viernes, 22 de abril de 2016

Cultura: Albert Camus...el exilio en casa...por Juan Manuel Roca








¿Qué pensaría usted al encontrar ratas muertas o en agonía en su café preferido o en la escalera de su edificio? Posiblemente, que vive una pesadilla o que lee demasiado la Biblia, con sus Nilos de sangre, invasiones de ranas, gavillas de mosquitos, nubes de langostas y un Faraón cercado por diez plagas y el Dios de Israel. O, como el portero del edificio del doctor Rieux en la argelina ciudad de Orán, que es cosa de bromistas.

Escrita en 1947, dos siglos después de El año de la peste, de Daniel Defoe, la novela de Albert Camus recuerda que “ha habido tantas pestes como guerras y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”.

Todo empezó un día, en una ciudad portuaria con espacios fóbicos al árbol, cenicienta y mortecina, pero como la mujer envuelta en piel de asno con una seducción oculta. Una ciudad de gente modosa que cree en el matrimonio, al que Camus llama “una larga costumbre a dúo”.

Llega la peste. La ciudad portuaria, como una muñeca rusa que guarda dentro otras muñecas, parece parir ratas moribundas. Tras limpiar calles y rincones de esas emisarias de muerte, un nuevo cortejo envuelve a la ciudad en atmósferas de espanto. Como si pasara el flautista de Hamelin –al que evoca Günter Grass en La ratesa–, las ratas morían a los pies de los habitantes. Entre el 16 y el 25 de abril, según el expediente estadístico, se recogieron 6 mil 321 ratas muertas. Con las primeras muertes humanas la peste y el miedo hacen pareja.

Camus, que señala la precariedad de la razón, la brutalidad del ser, la tragedia humana, hace de su novela un coto de caza para el pensamiento. Parece decir que el miedo nos hace reflexivos.

Todo esta crónica de la peste flota en una vigilante pesadilla. Cuando se tiene que acudir al “servicio municipal de desratización” y el periódico local debe rendirse a la evidencia, se desplazan las demás noticias y sólo se habla de fiebre, ganglios, vómitos y muertos que empiezan a hacer de Orán una ciudad supurante.

La felicidad no sabe contar. Nadie hace el censo de los momentos felices de un hombre, pero siempre hay un ábaco para contar tragedias y muertos. Camus nos recuerda que el Estado se niega a ver los males de la sociedad pues resulta mejor la ignorancia que el pánico. Pero con los centenares de muertos por la peste no hay quien pueda esconder la cabeza.

Un paisaje enfermo humaniza más a los personajes de la novela. La llegada de un ángel pestífero a un mundo profiláctico hace meditar en la muerte y en la vida. Un tema constante empieza a ser la incomunicación, el exilio en casa y el de quienes no pueden volver a Orán a visitar sus familias. El exilio de los que se fueron, el inxilio de los que se quedaron. Hasta el lenguaje sufre mutaciones y palabras como “transigir”, “favor”, “excepción”, se ahuecan de contenidos.

Hay una visión cercana a un cuadro de Breughel con carretones de ratas muertas. Camus traza un símbolo, cruel como la llegada de los bárbaros y también como los bárbaros promotor de reflexiones, para un alegato moral.

El sentido agonista termina cuando la peste, tras miles de muertos, desaparece. Vuelven los trenes y se acaba la feroz cuarentena de la ciudad. Pero aun nos reserva la duda: “el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, en las alcobas, en las maletas”.

La peste, como la guerra, quizá no sea más que la forma de hacer al hombre prisionero de su impotencia.

vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2015/01/25/sem-roca.html

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