E
l sábado pasado, un grupo
de trabajadores municipales de Benito Juárez (Cancún), Quintana Roo,
ingresó al Malecón Tajamar con maquinaria pesada, taló el manglar y
rellenó los humedales. De acuerdo con denuncias del colectivo Guardianes
del Manglar Cancún, el hecho se produjo con la complicidad del alcalde
de esa localidad, Paul Michell Carrillo, y autoridades del Fondo
Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur), empresa estatal que
previamente había allanado casi la mitad de los humedales, como parte de
la construcción de un complejo hotelero en esa zona turística, que
bordea la laguna Nichupté.
Aunque las autoridades se resisten a
calificar de un ecocidio los hechos, lo cierto es que cerca de 50
hectáreas de manglar desaparecieron, literalmente, de la noche a la
mañana, y que se afectó, a contrapelo de la verdad oficial, la fauna del
lugar, como quedó documentado con fotografías difundidas por
organizaciones de la sociedad civil.
Debe señalarse que desde que comenzaron
en ese sitio las obras de construcción de un proyecto turístico e
inmobiliario de 70 hectáreas, distintas organizaciones se han movilizado
para impedir que se pierda ese espacio natural. En todo este tiempo,
pese al rechazo de grupos ambientalistas nacionales e internacionales y
de especialistas en la materia, el proyecto ha avanzado con el
beneplácito de las autoridades, que esgrimen argumentos de índole
legalista para defender los trabajos: ejemplo de ello es el comunicado
emitido la víspera por el gobernador de Quintana Roo, Roberto Borge
Angulo, quien afirmó que las acciones en el referido malecón se realizan
con apego a la ley, pues el Fonatur –a cargo del desarrollo– obtuvo en
2005 las autorizaciones correspondientes de la Secretaría de Medio
Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat). En el mismo sentido, la
dependencia federal respaldó en un escrito el proyecto Malecón Tajamar
porque cuenta con todos los permisos.
Ambos comunicados parecen soslayar la
brecha que persiste en nuestro país entre la formalidad institucional y
la realidad, así como las irregularidades que suelen acompañar el
otorgamiento de permisos de este tipo. En efecto, la construcción que
dio pie a la devastación ambiental de Tajamar podrá estar apegada a una
noción de legalidad tan imperfecta como la que prevalece en nuestro
país, pero difícilmente puede defenderse sin violentar las
consideraciones ambientales más básicas. El que esa defensa provenga de
una dependencia supuestamente dedicada a proteger el medioambiente, como
la Semarnat, es indicativo del extravío que padece la institucionalidad
política del país respecto del cumplimiento de sus responsabilidades
más elementales.
Desde un punto de vista más general, lo
ocurrido en Cancún el fin de semana es una más de las consecuencias de
la aplicación en México de una política oficial en materia ambiental que
subordina la protección de los ecosistemas a los intereses comerciales e
industriales privados, tanto nacionales como foráneos. Desde hace
décadas, las sucesivas administraciones del ciclo neoliberal han
adoptado la aplicación de legislaciones laxas en materia ambiental, como
una de las supuestas ventajas comparativas del país para competir en el
mercado internacional, y han concedido con ello un amplio margen de
maniobra a la devastación ambiental.
En el caso que se comenta, lo menos que
cabe esperar de las autoridades correspondeintes es una explicación
clara y completa de las razones por las cuales se determinó la
destrucción de un ecosistema de gran biodiversidad, a pesar de los
numerosos recursos interpuestos por la sociedad civil, así como la
suspensión de la obra referida en tanto esta circunstancia no se
resuelva en forma transparente y satisfactoria.
vìa:
http://www.jornada.unam.mx/ultimas/2016/01/22/editorial-tajamar-ecocidio-tolerado-6121.html
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