Cables de agencias internacionales nos informan del asesinato de doce
personas (entre ellas, tres adolescentes) en San Pablo, Brasil, los
pasados 9 y 10 de mayo. Para una megalópolis donde se registran casi
cuarenta homicidios diarios, la noticia no es relevante. Sin embargo, el
hecho de que se haya fusilado a mansalva a seis indigentes que dormían
bajo un puente, una noche, y a seis habitantes de un asentamiento
precario, otra noche, habla de un plan sistemático de exterminio y de la
existencia de un grupo operativo con las mismas características de los
escuadrones de la muerte que tanto dolor y terror sembraron en la
región, las últimas décadas.
Los tiempos de los tribunales -se sabe- son más lentos que los tiempos
del crimen. Por eso, suele darse la terrible coincidencia de que en el
mismo momento en que se hace pública la liberación de policías y civiles
involucrados en matanzas, vuelven a producirse matanzas que tienen el
mismo sello, incrementando el terror y el sentimiento de indefensión de
las futuras víctimas. Ya es hora de preguntarse si la difusión (muchas
veces, pormenorizada y morbosa) de las masacres, no es parte del mismo
dispositivo de terror.
El somatén y el escuadrón
Había en Cataluña, desde tiempos muy remotos, una suerte de
milicia popular de autodefensa llamada so-emetent (porque emitían algún
sonido especial, con un cuerno o una campana, para convocarse). Los
grandes propietarios rurales del siglo XIX reflotaron esa clase de
formación, a la que bautizaron Sometent Armat (somatén armado), pero la
orientaron hacia el asesinato de anarquistas y militantes populares,
contando siempre con la complicidad de las altas jerarquías del Estado.
Por eso, tanto la Primera como la Segunda República derogaron el somatén
y lo prohibieron en todo el territorio. Debió llegar al poder el
genocida Francisco Franco para que esa variante del terrorismo de Estado
fuera nuevamente ejercitada. Recién al cabo de tres décadas, muerto
Franco, las Cortes españolas decidieron eliminar y prohibir el somatén.
Pero los matones a sueldo y las bandas parapoliciales -acotemos- no han
sido sólo una realidad europea. También han sido una lacra para América,
desde los mismos comienzos de la protesta social. No obstante, fue en
los años ‘60 y ’70 -tiempo de golpes de Estado y de cruzadas
anticomunistas- cuando cobraron su forma más aleve y sangrienta.
Las dictaduras militares brasileñas, por ejemplo, combatieron a
distintos movimientos y grupos insurgentes valiéndose de los llamados
escuadrones de la muerte, integrados por sicarios que reclutaban en el
mundo del hampa y el crimen organizado. Así fue asesinada en São Bento,
1973, junto con el hijo que llevaba en su vientre, la joven militante
Soledad Barrett, nieta del escritor anarquista Rafael Barret (que había
llegado a América, justamente, escapando del somatén español). En 1995,
al crearse en Brasil la Comisión Especial de Reconocimiento de los
Muertos y Desaparecidos Políticos, pudo investigarse el supuesto
enfrentamiento en el que habían muerto Soledad y cinco de sus
compañeros, verificando que en realidad los habían secuestrado,
torturado y asesinado, como a tantos otros en esa larga noche.
Enemigo se busca
El Instituto Brasileño de Geografía y Estadística reveló en
1990 que el 63% de los niños de 9 a 12 años que habían muerto en ese
país, el año anterior, habían sido asesinados. Un registro de esa misma
época contabilizó -sólo para Río de Janeiro- 445 niños y adolescentes
eliminados sin piedad.
En esa década, especialmente a partir de la llamada Matanza de la
Candelaria (cuando policías militares dispararon contra niños que
dormían en la recova de una iglesia, matando a ocho), comenzó a tomar
fuerza un movimiento de denuncia y condena de esos crímenes. Pero las
ilusiones pronto volvieron a caerse: sólo uno de los asesinos confesos
de la Candelaria fue condenado a prisión, en 1997, con perspectiva de
ser liberado en el corto plazo.
En 2007, una investigación ordenada por el Gobierno federal logró
desbaratar en el estado de Pernambuco a un escuadrón de la muerte que
integraban hacendados, empresarios y policías. “Ese grupo -declaró el
comisario Pontes, a cargo del operativo- era una sociedad anónima de
homicidios. Mataba en promedio a cuatro personas por semana. Eran
crímenes por encargo y a veces por pequeñas venganzas".
Un documento publicado hace poco por el Centro de Articulación de
Poblaciones Marginadas confirmó que más de mil menores de entre 15 y 17
años, en su mayoría varones, mueren por año en Río de Janeiro, de manera
violenta. "Para gran parte de la población -leemos en el documento- el
exterminio es una forma legítima de hacer justicia contra personas
consideradas sospechosas por ser jóvenes, negras y pobres. Ellos
entienden que favelado es sinónimo de criminal, salvo que demuestre lo
contrario”.
Sería erróneo comparar la insurgencia política y social de los años ’60
-en Brasil, en la Argentina o cualquier otro escenario- con el estallido
de pobreza y marginalidad que sufren hoy las ciudades de la región. No
obstante, si atendemos a las semejanzas, veremos que en ambos casos hay
un Estado que se subordina a los intereses del gran capital -ya sea
nativo o trasnacional- y que se vale de escuadrones de la muerte (es
decir, de la ilegalidad y el terror) para neutralizar o exterminar al
“enemigo” de turno.
El presidente Lula da Silva y su posible sucesora (la economista Dilma
Rousseff, sobreviviente de la guerrilla y la militancia clandestina de
los ’60) son al parecer los rostros de un nuevo Brasil, un Brasil que ya
lidera el bloque regional y que se dispone a jugar un papel protagónico
en las décadas que vienen. Hay además, en la agenda internacional
brasileña, eventos como el Mundial de Fútbol 2014 y los Juegos Olímpicos
de 2016, que implicarán un flujo adicional de inversiones y negocios.
¿Representan los meninhos y filhos da rua, los indocumentados de las
favelas, esos ángeles fieramente humanos, una amenaza para la nueva
economía y la nueva política? ¿Está decretada ya su muerte? ¿Han sido
borrados de la cartografía del Imperio?
Un ímpetu positivista (a contrapelo de la historia) bordó en la bandera
de la república brasileña el lema Orden y Progreso, dejando de lado la
Libertad, la Igualdad y la Fraternidad (molestas consignas de una
burguesía en ascenso). Pero en los morros y favelas, luchando contra la
adversidad y contra toda razón criminal de Estado, los pibes del Brasil
dibujan, sin prisa y sin pausa, otra bandera. Vencerán.
Miércoles, 19 de Mayo de 2010
* Fuente: Pelota de Trapo
http://www.piensachile.com/content/view/7103/1/
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