Marcos Roitman Rosenmann
Salvador Allende ha marcado la historia mundial. Su figura queda asociada a la dignidad, los principios y la entrega a un proyecto vital de superación de las injusticias sociales y, sobre todo, a una vida ejemplar, sin dobleces. Amaba Chile, a su gente. Fue el único político que recorrió el país de norte a sur, pueblo a pueblo. Conocedor de esperanzas, luchas, temores, desafecciones. Escuchaba, atento a todo. No se le escapaba nada. Era refractario a los largos discursos demagógicos, a la adulación y a la palabrería. Sus enemigos le temían, pero sobre todo lo respetaban. Por ello la traición es más canalla. Respetuoso de sus adversarios, creía en el diálogo y la negociación. No cejó de intentarlo, incluso mientras bombardeaban La Moneda. Por su casa pasaron dirigentes de derecha, militares golpistas y generales constitucionalistas. Fue un estratega. Calculaba el riesgo, no era temerario. Valiente, se le reconocía capacidad de liderazgo.
Su gobierno fue: mil días de esperanzas, tiempo de propuestas, voluntad política. La palabra desánimo no estaba en su léxico. A pesar del proceso desestabilizador de la derecha, Allende confió en el constitucionalismo de la oposición. La dotó de dignidad, la que no tuvieron los Aylwin, ni los Frei, ni su partido: la Democracia Cristiana. Tampoco la derecha cerril, que no perdió el tiempo para abrazar el golpismo militante. Allende tendió puentes, pero la derecha los dinamitó. No dieron tregua. Aun así, el proyecto de la Unidad Popular salió indemne del golpe de Estado. ¿La prueba? Hoy se reivindica sin nostalgia ni triunfalismo.
Allende llevaba Chile en el corazón. Los políticos de hoy no pueden decir lo mismo. En su lugar llevan vísceras malolientes y corrupción. Mientras ejerció de ministro de sanidad, en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda (1938-42), comprobó los límites del sistema sanitario e hizo lo indecible por mejorar las condiciones de salud de las clases trabajadoras, ampliar los derechos, la cobertura hospitalaria. Su libro: La realidad médico-social de Chile (1939) es un llamado a la reforma sanitaria.
Realizar un sueño. Allende unificaba. Sobre su liderazgo confluían comunistas, socialistas, cristianos, laicos, progresistas, socialdemócratas. Todos tenían cabida y, desde luego, trabajo. Mucho que hacer para transformar las estructuras sociales de poder fundadas en el caciquismo y el paternalismo. El poder cuasi feudal de los terratenientes y las plutocracias. Había que abrir las alamedas, respirar nuevos aires. La reforma agraria, las nacionalizaciones, la incorporación de la mujer, más derechos, más conciencia. Una visión de género en pañales, sí, pero presente. Un cambio en las conductas machistas, sí, también en ciernes. Mujeres en el gobierno, con cargos de responsabilidad, una verdadera revolución.
Una juventud comprometida, entrega desinteresada, trabajo voluntario. Miles de estudiantes participando en la construcción de viviendas populares, campañas de alfabetización, educación popular. También frenando el golpismo. El valor del compromiso político y ético realizado en el bien común, el interés general. Una ciudadanía que bregaba por ampliar sus espacios de participación, negociación y mediación. Profesionales, académicos, intelectuales. Fue un reverdecer de la cultura. En un Chile elitista, oligárquico, se levantó una propuesta cultural. En 1971 se puso en marcha el tren popular de la cultura. Concertistas, poetas, cantantes de ópera, literatos, periodistas, actrices, cantautores, 60 artistas, recorrieron el sur dando conciertos en plazas, recitando poesía, música clásica. Por vez primera campesinos, trabajadores y amas de casa escucharon a divas de la ópera en solos de Verdi con vestidos de gala, trajes de cola. Fue un instante de felicidad que perduró en quienes bregaron por hacer de Chile un país sin tutelas, soberano.
Los asesinos de Salvador Allende, de miles de chilenos, de decenas de miles de torturados y detenidos pasaron a la historia como traidores. No hay otro nombre para ellos. Tampoco para sus cómplices necesarios, reivindicados por gobiernos desmemoriados y acomodaticios. La dictadura cívico-militar sigue teniendo representantes en el Senado, la Cámara de Diputados y las municipalidades. Los partidos Renovación Nacional, Democracia Cristiana y Unión Demócrata Independiente son sus herederos naturales. No menos quienes prefieren dizque de izquierda hacer borrón y cuenta nueva. Soltar amarras, deshacerse de la nobleza que inculcó un comportamiento recto y sin ambages como el de Salvador Allende. Muchos lo reivindican cada 11 de septiembre, pocos siguen sus pasos. Es la hipocresía de las meretrices de la política adictas al neoliberalismo.
Vía:
https://www.jornada.com.mx/2018/09/08/opinion/026a1mun
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