Jorge Durand
El Ecuador está en el centro del mundo, en el paralelo cero que divide en dos al planeta entre el hemisferio norte y el hemisferio sur. Allí las aguas toman un curso diferente al sur, van contrarreloj, y al norte en sentido contrario. Sin duda, es un país con una geografía especial, montañas y volcanes nevados en pleno trópico, con un río majestuoso y navegable como el Guayas, el único de esas dimensiones que llega al Pacífico desde la Patagonia chilena hasta Alaska; con Galápagos, islas oceánicas pletóricas de vida animal y de procesos evolutivos únicos en el planeta, islotes perdidos, que por fortuna no fueron adjudicados a los imperios colonialistas que se repartieron el mundo.
Pero también quiso ser especial en política exterior. Su constitución señala que los ecuatorianos son ciudadanos del mundo y proclaman la ciudadanía universal, por tanto, abiertos al mundo exterior a todo aquel que quiera llegar a sus calurosas costas tropicales, montañas nevadas y selvas exuberantes.
A Ecuador la globalización neoliberal lo llevó a la quiebra financiera a finales de 1990; perdió su autonomía monetaria y tuvo que asumir y someter sus designios nacionales a la robustez del dólar, que le aseguraba detener, de una vez por todas, la imparable inflación. Su gente tuvo que buscar mejores lugares y hogares donde vivir. Muchos se fueron a España –la mayoría–, pero también a Estados Unidos, Italia, Reino Unido.
En ese contexto llega la oleada reformista de izquierda a América Latina, y Ecuador se convierte en el paladín de la defensa de los derechos de los migrantes, de sus ciudadanos en el exterior. No sólo eso. Asume liderazgo mundial en ese sentido y participa, por derecho propio, en el Foro Global de Migración y Desarrollo y otras tantas instancias internacionales.
Su propuesta de apertura total al mundo no se quedó en retórica. El gobierno de Rafael Correa abrió la puerta a todo aquel que quisiera llegar. Fue el único país del planeta que suprimió el requisito de visa para cualquier visitante. Quería ser congruente con las exigencias que demandaba para sus connacionales que se veían discriminados en el extranjero.
Fueron grandes impulsores de la unidad sudamericana, de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y de la libre circulación. De ser un país cerrado, obsesionado por sus problemas fronterizos con Perú, se abrió al mundo a través de sus emigrantes y diseñó una política exterior optimista, agresiva, aperturista.
En las conferencias internacionales, los delegados ecuatorianos repartían pasaportes universales, para ciudadanos del mundo, para propiciar el libre tránsito y la apertura de fronteras.
Lamentablemente, los primeros en tomar conciencia de este cambio fueron las mafias de traficantes de personas de Asia y África, que empezaron a aprovechar la coyuntura de llegar, sin problemas de visa, al continente americano. Los traficantes chinos entraban con sus cargamentos humanos para luego trasladarlos fácilmente a Perú, donde hay una gran comunidad china o para llevarlos a Estados Unidos vía México. Los traficantes y especialistas en la trata de blancas vieron en Ecuador una puerta abierta para expandir sus negocios y tropelías.
La primavera duró poco. La apertura irrestricta, en un sistema global de estados-nación con territorios y fronteras es imposible; incluso, cuando se sabe y se demuestra que el ingreso es sólo temporal y para el tránsito hacia otros destinos. La apertura puede hacerse en los ámbitos regionales, como Schengen en Europa, pero incluso allí hay problemas y contradicciones. Ecuador tuvo que poner visa a ciertos países donde trabajaban las mafias.
Pero quizás el caso más sonado haya sido la decisión de exigir visa a los cubanos. A lo largo de una década éstos pudieron viajar a Ecuador sin restricciones. Muchos hacían comercio hormiga, viajaban con la ropa puesta y regresaban con fardos de prendas para vender en la isla, negocio, al parecer, muy lucrativo para los comerciantes, los funcionarios que daban el permiso de salida y los aduaneros que permitían la entrada. Cada quien su tajada.
Pero la mayoría de viajeros cubanos utilizaban Ecuador de escala técnica para llegar a Estados Unidos. Las mafias de Miami se encargaban de facilitar el tránsito a Colombia, Centroamérica y México. Luego cruzaban la frontera, pisaban la tierra prometida e ingresaban con asilo político a lavar platos y limpiar baños, como cualquier inmigrante, con la diferencia de que son legales, tienen papeles y amplias redes de apoyo social y familiar.
El problema, como siempre en asuntos migratorios, se da cuando el proceso se masifica. Una docena de casos no preocupan a nadie, pero varios miles de migrantes sin recursos se convierten en un problema. Más aún cuando las expectativas generadas provocan una avalancha.
Todo esto, obviamente tiene que ver con la política estadunidense de asilo irrestricto a los cubanos que ingresen por tierra, con los pies secos, como establece la Ley de Ajuste Cubano, política que se supone tiene que cambiar y negociarse ahora que se han restablecido las relaciones bilaterales entre esos países.
La puerta de entrada ha sido cerrada por Ecuador, pero han quedado varios miles de cubanos varados en el camino, con el problema adicional de que Nicaragua –otra nación con un gobierno cercano a Cuba– cerró la puerta a los migrantes en tránsito que han quedado estancados en la frontera con Costa Rica y otros tantos en Panamá.
Curiosamente, en este contexto de crisis internacional se dice que si los cubanos llegan a México no tendrán problema porque los dejarán transitar libremente a Estados Unidos; uno se pregunta por qué no pueden hacerlo los migrantes centroamericanos que también quieren llegar a Estados Unidos…
vìa: http://www.jornada.unam.mx/2016/01/10/opinion/016a2pol
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