Guillermo Almeyra
En Argentina se vive un doble naufragio: el del siempre vago proyecto progresista del kirchnerismo, con todas sus implicaciones a escala continental y de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) y el Mercado Común del Sur (Mercosur) ya golpeadísimos por la crisis brasileña, y el mayor y más grave del país en su conjunto que, al votar en 90 por ciento por tres candidatos derechistas, discípulos de Carlos Menem, el funesto Salinas de Gortari argentino, se entregó atado de pies y manos al arbitrio de Estados Unidos y del gran capital.
Lo poco que el país había avanzado con los gobiernos kirchneristas, así como el asistencialismo distributivo, están en peligro de ser liquidados por cualquiera de los dos candidatos. Las graves tendencias del kirchnerismo favorables a las empresas y a la minería y las finanzas, y a buscar una solución policial a los problemas sociales, por el contrario, se multiplicarán.
Daniel Scioli, candidato oficial a regañadientes, insultado, repetidamente debilitado y humillado por la presidenta Cristina Fernández hasta que, a falta de otro, terminó ungiéndolo, no tiene grandes diferencias con el millonario Mauricio Macri: ambos entraron en política desde ambientes ajenos (la motonáutica, el primero; el futbol, el segundo), ambos siguieron a Menem y tienen relaciones privilegiadas con las grandes empresas extranjeras y la oligarquía argentinas. De modo diferente y con distintos plazos ambos ofrecen devaluar el peso, una rebaja de los ingresos reales de los trabajadores, más policía con gatillo fácil.
¿Cómo se llegó a esto? Por las mismas razones que ponen en peligro la permanencia de Dilma Rousseff y del Partido de los Trabajadores en el gobierno de Brasil. O sea, por la impotencia y la falta de voluntad política para cambiar la estructura económica del país, que siguió siendo exportador de materias primas y, en particular, de granos y de soya, y por la corrupción con el objetivo de encontrar fondos para el asistencialismo clientelista, por un lado, y por otro, para comprar aliados derechistas (en Brasil, el PMDB, y en Argentina, los gobernadores del Opus Dei, antiabortistas, agentes de la gran minería extranjera), así como por la ignorancia (que llevó a considerar a Argentina como país que podía prescindir de los avatares del mercado mundial hasta que el alza del dólar y la caída de los precios de las exportaciones obligaron a la presidenta a dar manotazos de ahogada y a separarse de hecho del Mercosur, de Unasur y del integracionismo sudamericano).
Junto con la corrupción, la arrogancia y los pésimos resultados económicos, los gravísimos errores políticos de una presidenta que no escuchaba a nadie desgastaron al kirchnerismo.
El mayor dislate fue creer en sociólogos y filósofos vendedores de humo que sostenían que se habían acabado las clases y que, al no existir, por tanto, un movimiento obrero, el sujeto del cambio era la juventud. En efecto, mientras el peronismo de Perón se apoyó en los obreros para hacer una política nacionalista burguesa, el kirchnerismo trató de mantener a los trabajadores al margen, pidiéndoles su voto sólo como ciudadanos. De ese modo diluyó la conciencia elemental de clase de los obreros peronistas y pasó a depender únicamente de los funcionarios juveniles de La Cámpora y de la verborrea incesante de la presidenta. Incluso dejó de lado a los millonarios corruptos que dicen ser dirigentes obreros y que forman una burocracia pro capitalista que controla los sindicatos con el fraude y con matones.
De esa visión central surgió la perspectiva cultural reaccionaria del kirchnerismo. La transformación en héroe nacional del gran terrateniente Juan Manuel de Rozas, ultraclerical y partidario de los valores de la Colonia española, el acuerdo con el Papa peronista de derecha, la creación de una Secretaría del Pensamiento Nacional (¡!), la idea de que hacer cultura es difundir gratuitamente solamente cumbias villeras, son la expresión de ese conservadurismo paternalista y reaccionario que favoreció la difusión de la ideología de la derecha pro imperialista y alejó sectores progresistas.
La presidenta eligió siempre sus primeros ministros entre ex menemistas. Así fue en el caso de Alberto Fernández, hoy opositor, en el de Sergio Massa, informante de la embajada estadunidense y también opositor, en el de Aníbal Fernández, tan desprestigiado que más de un millón de votantes de Scioli no sufragaron por él. La misma elección de ex menemistas la hizo en el plano económico y hasta en el caso de su vicepresidente, el corrupto Amado Boudou.
Argentina es un país de proyectos interrumpidos a mitad por incapacidad o cobardía: el peronismo fue derrocado en 1955 por el miedo de Perón a depender de los obreros si los armaba en su defensa; el radical Arturo Frondizi fue derribado en los 60 por su temor a ir hasta las últimas consecuencias y el también radical Raúl Alfonsín en los 80 porque se opuso a los obreros y no quiso vencer a la derecha oligárquica. El kirchnerismo es el último de ellos porque quiso gobernar sobre la base de una alianza entre la burguesía nacional, que es debilísima, casi inexistente, y un movimiento obrero al cual desarma políticamente y maniata.
El naufragio del país es inevitable tanto si gana Daniel Scioli como si vence Mauricio Macri, el peronista menemista que se tragó un bigote postizo mientras bailaba imitando a su ídolo Freddy Mercury y tuvo que ser salvado in extremis. No hay otra opción que el voto en blanco, aunque es posible que aumente la abstención y que la mayor parte del 20 por ciento que votó por Massa, que es peronista de derecha, vaya a Scioli y no a Macri, por el cual votan los antiperonistas. En cualquiera de los casos saldrá elegido un reaccionario con el voto de medio país por falta de otra opción y los que luchan por una alternativa al sistema –como el FIT, con su 3.75 por ciento– podrán desarrollarse entre los huérfanos del kirchnerismo.
Vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2015/11/01/opinion/015a2pol
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