Igualmente, el diagnóstico de la ilegalidad está resultando, por otra parte, una expresión de coerción (mal) disfrazada de razón, propia de un paternalismo fascista, que invade el pensamiento, la creación y la intención. La componente de interpretación de la semántica, producto de múltiples variables, es sustituida por la sospecha de un crimental orwelliano. Es la mordaza, la enésima ofensiva contra la pobreza, la expulsión de quienes no tienen valor para el sistema o le cuestan demasiado, el mensaje inequívoco para quienes lo cuestionan de forma comprensible.
Lo legítimo, que tendría mucho de bien comunal, sería lo propio de personas y colectivos que forman parte de un complejo sistema natural, con múltiples interdependencias, que tiene la capacidad de dotarse por sí mismo y de forma equilibrada de bienestar, igualdad, libertad, cohesión,... Mediante su legalización, lo legítimo, en sus múltiples formas, es mutilado y mercantilizado para su saqueo por las manos invisibles de Adam Smith y su manada de presuntos asesinos sociales en los últimos doscientos años. Mucho tiene que ver la extracción de lo legítimo con la cosificación ciudadanista.
Si aceptamos que administrar justicia, más allá de la opinión que nos merezca el concepto y el contexto, es aplicar (estas) leyes y hacer cumplir sentencias (de esta forma), es lógico que asistamos, entonces, a situaciones y veredictos como los que hemos vivido esta semana (Nóos, Valtonyc, Black, la reducción de condena al agresor del portal de Alicante...) pues el sistema, su sistema, funciona jodidamente bien, y según lo previsto. De hecho, en tanto que no se modifiquen una amplia variedad de circunstancias reconocibles (mediante una autoorganización amplia y multisectorial desde abajo), podemos esperar que estos mensajes, en sus dos manifestaciones de impunidad y amenaza,
La sobreinformación por los miedos de masas y el mal uso de las redes sociales contribuyen, por su parte, anormalizar estas perversiones pues, disipan la energía y la creatividad precisas para una eventual reacción para la transformación, la cual también se enfrenta, en su modelización, a la propia disonancia cognitiva. La frecuencia de la ocurrencia de un evento está directamente relacionada con la integración del mismo y, en última instancia, con su aceptación. Urge abandonar, por ello, la actitud de la cabeza de fósforo. Resultará más eficaz, a corto y medio plazo, pensar en qué podemos hacer para cambiar algo, de qué modo nos tenemos que organizar para ello y con quien nos podemos encontrar que comparta, me permitiré la ironía, nuestra visión y nuestros valores.
Habrá para quien resulte doloroso, en este sentido, que los gerifaltes de la izquierda del cambio persistan en la vacuidad y la corrección del lenguaje y las herramientas del sistema para expresar sus ¿contundentes? reacciones a la infamità mediante tuits estéticos y poéticos hasta la náusea. Y no puede ser tal cosa más que en virtud de unas expectativas mal fundamentadas, con escasa visión de conjunto y, finalmente, insatisfechas. En un mundo sometido a una economía de mercado que omite de su balance el bienestar de las personas y el equilibrio medioambiental (en definitiva, que transfiere pobreza, que genera desigualdad, que destruye el planeta,...), el destino del tejido político institucional es el de preservarlo mediante legislación para minorías, coerción, infoxicación, pan y circo.
El sistema no modificará sus peores consecuencias por el hecho de recibir pequeñas reformas que nunca van a ir más allá de redistribuciones cosméticas de (parte de) la riqueza. De hecho, ayudaría mucho redefinir qué podemos entender por riqueza y asumir que tal concepto no puede ser excluyente, pues estaríamos hablando de otra cosa, de, por ejemplo, un botín. Realidades como el expolio total de África, la sobrexplotación de recursos en todo el mundo, la imposición de monocultivos del sur y los planes de ajuste estructural en cualquier parte parecen invisibles para los autocomplacientes ciudadanos socialdemócratas del norte, que no hilvanan la secuencia histórica del colonialismo, la dependencia económica, el imperialismo y la globalización de sus embusteros libros de texto.
¿Tienen algún sentido las tibias propuestas políticas de las izquierdas institucionalistas (ya de por sí muy cargadas de reactividad y complejos) si no miran al resto del mundo, si no asumen las dramáticas consecuencias de un sistema de mercado sobre millones de personas en una biosfera herida de recursos finitos y menguantes? Evidentemente, no, y es que no son honestas consigo mismas. Hasta el punto que estos entramados políticos están propiciando una percepción sobre sí mismos bien poco reconfortante: escasa visión de conjunto, de modelización y de análisis; por extensión, proyecto desdibujado, ausencia de alternativa e inacción; tristemente, la de sepultar la crítica, coartar la organización y la participación, y, en última instancia, la de controlar la disidencia.
“Las leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan a los pueblos son falsas. No son hijas del estudio y del común ascenso de los hombres. Son hijas de una minoría bárbara, que se apoderó de la fuerza bruta para satisfacer su codicia y su crueldad”, escribía un lúcido Rafael Barrett, sintetizando en escasas líneas nuestra realidad y nuestra necesidad. Nuestros problemas no tiene arreglo en esta sociedad. Se trata, realmente, de construir de nuevo los sistemas fundamentales, en definitiva, nuestras relaciones en el más amplio sentido del concepto y en todos los ámbitos. Podemos detallar y proponer medidas públicas de mínimos para diversas estrategias de carácter facilitador y, sólo parcialmente, complementario, mas no es posible esperar mucho de esto. Es perentorio experimentar y promover otras formas de organización desde abajo y exteriores a un sistema agotado.
Alejandro Floría Cortés
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