Nunca nadie supo quién mató a quién. Si acaso fue Willy quien despedazó al congrio o, si acaso, fue éste quien le arrebató la vida. Pero de que Willy murió a causa del congrio, no hay dudas. Y de que eso nadie lo puede negar, tampoco. Pero como hasta ahora aún no se ha probado nada, digamos, que un congrio tenga instintos asesinos, convengamos, que lo que pasó a Willy, podría caer fácilmente en ese territorio trágico que normalmente caratulamos como mala pata.
No sé, en realidad eso sería casi imposible de calificar ahora, en realidad lo único factible de calificar es que, efectivamente, el buzo de pesca submarina, Willy Gómez Gómez, sufrió un accidente mortal el 28 de agosto de 2014, a los 39 años, en una tarde tan inesperada como gloriosa.
Era la tarde en que todo Horcón celebraba a la abuela de Cristo, también conocida en el mundo como Santa Ana. Quizás una de las santas más celebradas junto a San Pedro en Horcón. Cuentan, los que lo vieron, que Willy se levantó a las 5:30 de la mañana en punto, una hora en que toda la caleta aún dormía. Los horconinos ya llevaban más de dos días celebrando y no querían más. 48 horas de religión, baile carnavalesco, pisco, cerveza y marihuana en todos los formatos imaginables. Pero Willy no. Willy estaba en otra. Willy tenía algo más importante en mente. En realidad desde hacía mucho tiempo, quizás cinco años, que tenía algo más importante en mente: el cotizado y siempre bien ponderado congrio, que puede llegar a valer hasta 8.000 pesos por kilo. Eso es lo que perseguía Willy. Lo llevaba en su ADN. Su papá había sido cazador de congrios y su abuelo también. Todos con la misma mano, y todos casi igual de “diestros”, aunque, la única diferencia, claro, era que a Willy le habían tocado otros tiempos, malos tiempos. De hecho, Willy, pese a que trabajaba casi el doble que su padre y abuelo juntos, sacaba solo un cuarto de lo que sacaban ellos. “Era trabajador como nadie pero la crisis del pescado lo tenía así, estrangulado,¿Qué se le va a hacer? Igual que a todos”, cuenta Vilma, su mujer.
Willy decía que no quería que lo detuviese nadie. “Sobrepasar los 40 ó 50 metros, los 60 ó 70 eso es lo que tengo que hacer”, se repetía una y otra vez así mismo, mientras su mente comenzaba a materializar al “bicho”. Lo veía como el repiqueteo de un reloj en sus sueños. De hecho, el día en que ocurrió todo lo que ocurrió, habló de éste. Vilma lo recuerda. Recuerda que esa mañana, mientras se engullía sus dos marraquetas con tomate, pescada y huevo, hablaba casi sin parar de un congrio verde de más de 1,80 centímetros de longitud que se le aparecería en las aguas de Cachagua. Allí iría a buscarlo. En su sueño, además, el bicho, extrañamente, se mostraba amigable, no tan solo porque no temía aproximársele a él, sino además, porque le rozaba el hombro izquierdo, con cierto gesto, que Willy, de inmediato interpretó como de “amigable”. O más bien como de presagio de buena suerte.
–Me dijo que traería muchos congrios, y eso fue lo último que me dijo. -Concluye Vilma, quien exhala tristemente, incapaz de decir una palabra más.
Los horconinos dicen que el sueño ajeno donde mejor queda es en la cabeza ajena. Eso dicen, y luego, con gesto taciturno, suspiran y pierden su mirada en el mar. Los horconinos viven de lo que pescan, y desde que Chile es Chile que se les caratula como “un pueblo buena onda”, que en otras palabras significa que viven del pescado, el marisco, la artesanía y que, además, le otorgan un especial sitial a eso que llamamos carrete, juerga, pachanga o como quieran llamarlo ustedes. Hoy de hecho es 28 de agosto y están en eso. Es día de Santa Ana y el latido se ve en las calles. Atraviesa los ojos de cualquier transeúnte que ande por allí rindiéndole culto a la santa. Un pálido rayo de sol los alumbra apenas. Alumbra a todo aquel que camina con algo de la resaca de un fin de semana eterno: jóvenes, bailes, delegaciones, brillo de celofán, vestidos de raso rojo, amarillo, verde, trompetas, zapatos de tacón, atuendos coloridos de la Tirana, gente sudando, calles acordonadas, calles estrechas, flores, vírgenes de yeso alzadas, ritmo del trotecito. La algarabía es tal, de hecho, que a veces hasta se podría llegar a pensar que al menos por un minuto, o tal vez más, los horconinos podrían ser capaces de olvidar su crisis. La grave crisis de la pesca que los aqueja y no los deja en paz. La grave crisis que tiene a toda la costa chilena del cuello, y que a ellos aún más, porque aparte de ésta, deben soportar también la cercanía de una de las contaminaciones más agudas: la que viene de Puchuncavi y Ventana.
De hecho, no es un secreto para nadie que ésta existe, como tampoco es un secreto para nadie que, desde hace más de cuatro décadas, la gente de Ventana y todos sus alrededores ha tenido que vivir bajo el incremento sostenido de contaminantes de aguas y emanaciones de gases tóxicos. Tan tóxicos, que ya se están viendo generaciones completas de personas que contraen diversas enfermedades a la piel y diferentes tipos de cánceres producto, principalmente, de una gran acumulación de industrias de variados rubros: dos termoeléctricas y una gran planta de fundición y refinería de Codelco, que lava gran parte de su mineral allí, contaminando. Tal es el daño que paisajes tan funestos como peces muertos flotando sobre el mar, o ropa tendida, que amanece cubierta de hollín, son tan cotidianos como los pelícanos.
-Solo Dios sabe lo que nos espera. Pero de que la muerte nos está pisando los talones, nos los está pisando. -Dice el pescador Justino, quien es conocido en la zona por lo aguerrido.
Tiene 62 y se dedica desde hace más de 35 a la pesca. Su vida podría leerse como la clásica vida del pescador innato. Ese que mitificaron escritores tales como Hemingway o Herman Melville para graficar la lucha entre el hombre y eso que conocemos como “mar adentro”. Justino, allí, lobo marino viejo, agüaiteando el movimiento del viento, la luna y las sirenas. Nacido y criado en la zona, asegura que, si bien apenas conoce Santiago, sí ha visto un puñado de veces aquello que se esconde tras el horizonte. “Es la pechuga de una mujer”, bromea, mientras describe con detalle su cotidiano; la madera humedecida de su cabaña, las mostacillas de las artesanías que hace su mujer para parar la olla, el tarro de harina tostada sobre la mesa, el frasco de miel y el mantequillero que siempre tienen algo de restos de ají rojo o mermelada, las tazas de Fanaloza con bordes verdes, las migas de marraqueta que nadie limpia, las semillas de marihuana revueltas con el tabaco y el papelillo. Y fuera de allí, de las inmediaciones de la casa, más como un cordón umbilical que como un medio de vida, su bote, la vieja máquina que heredó del padre, que aún no entiende por qué se llama “Rosa, rosa, tan maravillosa”. Si acaso fue por la canción de Sandro, o si acaso fue por una mujer, que evidentemente no es la misma que lo trajo al mundo.
Antes los tiempos eran buenos y ahora no. Antes se podía vivir de los peces y ahora no.
La mar está vacía.
Su vida nunca va a ser como lo era antes o como la imaginó. Es como una mala canción de cuna. Gana 100 mil pesos en los inviernos. No es el único. En Horcón gran parte de los más de 150 pescadores artesanales, ganan lo mismo. Ahí se les ve, cada noche, aguardando inmóviles y expectantes en sus botes, bajo una oscuridad que no calcula rostros, encallados en la arena con el vino Clos de Pirque y el cigarrillo, aguardando no sé qué, o más bien aguardando que el mar les devuelva lo que les quitaron, o sea, los peces. “Hoy ya no quedan. Metemos y metemos redes y las redes salen vacías. Dan ganas de no salir. Nos quedamos por horas en el mar y nada”, se lamenta Justino, que al igual que la mayoría de los pescadores, tanto de Horcón, como del resto de la costa, dan cuenta de una crisis tan profunda, que los dejó sin nada. Lo único que va quedando, casi, es ese calamar gigante que todos conocen como la “jibia”. Pero es tan grande (pesa entre 20 y 50 kilos) y tan largo (mide entre 50 a 140 centímetros) que no cualquier bote puede agarrarlo. “Si no tení un bote inmenso, no podí. Además tira cualquier tinta, es más un monstruo que un pez”, cuenta Justino, quien explica además que, a diferencia de lo que la gente cree o lo que los medios dicen, la crisis no comenzó ayer con la Ley Longueira, sino que se viene incubando desde hace más de tres décadas, con el comienzo de la pesca industrial. “Hace más de veinte años que les venimos diciendo lo mismo, que pararan la explotación, pero nadie nos hizo caso. Los peces se iban extinguiendo y extinguiendo y nadie nos escuchaba. No nos creían porque decían que éramos ignorantes, pero nosotros no necesitábamos ir a la universidad para darnos cuenta, lo veíamos en la mar. Hoy ya es tarde, hoy ya hay hambre: la mar está vacía. Mira, si a lo largo de todo Chile los pescadores estamos bloqueando carreteras y quemando neumáticos, no es por gusto, es por hambre”, dice Justino, quien está tan disgustado con la situación que ya ni siquiera se alegra con Santa Ana.
En busca del gran monstruo
Dicen que la mañana en que Willy llegó a encontrarse con el gran “monstruo” (así lo llamaría después) se veía “guapo”. Su mujer lo recuerda con su misma barriga plana de los 17 y su mirada de marino viejo y sabio inalterable. De hecho, mientras palpa el borde de su fotografía más reciente, donde aparece en su bote con sus ojos verdes, su piel tostada y su pelo pegado y ondulado por la sal marina, casi no puede creer que se haya ido. Sabe, ella, que sería casi imposible reconstruir el tiempo, cambiarlo, retrocederlo, o juntar todas aquellas horas, minutos y segundos del último día en que lo vio. Solo le queda eso, el recuerdo, la postal inquebrantable de su marido cerrando la puerta de su casa antes de irse.
Luego de eso, lo que sí sabe, es que Willy arribó alrededor de las 6:45 en punto de esa mañana a Cachagua y que de allí se embarcó en una travesía que hoy sería casi imposible de determinar. En Cachagua era, donde según su sueño, vivía el “monstruo”.
Y en Cachagua es también donde hasta hoy van a parar todos los “bichos” más grandes de la costa. Se da así, entre otras cosas, porque el acantilado, al no ser parejo, alcanza profundidades casi épicas, facilitando que los congrios logren esconderse en cuevas más profundas. Siempre ha sido así y así seguirá siendo. “Solo los valientes los alcanzan”, cuenta Vilma, quien asegura, que Willy era uno de ellos.
Decir que a Willy le gustaba el fondo marino es un eufemismo pobre para describir lo que Willy realmente sentía cuando estaba dentro. Solía decir que si hubiese podido, se hubiese construido una casa allí. Cuando se metía solía mandar más de 50 kilos con el chinguillo a la superficie. Lo que era prácticamente un milagro, considerando que el buzo promedio nunca pesca más allá de 20. Pero en el caso de Willy todo era diferente. A Willy el congrio le interesaba más, Willy quería conocer al congrio.
El pequeño Pepe, su asistente, recuerda eso, como también recuerda que se sentía una especie de intruso dentro de su mundo: “Las cuevas las cachaba al toque, porque si había bicho encuevado allí, por fuerza, estaba lleno de camarones”, explica. El congrio es un extraño ser, propicia una cadena alimenticia que propende al canibalismo; por un lado se alimenta de camarones y como a su vez los camarones se alimentan de lo que deja el congrio, en términos simples, significaría que el congrio estaría favoreciendo el canibalismo entre camarones. El congrio, además, no solo se parece al felino porque tiene dientes tan afilados que puede llegar incluso a romper el caparazón de una jaiba, sino también, porque imita sus modales: duerme de día, mientras que en la noche se afila los colmillos con la caza. Sin ir más lejos, el día en que ocurrió todo lo que ocurrió, Willy alcanzó a sentir cómo el monstruo intentó roerle los dedos. “Lo sintió y cagó, ya de ahí solo quería agarrarlo. Sin ir más lejos, cuando salió a respirar la primera vez, me dijo “ya saldrá de su cueva el monstruo”, recuerda el pequeño Pepe.
Justino, por otro lado, mientras se rasca las rodillas admirando los muslos de una niña que le baila a Santa Ana, asegura, que afirmar algo tan radical como que en Chile la pesca artesanal se extinguirá en no más de veinte años es factible. Sin ir más lejos, pese a que hasta el año 2006 ocupábamos el sexto lugar de esta actividad en el mundo, con más de 167 mil inscritos, ya han bajado a solo 94 mil, y la tendencia es que seguirán bajando, debido a que cada día hay menos jóvenes que quieran seguir luchando contra la “escasez”. La mayoría sindica a la pesca industrial, manejada por las grandes multinacionales y las siete grandes famosas familias como los principales culpables. En especial por “la pesca de arrastre”, que consiste básicamente en optimizar recursos remolcando una red de arrastre tan amplia y profunda que se lleva todo, contrayendo consecuencias tan calamitosas para el fondo marino, como el cuasi aniquilamiento completo de las especies. Es tan dañino que organismos internacionales tan importantes como la FAO o Greenpeace los ha vetado. “Los peces ya casi no llegan a la orilla”, dice Justino, quien aún no logra conformarse con sus, según él escasas, cinco millas.
Su mirada se pierde allí. En la nostalgia de tiempos donde se podía pescar en la mar profunda. En tiempos donde había sierra, merluza, corvina y jurel. Son las tres de la tarde y ya las trompetas de Santa Ana desde hace un rato lo están cansando. El Justino, al parecer, no podría asegurarlo tampoco, es más de la garrafa y el chiste negro que de la virgen. De hecho, mientras está allí, sentado en un tablón, casi a la orilla de la playa, observando quizás qué o cómo las moscas merodean su bote, asegura que por el momento lo único que está pescando son “resfriados”. Su bote llega casi vacío cada madrugada, pero pese a eso, quizás por una obstinación generacional o quizás por qué, no abandona, persiste. “Hay solo dos oficios que no se dejan, la minería y la pesca. En el agua somos todos mejores. Solidarios. En el agua pase lo que pase, te salvo, pero en la tierra no, en la tierra, si me cagái con mi mina, te mato”, cuenta, asegurando además, que pese a que la mayoría de los viejos comparten su visión, las nuevas generaciones seguirán extinguiéndose por la cantidad de trabas que les están poniendo para sacar licencia. “Está cada día más difícil: primero porque hay que tener mínimo 8° Básico, y segundo, porque hay que aprobar una prueba de más de 400 preguntas que nos hace la Gobernación Marítima, en la que nos preguntan casi puras cosas técnicas de navegación, que no sabemos”, comenta, quejándose además, que en alta mar, la Gobernación también les pone trabas: “No nos sacan los ojos de encima. Imagínate que uno está faenando de lo mejor, a veces en plena madrugada, con lluvias y viento encima, y allí llegan en sus lanchas a pedirte documentos y mirarte la red. Dicen que vienen a fiscalizar la veda, pero por qué no fiscalizan a los barcos grandes también”, cuenta, mientras la fiesta de la virgen, ahora sí que sí, se encuentra ad portas de terminar.
Dicen, no es tan seguro tampoco, que dentro de Horcón se esconden secretos, insoslayables. Que bajo la luna, los pescadores se miran las caras y hacen cosas. Dicen, no es tan seguro tampoco, que los pescadores bajo esa misma luna se avispan y se atreven a traspasar las millas, que llegan hasta donde la Gobernación no mira, hasta el lugar dónde están los buques. “Llegan a rogar pescados. Los que trabajan en los buques, a veces sólo por un par de monedas, les tiran de red a red. Pero es peligroso porque a veces cuando llega más de un pescador solo por pelearse los peces, hasta tiroteos hay”, cuenta un testigo, que por miedo a represalias, prefiere no decir su nombre. “Mire, aquí nadie es malo, pero el hambre nos hace malos. ¿Me entiende?”, dice.
Y una no sabe qué decirle.
El viento norte y la neblina se ha llevado, por decir lo menos, a más de 30 hombres en doce años. Pero como antes dijimos, el día que ocurrió todo lo que ocurrió en Cachagua no existía ese problema. Sino, muy por el contrario, había bastante sol. Tal como en su sueño, Willy se sumergió, y al poco rato, ya le estaba dando los primeros tirones de manguera a su asistente con el propósito de devolverle el chinguillo lleno. El Pequeño Pepe, asestado en el bote, le manejaba la manguera de aire desde arriba: si Willy le daba un solo tirón, significaba, que le lanzara el chinguillo, y si le daba dos, significaba, que lo subiera a él. El primer chinguillo lo subió bien cargado, aunque, claro, luego, tal como lo auguró Willy en su sueño, la cosa siguió creciendo. “No podría decir cuántos kilos estábamos acumulando, pero eran muchos. Íbamos a ganar mucha plata”, recuerda el Pequeño Pepe, quien aún añora a Willy por la abundancia.
El congrio lucha. Al salir de su cueva se queda paralizado por un buen rato, pero luego, al primer pinchazo de arpón, reacciona, y comienza a rebelarse. Muerde, pica, se retuerce, enrosca, y a veces. A veces es tan rebelde, que hasta hay que darle con un martillazo para que se sosiegue. Y por lo que se especula, el Willy esa mañana, no se lo dio. De eso el Pequeño Pepe no está seguro. En realidad, el Pequeño Pepe, a partir de ese momento, del momento en que el Willy ya ha pasado más de 30 minutos bajo el agua después de su tercera entrada, de nada comienza a estar muy seguro. Solo tal vez, de que los rayos de sol comienzan a pegar tan fuerte y la mar comienza a estar tan quieta,que la dilatación del tiempo, comienza a hacerse peligrosamente estática. Inofensiva. El Pequeño Pepe aún no es capaz de calcular, con total precisión, cuánto tiempo exacto esperó a que el Willy le diera los dos últimos toques de manguera para retirarlo. “Lo esperé durante harto rato ,pero no quería subirlo para no desobedecerlo. Él me había advertido ya que se iba a demorar bastante, y yo no quería molestarlo. Jamás imaginé que iba a ocurrir lo que ocurrió, nunca”, dice, aunque admite, que más de alguien lo acusó después: “Me acusaron de que no lo había subido por mi ambición, para que siguiera sacando peces y así ganar más plata, pero no es cierto. ¿Cómo yo iba a adivinar que tenía que subirlo si no me pedía ayuda?”.
Willy Gómez Gómez llegó al bote morado, mareado y con el estomago tan hinchado que parecía “hipopótamo” (con ese animal lo comparó el Pequeño Pepe). Estaba crítico, moribundo, desahuciado. Fue en ese momento y no en otro, frente al sol de Cachagua, que el Pequeño Pepe presenció cómo el Willy comenzó a recitar sus últimas palabras, su final fatídico. “Me dijo: ‘se me escapó de las manos y no logré dejarlo inconsciente, de ahí me perdí’”, cuenta, explicando además que luego de decirle eso, se durmió, y al rato volvió a despertarse, y comenzó a llamar a su hija, a Vilma, y al padre que le había mostrado por primera vez el congrio.
El Pequeño Pepe lo llevó de inmediato al consultorio de Puchuncavi, después al de Quintero y por último al Hospital Marítimo de Viña. Pero cuando llegó ya era tarde, ya se le había subido la “burbuja” al cuerpo hasta más arriba de los pulmones. Solo quedaba esperar su muerte. “Allí debieron haberlo llevado desde un inicio, pues ese era el único hospital que contaba con lo que necesitaba: una cámara de “descompresión” para salvarlo de la muerte por “inmersión”. Pero llegó a la cámara y ya no se podía descomprimir. Habían pasado más de cuatro horas y la única manera de descomprimir a alguien es llegando máximo 40 minutos después de la inmersión, así uno evita que la burbuja alcance a llegar al cerebro, corazón o pulmones”, se lamenta Vilma, quien todavía no cesa de pensar en ese monstruo verde, que su marido algún día, vislumbró en su sueño.
*Fuente: El Desconcierto
vía:
http://piensachile.com/2017/03/la-vida-congrio-la-dificil-realidad-la-pesca-artesanal-chile/
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