolucionarias.
No existe un
modelo de sociedad socialista, o como quiera denominarse, ya pronto para
ser implementado. Sea lo que sea, esa sociedad gira en torno a quienes
toman las decisiones. Lo grave es creer que se puede construir un mundo
diferente sin contar con los movimientos y sin conflictos.
fuente, vìa :
http://www.kaosenlared.net/noticia/america-latina-nuevos-conflictos-viejos-actores
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