Marcos Roitman Rosenmann
Mucho se ha escrito sobre la revolución rusa. Como toda revolución, inaugura y cierra un ciclo histórico. Así sucedió con la americana, la francesa y, en América Latina, con la mexicana y la cubana. Poseen en común su carácter insurreccional. Ninguna está exenta de incubar violencia. El derribo de las estructuras de dominación se realiza mediante la fuerza, donde la disyuntiva supone contemplar la muerte. Las revoluciones condensan un tiempo histórico, inimitables, centran el debate sobre el cambio social, su dirección y horizonte. La revolución francesa alzó el orden republicano, puso en la agenda los valores de libertad, igualdad y fraternidad. La emancipación como proyecto. Su influencia en América Latina fue inmediata. Haití, sin ir más lejos. Los mismos nombres enarbolados por la burguesía francesa replicaban en las capitales de los virreinatos españoles. Voltaire, Diderot, D’Alambert, Montesquieu, Rousseau. Sus obras fueron perseguidas, sus poseedores encarcelados, pero de su lectura se nutrieron los espíritus inquietos, como Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, San Martín, Bolívar. La revolución americana, su antecedente, también impactó en los padres de la constitución americana de 1787, Franklin, Adams, Washington o Jefferson.
La Declaración de los Derechos del Hombre y los Ciudadanos es un hito en la historia. Supuso un avance en las luchas y el reconocimiento de los derechos políticos, a pesar de cuanto se diga sobre Robespierre y el Comité de Seguridad General. ¿Debemos abominar de la revolución francesa como forjadora de pensamiento emancipador al estar marcada por la violencia? ¿Su ideario no lo seguimos reivindicando? ¿Acaso sus esperanzas y sueños de libertad han perdido vigencia? Otro tanto puede decirse de la revolución mexicana. ¿La lucha por la tierra, la soberanía, el antimperialismo, los derechos de huelga, sindicales y salarios dignos son principios caducos? La revolución mexicana es y sigue siendo referente en América Latina, condensa las esperanzas por el amanecer de una sociedad justa, igualitaria y democrática. ¿Por qué no reivindicar a Zapata, a Villa, como a Morelos, Hidalgo o Benito Juárez frente al imperio francés? ¿Acaso los nombres de Lenin, Trotski, Alexandra Kolontái, tanto como Marx, Engels y Rosa Luxemburgo deben ser arrinconados en el estercolero de la historia? ¿Y la revolución rusa como una historia para olvidar?
La revolución rusa, al igual que sus predecesoras, condensa luchas, en este caso del proletariado, la clase trabajadora, el campesinado y sus organizaciones. Luchas y reivindicaciones reprimidas con violencia y saña. La matanza de campesinos, mineros, estibadores, ferrocarrileros y operarios, cuyas luchas por el pan, el salario digno, el descanso dominical acabaron con la intervención de las fuerzas armadas y el asesinato de cientos y miles de hombres, mujeres y niños en las calles de Ciudad de México, Santiago, Lima, Buenos Aires, Río de Janeiro, Valparaíso, Bogotá, La Habana, San Salvador, etcétera, obliga a tener presente la revolución bolchevique y su gesta. Define su influencia en el movimiento obrero y sindical, en sus dirigentes y los militantes de la izquierda política y social.
Tras la revolución de octubre, los bolcheviques eran auténticos desconocidos en la región. Lecturas, noticias y asentamiento de los sóviets, tanto como los primeros viajes de los líderes sindicales y del movimiento obrero a la Rusia de Lenin, permitieron un conocimiento en detalle de quiénes eran los bolcheviques. Fue un punto de inflexión para el movimiento obrero internacional y, en especial, para América Latina. Sintetizó experiencias, formas de lucha y organización. Los movimientos por la paz, la denuncia de un Occidente en total descomposición, lleno de cadáveres en todas y cada una de las grandes urbes donde se combatía, fue levantando la bandera del socialismo, la paz, el antimperialismo, defendiendo el derecho de autodeterminación de los pueblos sometidos al dominio colonial.
Los deseos de revolución proletaria y del socialismo, contenidos en manifiesto comunista de Marx y Engels, era una realidad. Los dirigentes del movimiento obrero latinoamericano centraron sus esfuerzos en analizar sus consecuencias, en viabilizar la revolución bajo la hegemonía de un partido creado para la insurrección. Recabarren, Justo, Mella, Mariátegui, Prestes, entre otros, miraron a los sóviets. De bolcheviques a comunistas, y de comunistas a revolucionarios. Se abandonaron las discusiones entre anarcosindicalistas, marxistas, anarquistas, socialdemócratas. El debate se articuló bajo la dualidad socialistas versus comunistas. Fue como la Tercera Internacional entró en América Latina.
La insurrección, el partido vanguardia, la alianza obrero-campesina y la toma del poder sellan la influencia sobre el movimiento obrero latinoamericano y una parte de la izquierda. La desigual presencia de los partidos comunistas y la Tercera Internacional en el continente devino de la inmersión en las luchas sociales de sus líderes y fundadores. Sin duda eso marcó la historia de los partidos comunistas en la región, tanto como el estalinismo posteriormente. Eso es otra historia. Pero la revolución rusa no es patrimonio de los partidos comunistas. Lo es de quienes luchan contra el capitalismo, por una sociedad más justa, democrática, contra la explotación del ser humano, por la dignidad, los valores presentes en el manifiesto comunista y el pensamiento emancipador latinoamericano, donde encontramos el ejemplo del EZLN, José Martí, Zapata, Sandino, las hermanas Mirabal, Camilo Torres, Haydé Santamaría, Gabriela Mistral, Gioconda Belli, Fidel, Che, Allende, Juan Bosch y Hugo Chávez, entre otros.
vía:
http://www.jornada.unam.mx/2017/11/12/opinion/022a1mun
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