Claudio Lomnitz
"Si no suena lógico, suena metálico." Así reza el dicho popular. Es cierto que no siempre funciona el dicho; hay cosas que no suenan lógicas y que, sin embargo, tienen una razón de ser explicable, y distinta de las de las corruptelas de quienes hacen lo posible por confundir incautos y emborrachar la perdiz. Sin embargo, me parece que el dicho tiene mucho de bueno, porque infunde cierto escepticismo frente a las causas que gobiernan lo ilógico: si lo amenazan con llevarlo al corralón en lugar de darle una simple infracción, aquello suena metálico; si le piden constancia de cada tenencia pagada desde que compró su coche, siendo que la oficina tiene computadoras, bases de datos y registros, suena metálico.
A la par del escepticismo popular frente a los móviles, lo ilógico –de la sospecha de que cualquier obra que se haga sin oficio ni beneficio conlleva alguna ventaja particular oculta– quizá venga siendo hora de sospechar de todo proyecto gigante. El gigantismo merece el mismo grado de sospecha que lo ilógico. Se podría decir, de hecho, que el gigantismo es el caballito de Troya predilecto de lo ilógico-metálico. Lo grande apantalla, la pantalla tapa lo ilógico, y lo ilógico es una manifestación característica de la corrupción.
Lo gigante está emparentado con lo maravilloso: suspende las facultades de cálculo racional a cambio de la impresión. Nos quedamos en Babia. Manejar por primera vez por debajo de un segundo es convertirse en un Jonás, y viajando entre los costillones de una ballena de concreto. Alucina. Impresiona. Obnubila cálculos de costos y de beneficios, y somete el razonamiento a figurar lo imposible, a calcular lo incalculable, como aquel personaje de García Márquez que contaba estrellas.
Quizá por eso en México todo lo mega parece pegar, desde las tiendas mega y los tamaños jumbo a cualquier ocurrencia de paso a desnivel o segundo piso. Difícil entender para qué necesitamos ocho megarrollos de toallas de papel, pero en Costco pululan las familias empujando macrocarritos llenos de multipaquetes de productos en tamaño familiar. Lo grandote esconde bien a lo ilógico, cosa que es útil porque lo ilógico mal oculta la ganancia ajena.
¿A usted le encanta el escultor Sebastián? A mí tampoco. Pero a los presidentes municipales y a gobernadores de México pareciera que sí les encanta. Finalmente, a los políticos siempre gusta lo grandote, o cuando menos les llama la atención: como que se nota lo grandote. No pasa desapercibido. Y así, cuando alguien le pregunte al presidente municipal de Chimalhuacán lo que hizo por su pueblo con tantos millones que recibió: ahí estará la escultura de Sebastián para taparles la boca.
Bonito o feo, bueno o malo, lo grandote se ve. Pero además de verse tiene otra ventaja, y es que nadie sabe bien a bien cuánto vale. Lo gigante es extraordinario, y lo extraordinario no tiene precio conocido. Si a usted le dicen que un jitomate cuesta 500 pesos pone el grito al cielo. Pero le cuentan que un segundo piso vale 300 millones, o 30 mil millones, o 300 mil millones… ¿Qué más da? Y si a usted como político le toca 5 por ciento de la obra pública que se construya durante su administración, lo gigante le dejará siempre dividendos gigantes. Es por eso que casi no hay un político a quien no le guste un segundo piso, un túnel, o un megadesarrollo turístico. Hay pocos que no tiemblen de gusto con un proyecto matacocodrilos y mochamanglares como el de Tajamar. Las corruptelas de Walmart, que hace unos años exhibió el New York Times, son un ejemplo documentado de lo irresistible de lo grandote para el politiquillo y para el politicote.
Si se quiere avanzar en la lucha contra la corrupción, hay que orientarse menos a agregar capas y capas de reglamentos que supuestamente garantizan la transparencia (y que muchas veces suenan ilógico-metálicos), y sospechar en cambio cualquier obra o procedimiento que no sea lógico, así como de cualquier obra que sea gigante. Se podría abrir una oficina abierta a quejas del público orientada a investigar sólo dos temas: obras ilógicas y obras gigantes.
A mediados del siglo XX, Alejo Carpentier acuñó el concepto de lo real maravilloso para pensar en la sinrazón de la razón en nuestro continente. Los políticos mexicanos se han suscrito, para su propio enriquecimiento, al concepto de lo ilógico gigante.
Para luchar contra la corrupción en México, habrá que volver a aquella máxima de la contracultura de los años sesenta: small is beautiful; habrá que entender de nuevo la belleza de lo pequeño.
vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2016/01/27/opinion/017a2pol
No hay comentarios:
Publicar un comentario