Marcos Roitman Rosenmann
Durante los oscuros años de las dictaduras militares en América Latina, altos mandos de las fuerzas armadas vetaron la palabra revolución. Sobre ella recayeron males y pesares. Los revolucionarios fueron torturados, asesinados y se consideraron una excrecencia de la sociedad bien ordenada. En la afiebrada mente de tiranos y asesores, se procedió a erradicar el concepto por decreto. Las anécdotas tragicómicas en un contexto de horror y violación de los derechos humanos han recorrido el mundo. Las bibliotecas públicas fueron objeto de asalto y mutilación. La quema de libros se extendió a cualquier texto cuya portada llevase impresa la palabra revolución. Títulos alusivos a la revolución industrial, científico-técnica, neolítica o copernicana fueron retirados de los anaqueles bajo el asombro de los bibliotecarios.
Ser revolucionario fue sinónimo de indeseable, cuando no, delincuente. La imagen proyectada por la derecha tampoco iba a trasmano. El estereotipo funcionó a la perfección. Los revolucionarios de sexo masculino eran visualizados como seres poco aseados, de pelo largo y sucio, barba y vestimenta paramilitar, y las revolucionarias fueron tildadas de poco femeninas, usar pantalones, promiscuas y con escaso o nulo decoro. Durante los allanamientos no faltaban soldados cuya labor era trasquilar a los detenidos.
Prohibida la palabra, la revolución se convirtió en una categoría maldita, endosándole un significado peyorativo. Tras décadas de ostracismo, el concepto ha sido rehabilitado por quienes la enviaron antes a las mazmorras. La derecha y sus ideólogos le han dado un giro de 180 grados. Al igual que sucedió durante el siglo XVIII, periodo de la Ilustración, su uso está de moda. Reinhart Koselleck, en su texto Futuro pasado relata la idolatría por la revolución que sentían los ilustrados, quienes eran sus íntimos amigos. Todo lo que se consideraba y describía se concebía bajo el punto de vista del cambio y la subversión. La revolución abarcaba costumbres, derecho, religión, economía, países, estados y continentes, incluso el planeta entero.
La burguesía utilizó el concepto e ideario de revolución contra el viejo régimen y se presentó como clase social revolucionaria. Hoy la historia se repite, no sé, si como tragedia o farsa. El neoliberalismo reivindica su condición de ideología revolucionaria. Su revolución y su ejército de revolucionarios forman parte de un nuevo tipo de individuos cuyo objetivo consiste en imponer un orden bajo los postulados de la economía de mercado. Lo viejo, lo que debe ser remplazado, una vez derrotado su principal enemigo, el comunismo, alude estado del bienestar, las políticas sociales redistributivas, el empleo fijo, la sanidad pública y la ciudadanía política. La revolución neoliberal y sus principios representan el futuro. Es el triunfo del yo individualista frente al nosotros colectivo.
Los nuevos revolucionarios son pragmáticos, afectos al consumo, adictos a la adulación y el éxito individual. Su imaginario social los sitúa dentro del sistema. Aprovechan sus recovecos para ganar espacios de poder, aceptan sus normas y se mueven como pez en el agua cuando se trata de hacer negocios y acumular riquezas. Conocen a la perfección las reglas del mercado y compiten hasta la extenuación, llevan el enemigo en su interior, no se ponen límites. Su objetivo, llegar a millonario lo antes posible. Los medios de comunicación social potencian este prototipo de sujeto individualista y revolucionario como ejemplo del triunfo de la economía de mercado y la iniciativa privada dentro del mundo globalizado que nos ha tocado vivir. Mientras, los gobiernos hacen campaña en favor de los emprendedores, nuevos revolucionarios, empoderados y valientes que asumen el riesgo de fracasar. En otras palabras, alientan y magnifican sus proezas.
El perfil del revolucionario neoliberal es un sujeto joven, con iniciativa; osado, sin prejuicios éticos; competitivo, de carácter flexible y moldeable, preocupado por su apariencia exterior, egoísta y con un elevado nivel de autoestima. Capaz de pasar por encima de todo y todos, sólo le interesa lograr su fin. De vocación nihilista rechaza la acción colectiva, el bien común le viene grande o le sobra. Se califican de emprendedores, se consideran sujetos revolucionarios por sus maneras de actuar y pensar y adjetivan de empoderados.
El triunfo cultural del capitalismo ha disuelto los lazos de unión entre ciudadanía política, responsabilidad ética y acción colectiva. Hoy día asistimos a la revolución individualista, al nacimiento de sujetos sumisos que han desarrollado una hiperactividad en torno a las dinámicas de la economía de mercado.
El descontento producto de las desigualdades de clase, la explotación y el dominio, se desplaza de las estructuras de poder al ámbito personal. No hay responsabilidad social, ni causas políticas achacables al sistema. Cada quien tiene que aprovechar sus oportunidades y saber jugar bien sus cartas. Sólo existen las buenas y las malas decisiones personales. El capitalismo estaría libre de polvo y paja. En esta revolución individualista de la era posmoderna, no está permitido establecer una relación entre pobreza, desigualdad social, explotación. Cada quien se empodera y decide su futuro. Una revolución individualista en la cual se proyecta la máxima de los sofistas: El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto no son.
La revolución individualista y su ejército de sumisos y emprendedores reniegan de la lucha social y política; no son una alternativa al orden establecido, más bien constituyen su mejor defensa.
vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2015/10/27/opinion/016a2pol
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