Es oportuno subrayar que lo hasta aquí afirmado no es cuestión de opinión: todo economista con mente sana y no demasiado ignorante o de mala fe, sabe que las cosas son así. Sin embargo, por brevedad, ley del mínimo esfuerzo, conformismo o algo peor, es habitual referirse al Producto Interior Bruto como si representase la riqueza de la nación y, de hecho, en los años en que su cifra representa una caída, no son pocos los economistas que hablan de destrucción de la riqueza.
Se trata simplemente de una forma de hablar, de una ficción, tanto que si se le solicita un mayor rigor terminológico, ningún economista serio dudará en admitir haberse expresado de manera impropia. Pero da lo mismo porque en el lenguaje cotidiano, al no existir ninguna referencia diferente al PIB, se ha ido imponiendo en la práctica una auténtica realidad virtual, en la que por convención tácita, esta cifra es identificada sustancialmente con la riqueza nacional.
Como es archisabido por cualquier economista y por cualquier persona con sentido común, una variación en la acumulación de la riqueza de un sujeto cualquiera, individual o colectivo, público o privado, es siempre una suma algebraica de costes y ganancias, mientras que esto no sucede por la utilización del Producto Interior Bruto en la contabilidad nacional. A modo de ejemplo, se puede considerar una empresa de construcción que adquiere un campo de árboles frutales, los arranca todos, construye un edificio de diez plantas y se ve obligada a demolerlo por violar alguna norma urbanística. Desde el punto de vista de la empresa en cuestión, el negocio no puede definirse más que como un total desastre, visto que ha implicado solo costes y pérdidas, por la compra del terreno, la tala de los árboles, la construcción del edificio, su demolición y el transporte de los materiales de derribo, frente a ningún beneficio, aparte de la venta de los árboles cortados como leña para el fuego. En el caso de un operador económico, el incremento de riqueza consiste en la diferencia entre el valor de los bienes producidos y de los servicios prestados, y el total de los costes generados por su producción y prestación. En cambio, como hemos dicho, en la contabilidad nacional, y en general en macroeconomía, se prescinde sustancialmente de la consideración de los costes y de las pérdidas, y se considera solo la columna de las entradas, o sea, el producto facturado o por facturar. En el caso descrito, la contabilidad nacional contempla solo una suma de entradas, constituida por la ganancia de la empresa que ha talado los árboles, y por las facturaciones y retribuciones de la empresa y de los trabajadores que han edificado la casa, la han derribado y han limpiado el terreno de escombros. No hay nada erróneo o deshonesto en todo esto: en una economía basada en el intercambio, los costes y las ganancias son las dos caras de la misma moneda; lo que es un coste para el que paga es una ganancia para el que lo recibe. No hay nada de extraño, erróneo o mistificador en el hecho de que, en virtud de sus particulares objetivos y métodos, la contabilidad nacional, incluso cuando como en el caso expuesto no se ha producido ninguna riqueza tangible ni prestado servicio útil alguno, revele un incremento del Producto Interior Bruto o cifra diversamente denominada, pero más o menos equivalente.
El Producto Interior Bruto es, en la práctica, una suma de multiplicaciones de las actividades desarrolladas en los diferentes sectores, no importa si constructivos o destructivos, por los relativos precios unitarios. Con el tiempo, como ya hemos dicho, el Producto Interior Bruto se ha identificado cada vez más falsa y subrepticiamente con la riqueza nacional.
En consecuencia, en el debate mediático, acaba por considerarse cada vez más implícitamente y por descontado que el objetivo de la política económica debe ser el incremento de tal cifra en la medida más elevada de los posible.
Por otro lado, las sumas que componen el Producto Interior Bruto pueden referirse indistintamente tanto a la producción como a la destrucción de riqueza, como ocurre en el caso de los gastos efectuados por empresas de armamento e incluso criminales, registradas bajo cualquier denominación aséptica y vaga en la contabilidad nacional. En cambio, como hemos dicho, el importe de los valores sumados en el cálculo del Producto Interior Bruto depende tanto de la cantidad que dan los precios (por lo que los incrementos y decrementos pueden derivar) o exclusivamente de las variaciones en el nivel de los precios. Si los precios aumentan más que proporcionalmente a la reducción de las cantidades producidas, el valor monetario aumenta y, con ello, el PIB a precios corrientes, siendo problemático en cualquier caso afirmar que pueda haberse producido un aumento de la producción de riqueza.
Los economistas clásicos se habrían indignado y habrían considerado un error y un prejuicio de mercachifles una política económica que se fijara como meta aumentar con maniobras económicas el nivel general de los precios, con el fin de aumentar los beneficios empresariales y estimular la explotación gracias a la devaluación de la moneda nacional. Sin embargo, es esto mismo lo que hacen sus admiradores y epígonos actuales que, no por casualidad, no dejan de reivindicarlos siempre que se presenta la ocasión.
A la luz de lo hasta aquí expuesto, se puede comprender fácilmente cómo verdaderamente tiene poco sentido hablar e identificarse con el crecimiento o con la desaceleración de una cifra de contenidos eficaces tan ambiguos e indiferenciables, tanto en sus aspectos positivos como en los negativos. El buen sentido debería hacer comprender que hay un incremento de la riqueza en caso de producción de bienes y servicios útiles y de buena calidad, es decir, que puedan ser buenos para la salud y el bienestar en general respetando el medio ambiente. De hecho, una política económica que tenga como objetivo el interés real de la colectividad debería preocuparse sobe todo por la calidad de los productos y por los modos de producción. Por otro lado, si se identifica con los principios clásicos de la economía política, deberá respetarlos en el fondo y en la forma.
En otras palabras, en lo que se refiere a las cantidades y los precios, deben evitar y tratar de obstaculizar e impedir la constante violación de las leyes de la oferta y la demanda, y de la equivalencia de las prestaciones, a través de la imperecedera distorsión de los valores de las mercancías y de los productos financieros, operada con la constante creación de moneda en proporciones estratosféricas. Incluso desde el punto de vista de los defensores del mercado libre, debería aparecer como poco dudoso que quien saca ventajas de la sistemática manipulación de los valores que de ella se consiguen no sean empresas saneadas y respetuosas con las reglas, sino sobre todo aprovechados y especuladores sin ningún interés en la producción de bienes y servicios útiles para la salud y el bienestar de la colectividad. Incluso parece afirmarse que se puede hablar de desaceleración feliz solo en el caso de redimensionamiento de las actividades destructivas, nocivas o en cualquier caso antieconómicas, sobre todo si se derivan de artificiosas distorsiones de la oferta y la demanda de bienes y servicios, como sucede a consecuencia de las políticas monetarias ultra-expansionistas adoptadas progresivamente a partir de comienzos del siglo XXI por los principales bancos centrales.
Por lo hasta aquí expuesto, de un redimensionamiento tal derivaría un incremento y no una reducción de la riqueza en su conjunto, en términos cualitativos y, en consecuencia, también cuantitativos, por lo que con toda probabilidad se experimentarán giros en los negocios, niveles de beneficio y acumulación de riquezas considerables recogidos donde no han sembrado y basados en la desgracia de los demás.
Francesco Mancini
Publicado en el Periódico Anarquista Tierra y Libertad, Noviembre de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario