Guillermo Almeyra
León Trotsky, asesinado en México por un agente de Stalin en 1940, fue uno de los personajes más importantes de la primera mitad del siglo XX y el revolucionario que preservó y desarrolló lo esencial del aporte de Vladimir I. Lenin a partir de la muerte de éste en 1924. Su tiempo fue, como él mismo lo definió, una época de guerras y revoluciones en la que el campo de batalla principal estaba en Europa y los trabajadores estaban aún en condiciones de triunfar (Guerra Civil Española, liberación de Yugoslavia, guerra de los partigiani italianos o insurrección en Grecia contra la monarquía y las tropas inglesas). En esa capacidad de lucha confiaba Trotsky para evitar la vuelta al capitalismo en la Unión Soviética y barrer el principal obstáculo a la liquidación del capitalismo, la burocracia obrera soviética, socialdemócrata o sindicalista que defendía y difundía los valores y la ideología del capital, envenenaba la subjetividad de los explotados y los enfrentaba entre sí sobre bases nacionales, étnicas, raciales.
Desde finales de 1980 vivimos una época preñada siempre del peligro de guerras, al que se agrega otro nuevo aún mayor, el delecocidio. Por el afán desenfrenado de lucro de los capitalistas, que concentraron como nunca el poder y la riqueza en pocas manos, avanzamos hacia el fin de las condiciones para la civilización y de enorme cantidad de especies, incluida la humana. Después de una derrota histórica de los trabajadores, cuya fuerza antaño imponía reformas sociales y hacía temer al capitalismo, ahora estamos ante una dictadura de hierro del capital financiero sobre los pueblos, de la cual el último ejemplo es Grecia.
Karl Marx y Friedrich Engels habían vislumbrado ya teóricamente el peligro de graves daños a la naturaleza implícito en el capitalismo y Lenin y Trotsky, aunque no lo desconocían, concentraban sus esperanzas y su acción en la victoria de la revolución obrera en la Europa industrializada que podría dar la base para alejarlo. Pero la magnitud del calentamiento global, la destrucción del ambiente y el agotamiento de los recursos naturales superó las previsiones más pesimistas.
Desde Hiroshima y Nagasaki estamos inmersos en una guerra contra la naturaleza y la humanidad misma. El capitalismo instaló al mundo en la barbarie, provocó matanzas y destrucciones masivas, obligó a decenas de millones de personas a emigrar para huir de la guerra, los cambios climáticos, la miseria. El rechazo racista de esos inmigrantes por los gobiernos capitalistas de países que no necesitan ya para sus industrias tecnificadas mano de obra no calificada fomenta hoy una verdadera guerra colonial de nuevo tipo, la xenofobia de los más atrasados en los países industrializados, el odio racial, el nacionalismo obtuso.
Estamos lejos del proletariado culto e internacionalista soñado por los marxistas. Para acabar con el enfrentamiento sobre bases racistas y religiosas hay que acabar con el capitalismo. Para ser socialista hay que ser antirracista, solidario con todos los oprimidos y ecologista, y para ser un ecologista consecuente, hay que ser anticapitalista.
La respuesta a los problemas actuales no está en las obras de Trotsky ni en las de Marx, sino en un sentido muy general. Las enormes transformaciones en el capitalismo mundial, en la sociedad europea, en las clases trabajadoras (basta pensar que en Italia el Partido Comunista lograba en 1976 un 32 por ciento de los votos y hoy sigue siendo potente Berlusconi, ladrón, corrupto, mafioso y fascistizante) deben ser estudiadas en particular, así como hay que estudiar por qué China y la ex Unión Soviética pasaron tan fácilmente a un capitalismo de grandes barones, al igual que la destrucción incluso de las formas elementales de democracia y del respeto a las leyes internacionales en los países supuestamente democráticos de Occidente.
Trotsky sigue siendo válido por su confianza en la capacidad de los oprimidos de reaccionar ante las grandes catástrofes sociales, la cual no puede ser confundida con una fe religiosa en el triunfo final del socialismo que dependerá de la capacidad y conciencia de los oprimidos para vencer la opresión. Sigue vigente por la importancia que le otorgó a la construcción ética, moral, cultural, artística y de las costumbres de un grupo de revolucionarios capaces de escuchar a los trabajadores, de seguir los mejores instintos clasistas de éstos y sus soluciones y, al mismo tiempo, de superar las limitaciones sindicalistas, corporativistas y nacionalistas que derivan de que la fuerza de trabajo, productora de mercancías, es también una mercancía.
Trotsky es válido aún por su lucha contra las burocracias obreras y por su comprensión del carácter internacional de la lucha de emancipación social, por su confianza en la creatividad de las mujeres, la juventud, los pueblos colonizados. Lo es igualmente por la comprensión, desarrollada en México durante el cardenismo, de los nacionalismos que contienen en su seno elementos antimperialistas y anticapitalistas y de autorganización obrera. Es válido por la comprensión del desarrollo desigual y combinado que hace que las luchas populares salten etapas y, para lograr derechos elementales y derechos humanos y democráticos, deban derribar los Estados capitalistas e iniciar la construcción del socialismo.
Pero la explicación de la realidad para transformarla sólo se puede encontrar en el estudio de esa realidad y no en los libros de Trotsky, que son apenas una clave para enfrentar ese estudio. Por eso, en este aniversario luctuoso de uno de los hombres que considero mis maestros, reitero lo que otras veces dije: soy copernicano, newtoniano, darwinista, marxiano, partidario de las enseñanzas fundamentales de Trotsky, pero de modo laico y con ojos críticos. Los grandes hombres no son ídolos estáticos sino proveedores de instrumentos indispensables para comprender mejor y transformar la sociedad antes de que sea tarde.
vía:
http://www.jornada.unam.mx/2015/08/16/opinion/015a1pol
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