Gabriel Cocimano
Rebelión
Las grotescas imágenes del ex funcionario José López apresado infraganti mientras arrojaba nueve millones de dólares en un falso monasterio, le han dado verosimilitud a la prédica del discurso mediático y neoliberal sobre la corrupción kirchnerista. Y si para muestra bastase un botón, este energúmeno parece representar hoy la suma de todas las corruptelas de la década anterior, presuntas o reales. Los medios y la derecha se siguen regodeando: ya instalaron la fecha de defunción de la era K, al tiempo que prometen ir a fondo contra la corrupción. Paradójico destino el de la Argentina: el pueblo se expidió en las urnas contra aquella corrupción para erigir a un gobierno de contrabandistas y evasores.
Pero la moral neoliberal siempre ha sido muy permeable: en las últimas décadas han apoyado golpes militares, estatizado deudas privadas, usurpado patrimonios estatales, destruido industrias nacionales, alimentado timbas financieras, engrosado endeudamientos externos, excluido a millones de habitantes, concentrado riquezas en cada vez menos manos. Los propios medios hegemónicos, artífices de la cruzada anticorrupción en la última década, no solo encubrieron su complicidad con los hechos mencionados, sino que también se apropiaron –a través de la tortura y la extorsión- de la empresa Papel Prensa, trampolín con el que edificaron su ulterior supremacía mediática. Estos moralistas hoy se muestran espantados por el espectáculo caricaturesco de López y exigen un mani pulite a la italiana (es necesario recordar que aquel proceso judicial parió un Berlusconi).
El gobierno neoliberal de Mauricio Macri necesitaba un escándalo como el de José López “que vuelva todo lo demás delictivo –como afirmó Pedro Biscay, director del Banco Central-: es el efecto de la mancha venenosa. Es radioactivo porque todo lo que toca lo contamina y expande su contaminación radialmente”. La corrupción real de López y la de los Báez, De Vido y otros tantos popes del gobierno anterior no invalidan la evidente sanción ideológica a que es sometida la gestión que gobernó durante doce años el país. Hay que destruir al monstruo infectado de corrupción para justificar las políticas de ajustes, devaluaciones, concentración de la riqueza y exclusión. Es necesario matar para siempre la pesadilla de los populismos al asociarlos ineludiblemente al flagelo de la corruptela. Ergo: cualquier alternativa a las políticas de libre mercado estará contaminada con las células metastásicas del cáncer de la corrupción.
Pero, de nuevo, la moral neoliberal suele ser veleidosa. Aldo Ferrer hablaba de un tipo de corrupción sistémica para describir ciertos objetivos económicos del pasado, pero que bien puede verificarse en la actual administración macrista: “la imposición de un tipo de cambio sobrevaluado y la desregulación de los movimientos de capitales que culminaron en el endeudamiento hasta el límite de la insolvencia, generaron una masa gigantesca de rentas especulativas y fuga de capitales y deterioraron el aparato productivo y la situación social”. La transferencia de millones de dólares de los sectores populares hacia los más concentrados de la economía, que Macri implementó en el primer minuto de su gestión y cuyas consecuencias se sentirán por generaciones, es un claro ejemplo de la definición de Ferrer acerca de la corrupción sistémica. Además, “la media sanción de la ley de blanqueo, que preserva el secreto de los delitos tributarios cometidos y extiende esa protección a los contratistas de obra pública y a casi toda la parentela de los funcionarios -tal como afirma Horacio Verbitsky- indica que no hay en el actual gobierno más voluntad que en los anteriores por poner coto a los abusos de lo que hace décadas se conocía como la Patria Contratista”. El artículo 87 de esa ley protege el más absoluto secreto de los delitos tributarios amnistiados y de sus montos. Se entiende: la inmensa mayoría de los evasores pertenecen a las filas del actual gobierno.
Sin embargo, la moral neoliberal parece versátil: en diciembre último el macrismo designó en los organismos que deben combatir los delitos relacionados con el lavado de dinero y la evasión fiscal a dos personas que saben mucho de ese tema, pero no precisamente para trabajar en su erradicación: un ex funcionario del FMI y una defensora del banco acusado por lavado -el HSBC- fueron nombrados Presidente y Vice de la Unidad de Investigación Financiera -UIF- en consonancia con los pedidos de la Embajada de EEUU. A su vez, el ministro de Hacienda Alfonso de Prat Gay fue el apoderado de una millonaria cuenta en dólares de la fallecida empresaria Amalia Lacroze de Fortabat, que solo recién saltó a la luz cuando se revelaron las 4.040 cuentas secretas del HSBC en Suiza (con un saldo de más de 60 000 millones de pesos de evasión) de la mano de un ex empleado del banco. Como todo tiene que ver con todo, se acaba de agregar en la nueva ley de blanqueo -entre gallos y medianoche y sin ser discutido en comisiones- el traspaso de la UIF al ministerio de Hacienda y Finanzas. Una encantadora licencia al ministro Prat-Gay, quien ya había sido objetado por parte del organismo que ahora quedará a su merced. De nuevo el lobo controlando a las ovejas.
En los medios masivos nadie deja de indignarse por la corrupción K, y está muy bien que así sea. Miembros y adherentes del gobierno la hacen pública por todos los canales de la comunicación. Sin embargo, la irritación decreció al conocerse la actitud del presidente del Banco Nación, Carlos Melconián, cuyo proceder no resulta compatible ni con la ética ni con la idea de transparencia PRO. Melconián –funcionario de un “país berreta como la Argentina”, según una antigua declaración radial de su autoría- fue uno de los bonistas que inició juicio contra su propio país en el juzgado de Thomas Griesa: demandó a la Argentina por más de 770 mil dólares en títulos públicos, de los cuales la mayor parte los había adquirido a fines de 2001, en plena timba financiera. Melconian le siguió los pasos a Paul Singer, aunque aclaró que en 2010 desistió de la demanda porque ingresó al segundo canje de la deuda. A los pocos años y, como premio a su fervor patriótico, fue uno de los elegidos por el gobierno de Mauricio Macri para negociar con los fondos buitre el acuerdo para cancelar los juicios. El zorro en representación del gallinero.
Las imágenes de Josecito López y sus millones lastiman cualquier sensibilidad. Y esa lógica insolente derrama sospechas a lo largo de todo su entorno político. Pero el relato de la moralina macrista parece caprichoso: no contempla la conmoción global en torno de la monumental estafa por los papeles de Panamá que involucran al presidente y a varios de sus colaboradores, y que provocó un escándalo mundial con nula repercusión en nuestro país. Los castos que nos informan a diario no se horrorizaron por el rol del Estado en la tragedia de Costa Salguero, ni por la negociación del ministro de Energía Aranguren que favoreció a la empresa de la cual fue CEO y es accionista. Se asombran de la lentitud de los jueces para procesar a los dirigentes del anterior gobierno pero enmudecen cuando las causas en su contra duermen el sueño de los justos.
Y hablando de moral y moralina, veamos lo que dice don Arturo Jauretche en su obra Filo, Contrafilo y Punta: “Cada vez que hay un escándalo y éste tiene gran difusión periodística, yo desconfío del objetivo de la difusión. Los verdaderos escándalos (…) no gozan del favor de la gran prensa, ni motivan la agitación de las agencias telegráficas internacionales (…) No provoca escándalo tampoco entregar todo el manejo de la producción rural argentina a los consorcios exportadores extranjeros. Se arma escándalo precisamente para tapar esto o para impedir aquello. Es escándalo que un comerciante haga una diferencia en un negocio con el IAPI y es coima. Si Bunge y Born, Dreyfus, etc., se quedan con todos los negocios del IAPI y con el de todos los productores, es simplemente negocio (…). El escándalo ocurre cuando un criollo o judío local se arma de unos pesos. Nos han enseñado que debemos imitar el ejemplo de los Rockefeller, de los Morgan, de los potentados anglosajones que, como se sabe, empezaron vendiendo diarios, que parece es una condición indispensable para llegar a millonario. Pero cuando algún enfermero, botellero, o cualquier clase de avivado criollo empieza a levantar cabeza, todo el mundo se indigna recordando que ha sido enfermero o botellero, y se pone a descubrir cómo hizo la plata y con qué ventaja. No se ponen a averiguar cómo la hicieron los Rockefeller y los Morgan, que no fue atando perros con longanizas”.
Hay que insistir convenientemente en que esta explicación no exonera la imbecilidad de Josecito López ni cualquier otra maniobra fraudulenta de las que pululan por los medios y que están referidas al gobierno anterior. Lo que es necesario puntualizar es la existencia de esa hipocresía que tan magistralmente define Jauretche: la de considerar el grado de corrupción según el punto de vista de la condición social y política del implicado. Sólo de este modo podemos interpretar la disparatada definición con que Elisa Carrió justificó hace un año su alianza con Macrì: “Es corrupto pero republicano”.
Las palabras de Arturo Jauretche demuestran que en esta materia no hay nada nuevo bajo el sol. También en aquellos tiempos la corrupción de los personeros del establishment estaba disfrazada de eufemismos. La ambigua moral del macrismo sólo se sostiene en su cínico relato de transparencia y verdad, sustentado por una prensa hegemónica alineada con sus principios y sus negocios. En fin, los que en política siempre se horrorizan por los pecados ajenos, suelen ocultar los propios.Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961) Periodista y escritor. Todos sus trabajos en el sitio web www.gabrielcocimano.wordpress.com
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