Parece como una excusa, como una sinrazón para darle razón al amor, como una especie de borrón donde lo que importa es la cuenta nueva y no lo vivido hasta ese momento. Soy consciente de que no siempre es así, pero sorprende esa celebración del amor en un día donde lo que se proclama es el gesto y la escenificación del momento sobre el compromiso de la relación.
Quizás si nos vamos al origen de este “día de los enamorados” entendamos mejor su significado “en masculino”.
Antes de nuestra era, en la Antigua Roma, se celebraba la fiesta de Lupercalia dirigida a estimular la fertilidad de las mujeres, la de los hombres, como tantas otras cosas de la masculinidad, no se cuestionaba ni necesitaba estímulo alguno. La celebración consistía en golpear a las mujeres con látigos de piel de cabra y de perro mojados en sangre de esos mismos animales para, de ese modo, aumentar su fertilidad, aunque más bien parecía un rito de iniciación para indicarles que la vida en familia vendría acompañada de esos latigazos verbales y físicos. En el proceso de asimilación de las fiestas paganas que desarrolló el cristianismo, allá por el año 496, el papa Gelasius I prohibió esa fiesta e instauró el 14 de febrero como día de San Valentín, fecha que con el tiempo fue asociada al amor y a la amistad. Sin embargo, no queda claro que la figura del santo existiera en realidad, se dice que fue uno de los mártires de Roma ejecutado por casar a los soldados del imperio, a pesar de que el emperador Claudio “El Gótico” lo había prohibido por considerar incompatible la carrera de las armas con el matrimonio, aunque no hay una confirmación histórica sobre la vida del santo.
La relación de ese día con el amor se reforzó en 1400, cuando el rey Carlos VI de Francia creó la “Corte del amor”, bajo la cual organizaba competiciones cada primer domingo de mes y en el día de San Valentín para que los hombres participantes consiguieran pareja. A partir de ese siglo XV se extendió la costumbre de escribir poemas o “valentinas” entre los enamorados, y en el siglo XIX, en pleno romanticismo, se popularizó en Gran Bretaña la comercialización de tarjetas para las parejas de enamorados, extendiéndose rápidamente a todo el mundo anglosajón.
Como se puede apreciar, el origen del día de san Valentín no deja de ser curioso en su vinculación al amor, pues por un lado aparece asociado a la violencia contra las mujeres, y por otro a su cosificación como trofeos en las “competiciones del amor”, siempre con la satisfacción de los hombres como objetivo. Y todo ello ha quedado oculto por las palabras huecas y el eco oscuro que levantan al pasar por la gruta labrada en nombre del amor, un 14 de febrero.
No es casualidad que cuando el feminismo comenzaba a impactar sobre la sociedad convulsa del XIX y reivindicaba la emancipación de las mujeres, la respuesta de la sociedad machista fuese contrarrestar la crítica recurriendo a los sentimientos, y potenciar la idea del amor romántico para consolidar en nombre de la identidad y las emociones lo que hasta ese momento había sido costumbre y tradición. De ese modo, el papel de las mujeres en las relaciones de pareja pasó de ser presentado como una cuestión de “necesidad y dependencia”, a una decisión tomada por las mujeres desde su teórica libertad y dentro de un proceso natural que el propio romanticismo se encargaba de destacar. Una deriva que culminó luego con la exaltación de esas ideas y valores en la celebración de san Valentín como día, no de las personas enamoradas, sino como día del “amor romántico” con todos sus mitos y trucos, como muy bien nos contó Carolina Martín en su “San Valentín hace trampas”
El problema no es la celebración del amor, sino el significado que se da al mismo y cómo esos mitos construidos sobre la idea romántica del amor y de la relación, con su “media naranja”, con sus “celos son amor”, con “el amor todo lo puede”, con “los polos opuestos se atraen”, con la “ausencia de intimidad y espacio propio”... son los mismos que hoy llevan a normalizar la violencia de género bajo el mito de que “quien bien te quiere te hará llorar”, y hacen a las víctimas responsables de lo que sufren y de tener que resolverlo. Y todo en nombre del amor mientras los hombres siguen con su poder y violencia, eso sí, muy románticos y cargados de flores para la ocasión.
Si Valentín hubiera sido Valentina, es decir, si la celebración del amor sobre el significado que el feminismo y muchas mujeres daban a la realidad en el XIX, cuestionando la falacia de una normalidad de familias perfectas y relaciones idílicas, a pesar de que la violencia formaba parte de ellas, las relaciones se habrían configurado de otro modo y hoy celebraríamos el amor, pero no la idea de un amor romántico y tóxico que tanto daño ha hecho a las mujeres.
Si Valentín hubiera sido Valentina hoy celebraríamos el amor y la relación basada en el compromiso, en el respeto, en la convivencia, en la corresponsabilidad, en la libertad, en la felicidad como proyecto común y lo común como encuentro de subjetividades… porque hoy sería la Igualdad quien definiría esas relaciones.
Algo falla en el modelo de amor romántico, como también escribe Carolina Martín, cuando el 30% de las mujeres del planeta sufrirán violencia por parte de sus parejas (OMS, 2013). Y algo falta en ese modelo de amor cuando en la sociedad y entre la juventud aún prevalece esa idea de amor romántico con todos los mitos que permiten establecer relaciones de poder en las que la violencia forma parte de su normalidad, hasta el punto de que muchas mujeres maltratadas llegan a decir lo de, “mi marido me pega, pero por lo menos le importo”.
Y lo que en verdad falta es Igualdad para disolver hasta la nada el modelo machista de relación y las identidades que llevan a él. Si Valentín hubiera sido Valentina ya lo habríamos conseguido.
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